Despedida de la Maga

Despedida de la Maga

Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


viernes, 25 de abril de 2014

Adiós a las puertas




Las puertas habían desaparecido. Todas las puertas. Las de madera, las de bronce, las de hierro. Con las puertas se fueron también las aberturas como ventanas y balcones. Los muros se apoderaron de todo, invadieron las casas, no dejaron ningún espacio vacío por rellenar. Nos convertimos de un día para otro en prisioneros. Aparecimos de repente encerrados en nuestros cuartos, en las escuelas y en las oficinas. O quedamos afuera atrapados en las rutas, las calles, en callejones sin salida. Sin ninguna oportunidad.

Algunos murieron de hambre encerrados en sus cuartos, comiéndose partes del armario o carne de colchón. Otros sobrevivieron, pero quedaron sin nada, sin poder entrar a sus casas por sus objetos de valor. La madre fue separada del hijo, el esposo de la esposa, el hermano de la hermana, el niño de su mascota. Los amantes besaban y abrazaban las paredes, como si sus besos pudieran traspasar los muros y darle a la persona amada un poco de su calor. Las madres gritaban desesperadas los nombres de sus hijos y golpeaban con fuerza. Las lágrimas se fundieron con el frío del cemento y algunas huellas de rasguños y sangre se ven aún en la pared. Algunos intentaron abrir brechas con explosivos y maquinas demoledoras, pero fue inútil. Los muros se habían hecho más fuertes, como si la ausencia de las puertas les hubiera dado un nuevo vigor.

Lo que vino después, fue sencillamente el horror. El horror de no poder entrar por nuestras cosas. El horror de dormir a la intemperie y aguantar el frío. El horror de volver a defecar en agujeros en el piso, en improvisadas letrinas. El horror de no poder guarnecer nuestros alimentos, comer comida producida el mismo día. El horror del fin de la “intimidad” y tener que copular al aire libre. Hacerlo frente a cientos de miradas lascivas. La vida se había vuelto una lucha por la supervivencia. Sobrevivir al fascismo de los muros, a su yugo, a su espacio comprimido.

No podíamos rendirnos. Los pomos y picaportes pasaron a ser una suerte de símbolo de nuestra resistencia. Los muros y paredes empezaron a llenarse de violentas consignas de rechazo contra la opresión. Dibujos llenos de colores, guitarras, arcoíris y sobre todo…puertas. Puertas que se abren, puertas que se cierran, puerta que cantan, puertas que sueñan. Pero los muros siguieron manteniendo sus tesoros guardados y encerrados. Las casas se habían convertido en tumbas impenetrables, donde se guardaba más que cosas materiales: secretos y recuerdos de tiempos pasados.

Algunos convirtieron aquellas paredes en templos, en espacios sagrados de oración y penitencia. Esperando que algún día se abriera una abertura, para volver a entrar. Otros iniciaron violentas guerras y luchas por comida, espacio y poder. Violaciones, robos, asesinatos. La moral se diluía en ríos de sangre y carroña para gallinazos. Los cadáveres se reunían cerca a los muros en una suerte de último tributo a su inmensidad.

No obstante quedaban algunos, incluyéndome, que nos dimos cuenta que el mundo había cambiado. Que las puertas en realidad nunca existieron, que siempre hubo muros, en cada sonrisa, en cada rostro, en cada transeúnte de este mundo gris. Así que empezamos a aceptarlo. Aceptar el mundo sin puertas. El cual debíamos reconstruir.

Cuando habíamos perdido la esperanza nos dimos cuenta que, irónicamente, la ausencia de las puertas inició algo inesperado, algo que nadie vio venir. La necesidad de calor en la noche y el frío, hizo que se empezaran propagaran los abrazos, las caricias y los besos en algunos hombres y mujeres. Se acabaran los prejuicios y se fortaleciera la unión. El amor impregno a estos hombres, lleno sus espacios de fuego y abrió nuevas puertas, de un cuerpo a otro cuerpo, del cuerpo al corazón.

