Despedida de la Maga

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Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


viernes, 15 de noviembre de 2013

El salmo 83



El padre empezó diciendo: “Hoy corresponde el salmo 83”. El pequeño Marco escucha sentado, pero la voz del padre le suena lejana, vacía, sin embargo bastante melodiosa. “Al salmo respondemos: Dios mío, ponlos como torbellinos, Como hojarascas delante del viento, Como fuego que quema el monte, Como llama que abrasa el bosque. Persíguelos así con tu tempestad, Y atérralos con tu torbellino”. Marco mira aburrido al padre y bosteza. Clara, su madre, le dirige una mirada preocupada. La iglesia esta abarrotada de gente y ellos están justo en el tercer asiento hacia adelante, cualquier gesto o ruido será escuchado por todos, lo cual es fortalecido por la acústica del lugar. La madre espera que su niño sea juicioso y obediente. La mente de Marco divaga entre pequeños carros, héroes poderosos y hechiceros que lanzan bolas de fuego, que vuelan en la noche y desaparecen al amanecer. Mientras piensa en esto se queda lentamente dormido. La madre al verlo dormir le despierta, alza una ceja y le mira con rechazo e indignación. Marco se ve fastidiado por ello y se obliga a escuchar lo que el padre tiene que decir, aunque claramente parece interesarle poco.

Así empieza la segunda lectura. El padre empieza: “Ahora leeremos la Carta de San Pablo a los romanos”. A Marco le parece muy llamativo aquel nombre, ¿Qué significa de San Pablo a los ovarios? Pregunta inocente a su madre. Esta lo mira con los ojos abiertos, sin entender a qué se refiere. Cree haber escuchado mal. ¿San pablo a qué? ¡San Pablo a los Ovarios!  Grita Marco enérgico. Las personas alrededor observan curiosas, con miradas frías y censuradoras. Una mujer obesa se da la bendición en la frente. Clara hace un gesto con su dedo a Marco para que haga silencio, le dice en voz baja que luego le explicara. Marco se siente engañado y defraudado, no puede sentirse identificado con todo aquel ritual extraño,  absurdo e irreal. Aquel ritual que no le incluye. ¡Pero yo quiero saber por qué de San Pablo a los ovarios! Grita alzando las manos. La iglesia hace silencio. Hasta el feligrés que lee se queda mudo ante el grito. La madre se pone roja sin saber en un primer momento que decir.

Decidida y bastante molesta le jala la oreja al niño, le dice que se calle, que haga silencio o tendrá que castigarlo. El niño se queja de dolor y la mira cabizbajo, sin entender que es lo que ha hecho mal. Aquella sensación de lo indemne y aburrido le devora las piernas y los ojos, lo deja desprovisto de algo para “hacer”. Poco entendía de metafísica y de preguntas trascendentales. Para el solo había un presente, y ese presente era para brincar y divertirse, para que cada instante fuera un juego más. La madre le mira con mirada reprobadora, piensa en castigarlo cuando lleguen a casa, no entiende porque se ha portado tan mal. Seguro son esos muñecos violentos que ve en la tv, quitarle aquel aparato podía ser un buen castigo. El niño hace una mueca de rabia y se cruza de brazos. No dice nada más. Solo mira hacia el cielo perdido, sueña con monstruos y espadas legendarias, con superhéroes que vuelan por los aires de la ciudad.

La misa continúa, el padre se extiende con un sermón monótono y aburrido, las palabras amor y prójimo prostituidas se repiten una y otra vez. El niño se queda quieto y callado. La madre suspira, parece que al fin podrá escuchar la misa en paz. El padre hablaba de los enemigos de la iglesia, de que había que permanecer unidos en estos tiempos de oscuridad y egoísmo, de dolor y vanidad. Decía que había que abrazar al hermano y estar a su lado en tiempos de necesidad, no abandonarle, acompañarle hasta el final. “Hoy más que nunca es necesario que permanezca unida la iglesia de Dios, si no nos unimos nosotros, ¿Quién más se preocupara por nosotros? Es necesario un poco de calor para esta fría caverna de lo que llaman Modernidad”. El sermón acaba. La madre observa al niño, sigue callado y en silencio, se pregunta si presto atención al sermón. El niño tiene un rostro impávido y estoico. La madre se relaja. Empieza el ofertorio y las peticiones al señor.

Entonces finalmente llega el momento de la elevación y el padre se prepara para levantar la ostia y el vino, símbolo de la sangre ausente. Marco se la imagina como alimento de vampiros vegetarianos. Las personas se arrodillan y no se escucha un solo murmullo, el silencio invade templo y se establece con comodidad. Entonces una extraña música retumba en el auditorio, una música antigua, profana, de un ritmo pegajoso e incitador. Pero nadie la escucha, todos están concentrados en sus rezos. Excepto Marco, el sí que la escucha. Escucha aquella música y la ama. La siente en todo su cuerpo, se desparrama por sus piernas y pies. No se aguanta. Se levanta y decide empezar a bailar. No importa lo que piensen los demás. Camina por el pasillo de la Iglesia hasta llegar a donde el padre se concentra en su ritual. El niño se para a su lado y empieza el baile, de alguna forma lo profano y lo sagrado se reinvierte, el ritual del padre se convierte en parodia del ritual del niño. El niño sin saberlo llama a las fuerzas del cosmos y al caos que hay en nuestro existir.

