Despedida de la Maga

Despedida de la Maga

Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


jueves, 6 de noviembre de 2014

El explorador de la luna


(Ilustración: Mujer con corazón- Manuela Valencia)

¿Qué me miras pequeño? Sé que me miras atentamente. Callas. Debo decir que tu silencio es  para mí una tortura. Me gustaría saber qué piensas, qué ideas pasan por esa cabeza redonda tuya. Déjame decirte, sino es mucho atrevimiento, que siempre te he admirado. Eres todo un explorador, un aventurero que le gustan las profundidades. Te has perdido en numerosas cavernas y siempre has encontrado la salida. Tienes una curiosidad innata que te lleva a recorrer extraños senderos, a descubrir nuevos territorios. Pero siempre escapas indemne de cualquier peligro. Has sobrevivido a tormentas, a derrumbes, a explosiones de estrellas.

Dime, ¿qué harás ahora? ¿Hacia dónde diriges hoy tus pasos? Quisiera seguirte, así sea a lo lejos, con mi mirada. Me gusta ver como vuelas, como brincas, como bailas. Conoces los secretos de la antigua danza del shaman que provoca y trae la lluvia, que llena todos los cultivos y los campos. He visto el carnaval de manos que se entrelazan. He visto gotas cayendo por las finas paredes de mármol blanco. Lo que no entiendo luego es porque te retraes, te escondes cuando todo ha terminado. Desapareces y me dejas sola en medio de la penumbra, anhelando un poco de tu tiempo, el enigma de tu abrazo.

Seguro te ves a ti mismo como un astronauta, un caminante de delirios lunares. Pero esta luna, me temo, no está hecha de queso o polvo estelar. Es una luna cálida, pero imperfecta, llena de agujeros y silencios. Una luna que aún no puede encontrar un cielo lo suficientemente grande para poder asentarse en la inmensidad. ¿Te sientes en verdad preparado? ¿Aceptaras el desafío que esta luna te impone?

     Camila, ¡no es un micrófono! ¡Chúpamela de una vez!

miércoles, 8 de octubre de 2014

CLEPTÓMETROS




Un cleptómetro se posa en tu rostro
Te roba los ojos, la piel y la voz
Desarma tu lengua de palabras
Luego escapa y se escabullé 
En medio de las calles
De la ciudad del río
De la urbe de la luz.
Un cleptómetro vuela silencioso
Se mueve como un fuego fatuo 
Aparece en un breve estallido
Desaparece en la bruma
con un parpadeo agitado
o una canción de desamor.
Un cleptómetro sube por un cabello
De la montaña asesina
La parca muerte ha iniciado su discurso
Y las balas son una audiencia cumplida
Que no ven al pequeño clepto
Que excitado les roba su voz.
Un cleptómetro camina los senderos
Del cuerpo de una mujer
Navega el río que va 
de su espalda a sus nalgas
Se alimenta de suspiros y besos
Desaparece en medio de la lluvia
De las sábanas mojadas
Un cleptómetro defeca en un confesionario
Allí no puede alimentarse
Palabras travestidas
Palabras maquilladas
Palabras que les falta la pimienta
Del verdadero dolor.
Un cleptómetro casi es aplastado
Por la multitud en el metro
Metidos en sus hipnóticos rituales
De apretar teclas de símbolos
Para intentar ocultar el abismo
de su soledad de cristal.
Un cleptómetro saborea
Un helado dulce y frío
Son las palabras y el llanto
De una madre que perdió a su hijo
En la guerra del tráfico 
De esperanzas de salvación.
Un cleptómetro llega a su colmena
Aglomera las palabras en pequeños agujeros
Guarda alimento para el invierno
Y le da sopa a sus pequeñas larvas
Que sacan sus dientes
Y sonríen satisfechas.
Y en la ciudad solo queda el silencio
Ya no hay cleptómetros
Ni palabras
No queda nada
Más que el susurro del viento
El olvido y el adiós.
(Daniel Acevedo)

miércoles, 24 de septiembre de 2014

ASFALTO



Juan se desplomó en la calle. Su cuerpo no aguantó y cayó en el asfalto. Pequeños ríos de sangre desembocaron en las alcantarillas. Abajo, en las cloacas, el olvido se alimentaba con voracidad. Sólo lo recordarán su familia y amigos.

Pero, nadie recordará a Juan, estudiante de tercer semestre de arquitectura. Nadie recordará que le gustaba ir a cine a ver películas de Almodovar y Roberto Benigni. Nadie recordará a Juan y su baile de celebración cuando el Atletico le metía cinco a Millonarios, ni sus besos azucarados y su fetiche por las orejas femeninas. Nadie recordará su pasión por coleccionar tapas de refresco, ni sus pegajosos riffs cuando tocaba el bajo. Nadie recordará a Juan y sus estadías en el parque Malibú. Allí, prendía un cigarro, se recostaba en el banco y miraba absorto las estrellas.

Nadie recordará a Juan. Pero sí lo recordarán los gallinazos que sueñan con una cena memorable. Sí lo recordará la gente ensimismada que rodea su cadáver y disfruta del teatro de la muerte. Sí lo recordará el periodista del boletín informativo que toma fotos para el morbo. Sí lo recordará la lluvia que cae a cantaros y llora lo no-llorable. Sí lo recordará el espejo en el que se vio antes de salir ese día para su trabajo. Sí lo recordará la bala perdida que desvió su camino y atravesó su cabeza de lado a lado.

Y Juan lo sabe. Lo sabe todo. Lo sabe mientras cierra los ojos y se entrega al abismo y al silencio. Lo sabe, pero pronto lo olvidará.