Solo los que aceptaron el amor y abrieron las puertas de sus cuerpos pudieron sobrevivir. Los demás murieron en la intemperie, en luchas sangrientas, sin amigos, ni comida, sus cenizas se las llevo el viento lejos, al reino de los muros y el olvido. Mientras que los que permanecieron juntos lograron construir una comunidad etérea. Fundaron la primera ciudad sin muros: Arcadia la libre.

En la entrada de la ciudad, había pegado a un árbol un pequeño cartel de bienvenida que decía: “A quién quiera entrar: debe dejar sus ataduras aquí. Abrir la última puerta, recoger la pluma y escribir su nombre en el cielo, para que no vuelva, para que se quede allí.”

miércoles, 23 de abril de 2014

el soldado pintor



Cuando se piensa en la guerra,  en su fluir incesante y destructivo, es inevitable pensar que somos pequeños pedazos de tierra, de polvo, de nada. Y este pensamiento inevitablemente carcome como un gusano la tierra en busca de alimento o una salida hacia un exterior que no existe ya. Lo digo en serio, ¿Quién le dará valor a aquello que diariamente hacen los hombres de la guerra? ¿a su sacrificio? ¿A su dolor? No hay nadie, no hay dios, no hay nada. Y él, pobre soldado, lo sabe. Lo sabe como yo. Esta allí parado, esperando, quizás lo inevitable. Las hojas caen desvergonzadamente de los árboles y una brisa húmeda toca su piel. Pronto pasara el comandante guerrillero, el famoso Negro Arcadio. El soldado es solo un peón sin importancia, parte del batallón que le tendera la emboscada. La vida del Negro Arcadio se ha convertido más en un símbolo, en una representación lejana de lo que para ellos es el mal.

Acabar con el mal, con el terrorismo, eso es lo que gritan los comandantes. Pero, ¿quién en cierta medida no es terrorista? ¿O es que todos anhelamos ese orden que nos han obligado a cumplir? Estado, familia, pueblo son palabras que se hacen vacías en el monte. Caen en el abismo ocasionado por la tempestad y el sufrimiento de este existir bélico, de una bala que irrumpe con fuerza a través de los cuerpos y que entra como Prometeo para robar algo que no regresara jamás.

El capitán del ejército habla por el radio teléfono. Pelea con algún superior. Todos preparan sus fusiles y se preparan para el momento del ataque. El ambiente se ha vuelto tenso.  Francisco (Prefiero llamarlo Francisco, no Gonzales como lo llama el capitán), nuestro soldado, empieza a sudar. El miedo está presente en sus ojos, su deseo de escapar. El fusil no le luce. Francisco piensa su antiguo sueño de ser un gran pintor. Mejor un pincel que un arma. Mejor un paisaje de colores, a uno de balas. Pero dudo que, luego de lo que ha vivido, pueda volver a pintar. Serían lienzos oscuros y tétricos que absorberían cualquier luz, cualquier brillo de felicidad. Él lo sabe y se ha resignado. Se escucha un movimiento a los lejos. Se empiezan a ver figuras que caminan a través de la selva. Sus pasos son firmes, parecen ir con algo de afán. El comando guerrillero se acerca y los soldados deben actuar.

 La muerte es compañera, camina a su lado y al de ellos, se esconde con la mayor profundidad. Sólo espera el momento preciso, aquel instante, una oportunidad. Ellos desperdician balas y energías, la muerte en cambio no desperdicia un segundo, es paciente, espera con su guadaña fusil al hombro, cuando llegue el momento de acribillar. No teme pasar por encima del que sea, sea soldado, capitán o presidente.

Y hoy está allí, lo sé. Está riéndose, expectante, ella celebra su propio carnaval. Empieza a llover. Uno de los hombres del bando contrario se acerca, mira hacia ambos lados, otea a ver si encuentra algo diferente, ese león que espera a su presa devorar. Pero no encuentra nada, ni siquiera el silencio, pues las luciérnagas se lo niegan. Hace una señal a los demás guerrilleros, que le siguen en silencio, tratando de no hacer ruido, de confundirse con la selva al pasar. Pero Francisco y los soldados ya lo han visto, lo han visto y los guerrilleros, sin saberlo, ya en ese momento están muertos. Están muertos y no lo saben. El futuro es algo que no podrán vivir ya.