La madre abre los ojos. Se da cuenta de lo que está pasando. Se para alarmada e inmediatamente va por su hijo. Lo toma de la mano y hace un gesto de disculpa al padre, el cual solo hace una mueca de desprecio. El niño le pregunta a la madre si no escucha la música. Ella se pone el dedo índice en sus labios y le hace un silbido desaprobador. Luego lo sienta, le dice que se quede quieto, le dice que se ha portado muy mal y que será castigado. El niño se dispone a iniciar un berrinche. La madre le dice que eso solo empeorara las cosas, que mejor se quede callado y quieto y que luego decidirá. El niño se siente frustrado. No puede entender por qué su madre lo frena. Aquel baile, aquella música era su primer acercamiento con lo sagrado, esa experiencia le había sido arrebatada. El niño no tenia palabras para explicar lo que sentía o había escuchado, pero sospechaba en el fondo de su ser que se encontraba ante algo muy grande, algo que quizás ya estaba dentro de él y que no podía nombrar.

Pero la música se ha silenciado. El momento de la elevación ha terminado y el padre empieza a recitar las tradicionales oraciones litúrgicas.  El niño está quieto y aburrido. Pero no puede hacer más, le teme a la madre.  Intenta prestar atención, pero de nuevo aquellas palabras no le dicen nada. Sus pensamientos oscurecen y morfeo, picaron, baila sobre sus pestañas. Pero debe aguantar, su madre le ha ordenado, no quiere más problemas. Intenta imaginarse un mundo donde ángeles y demonios se pelean, donde la lluvia no termina y la sangre se escurre por las alcantarillas de las autopistas. Esto lo mantiene entretenido un rato. La madre lo mira, agradece que al fin obedezca y que no se produzca un ridículo mas. Se dice a si misma que luego de la misa tendrá una seria conversación con el, donde le explicara el porqué de lo erróneo de su comportamiento y la importancia del respeto a la madre iglesia, el padre y dios crucificado en el altar.

Pronto esta por empezar la comunión. La madre se levanta de su puesto y  decide ir a comulgar. Mueve la palma de su mano hacia el frente, dándole a entender a Marco que se debe quedar quieto. Se para confiada. Camina y hace la enorme fila para acercarse al verbo transformado en una pequeña y amarga hostia. La madre es de las primeras en llegar abre su boca y recibe el manjar sagrado. Sea por un mecanismo de una divinidad que disfruta ser devorada o el efecto placebo, la  mujer se siente dichosa y tranquila. Piensa que ha cumplido y se siente en paz y concordancia con aquel dios que le pone tan difíciles pruebas de vida, ¿Quién puede juzgar al niño alfa y omega que se mueve a través de las nubes siderales? Ella no. Regreso a su puesto. Pero pronto se dio cuenta de algo alarmante. Marco no estaba. ¿A dónde podía haberse ido su pequeño? El desespero fue creciendo y la sensación de alarma también, la breve sensación de paz se trastocaba en una profunda acidez que se dispersaba en su cuerpo y le llegaba hasta su lengua, dándole un amargo sabor.

Fue entonces cuando le vio. Le vio y no supo cómo reaccionar. Se sintió impotente e hipnotizada. La escena que transcurrió a continuación se le hizo tan irreal, que sus pies no se movieron, como si asistiera a una especie de revelación divina. Marco estaba parado junto al padre. Tenía una sonrisa de oreja a oreja. Una sonrisa extraña, que no es normal en un niño, madura y algo maquiavélica. El padre intento atraparlo pero era demasiado tarde. El niño esta vez deseaba un fulgor muy diferente al que da el baile. Sus más primarios instintos reaccionaron y empezó a tumbar todos los candelabros que se encontraban cerca al altar. Incluyendo dos lámparas de queroseno. El fuego, viejo amigo de los rituales primigenios, se empezó a extender rápidamente. El primer afectado fue el padre quien no pudo evitar ser alcanzado por el fuego purificador, convirtiéndose en una gigantesca pira humana.

La madre gritó. Pero no fue la única. Las personas intentaron salir en estampida del lugar, pero las puertas eran pequeñas y sus lamentos desesperados fueron callados y asfixiados por las paredes de madera y barro. La madre enloquecida busco a su hijo entre el desorden y el caos, pero este se había esfumado, desaparecido en las llamas y el humo, en la inmensidad de aquel nuevo ritual. Sólo los que prestaran profunda atención podrían escuchar unas litúrgicas palabras que se repetían una y otra vez en algún lugar del recinto: “Dios mío, ponlos como torbellinos, Como hojarascas delante del viento, Como fuego que quema el monte, Como llama que abrasa el bosque por siempre jamás”
 

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