Entonces el capitán da la orden y empieza la balacera. Los guerrilleros van cayendo uno y otro como piezas de dominó. Intentan ofrecer resistencia. Pero es demasiado tarde. No los ven. Son fantasmas en la noche. Son el laberinto de sus pesadillas. Son su demonio de la selva, las balas de frío metal. No hay piedad, no hay lugar aquí para la pausa. Sólo sobrevivir, solo matar. Es la predica. Salvar la patria. La sangre se mezcla con el pantano y la lluvia, un pequeño riachuelo rojo, que atraviesa la tierra y fluye como una vena que transporta  a la muerte, el olvido y el adiós. ¿Cómo pintaría eso Federico? ¿Cómo representar los cadáveres y la sangre?, ¿qué colores y tonalidades le daría?, ¿cómo podría representar el miedo de sus caras?.


Uno de los guerrilleros intenta escapar, huye despavorido. Los soldados le disparan, pero no logran acertarle. El guerrillero se resbala y cae. Ve muy cerca su fin. El Capitán se le acerca. El guerrillero pide piedad, habla de su familia, tiene siete hijos. “Sucio terrorista”, le responde el capitán y le pega una fuerte patada en la cara. Luego lo acribilla con un fulminante disparo en la cabeza. Ninguno de los soldados deja de parpadear. Ninguna lágrima. Ya estan acostumbrados.

Mientras tanto Federico sólo piensa en matices y colores, en aquel rojo intenso, que no cree poder nunca en un lienzo poder representar.

Me gusta/ No me gusta



Me gusta acobijarme en las mañanas
Mirar las nubes y buscar conejos
Tomarme una taza de chocolate caliente al amanecer

Pero no me gusta
El ruido de los carros  que despierta del ensueño
La multitud disonante
Los gritos que se pierden en el vacío
La urbe y su canción

Me gusta el silencio
La tranquilidad de una biblioteca
Cantar en mi cuarto
explotar mi soledad

Pero no me gustan
Los rostros falsos
Las compañías que no germinan
Y sobre todo…
No me gustan las mentiras
Artefactos destructivos
De palabras sin miel de vida
De crepúsculos sin luz

Me gusta el sabor de los pasteles de plátano y bocadillo
del arroz con pollo y morrón
Me gusta creer que existe un sabor alephico
Donde se reúnen el helado y la lenteja, la pizza y el frijol.


Me gusta leer a Borges
Bolaño, Deleuze, Dostoievski
Sumergirme en sus laberintos de tiempo
Devenir de poeta, compadrito, asesino
Devenir de perro, roca y halcón.

Me gusta escuchar Pink Floyd
Porcupine Tree
Piazzola 
Sumergirme en el delirio de sus notas
Cerrar los ojos
imaginar mundos de colores diferentes
y perderme ahí
y no volver nunca más

Pero no me gusta leer
casi ningún best-seller
Son alimento de cerdos
Manteca de papel
No me gusta escuchar
El reguetón y el ruido
La música tautológica que se repite sin sentido
Que destruye el silencio
y su templo de bocas cerradas

Me gusta el olor de los libros
El olor del asado
El de tu cuerpo sin perfume

Soy adicto a tu cuerpo
Violonchelo sagrado
A tus besos embriagantes
A tu espalda río
A tu pubis de cristal

Pero no me gusta
Tu ausencia en invierno
La irrupción del viento que te lleva lejos
A las montañas
En un pueblo rodeado por un verde cafetal

No me gusta y no me puede gustar
Esa ausencia
Pero mientras tanto
Me gusta pensar
Que tal vez haya un beso que viaja las montañas
Que llega a tu ventana
Que entra sin permiso
Y se estampa en tu cachete
En tu rostro de sílfide
Pálido y etéreo
Ajeno a esta realidad.