(Por: Daniel Acevedo)

domingo, 14 de septiembre de 2014

El lenguaje de las flores




(Por: Georges Bataille)





Es vano considerar en el aspecto de las cosas únicamente los signos inteligibles que permiten distinguir elementos diversos. Lo que afecta a los ojos humanos no determina solamente el conocimiento de las relaciones entre los diferentes objetos, sino también cierto estado mental decisivo e inexplicable. De modo que la visión de una flor denota, es verdad, la presencia de esa parte definida de una planta; pero es imposible detenerse en ese resultado superficial: en efecto, la visión de la flor provoca en la mente reacciones de consecuencias mucho mayores debido a que expresa una oscura decisión de la naturaleza vegetal. Lo que revelan la configuración y el color de la corola, lo que descubren las máculas del polen o la lozanía del pistilo, sin duda no puede ser expresado adecuadamente por medio del lenguaje; sin embargo, es inútil desatender, como generalmente se hace, esa inexpresable presencia real y rechazar como un absurdo pueril ciertas tentativas de interpretación simbólica.

Que la mayoría de las yuxtaposiciones del lenguaje de las flores tienen un carácter fortuito y superficial es algo que se podría prever aun antes de consultar la lista tradicional.
Si el diente de león significa expansión, el narciso egoísmo o el ajenjo amargura, vemos la razón con demasiada facilidad. Obviamente no se trata de una adivinación del sentido secreto de las flores, y de inmediato discernimos la propiedad bien conocida o la leyenda que se debió utilizar. Por otro lado, en vano buscaríamos aproximaciones que manifiesten de una manera contundente la inteligencia oscura de las cosas que estamos considerando. Poco importa, en suma, que la aguileña sea el emblema de la tristeza, el dragón de los deseos, el nenúfar de la indiferencia... Parece oportuno reconocer que esas aproximaciones pueden ser renovadas a voluntad, y basta con reservar una importancia primordial a interpretaciones mucho más simples: como las que vinculan la rosa y el euforbio con el amor. Sin duda, no es que esas dos flores exclusivamente puedan designar el amor humano: aun si hay una correspondencia más exacta (como cuando se le hace decir al euforbio esta frase: "Usted ha despertado mi corazón", tan conmovedora, expresada por una flor tan equívoca), es a la flor en general, antes que a tal o cual de las flores, a la que se ha intentado atribuir el raro privilegio de declarar la presencia del amor.

Pero tal interpretación corre el riesgo de parecer poco sorprendente: en efecto, el amor puede ser considerado desde el principio como la función natural de la flor. De modo que la simbolización se debería también en este caso a una propiedad precisa, no al aspecto que afecta oscuramente la sensibilidad humana. No tendría entonces sino un valor puramente subjetivo. Los hombres habrían relacionado la eclosión de las flores y sus sentimientos debido a que en ambos casos se trata de fenómenos que preceden a la fecundación. El papel otorgado a los símbolos en las interpretaciones psicoanalíticas co-rroboraría además una explicación de ese orden. En efecto, casi siempre es una relación accidental lo que da cuenta del origen de las sustituciones en los sueños. Es bastante conocido, entre otros, el sentido dado a los objetos según sean puntiagudos o huecos.
Nos libraríamos así fácilmente de una opinión según la cual las formas exteriores, ya sean seductoras u horribles, revelarían en todos los fenómenos algunas decisiones capitales que las decisiones humanas se limitarían a amplificar. De modo que se debería renunciar inmediatamente a la posibilidad de sustituir la palabra por el aspecto como elemento del análisis filosófico. Pero sería sencillo mostrar que la palabra sólo permite considerar en las cosas los caracteres que determinan una situación relativa, es decir, las propiedades que permiten una acción exterior. No obstante, el aspecto introduciría los valores decisivos de las cosas...

En lo que concierne a las flores, se advierte en primer término que su sentido simbólico no deriva necesariamente de su función. Es evidente, en efecto, que si se expresa el amor por medio de una flor, será la corola, antes que los órganos útiles, la que se vuelva signo del deseo.
Pero también puede oponerse una objeción capciosa a la interpretación a partir del valor objetivo del aspecto. En efecto, la sustitución de elementos esenciales por elementos yuxtapuestos concuerda con todo lo que sabemos espontáneamente sobre los sentimientos que nos animan, ya que el objeto del amor humano nunca es el órgano, sino la persona que le sirve de soporte. Así sería fácilmente explicable la atribución de la corola al amor: si el signo del amor es desplazado del pistilo y de los estambres a los pétalos que los rodean, es porque la mente humana está habituada a realizar ese desplazamiento cuando se trata de personas. Pero aunque haya un paralelismo indiscutible entre ambas sustituciones, habría que imputarle a alguna Providencia pueril una preocupación singular por responder a las manías de los hombres: cómo explicar en efecto que esos elementos de ostentación que automáticamente sustituyen en la flor a los órganos esenciales se hayan desarrollado precisamente de una manera brillante. Evidentemente sería más simple reconocer las virtudes afrodisíacas de las flores, cuyo aroma y cuya contemplación despiertan desde hace siglos los sentimientos amorosos de las mujeres y los hombres. En la primavera algo se propaga en la naturaleza de una manera rebosante, de la misma manera que los estallidos de risa aumentan progresivamente, cada uno provocando o haciéndose eco del otro. Muchas cosas pueden transformarse en las sociedades humanas, pero nada prevalecerá contra una verdad tan natural: que una hermosa muchacha o una rosa roja significan el amor.

Una reacción totalmente inexplicable, totalmente inmutable, atribuye a la muchacha y a la rosa un valor muy diferente: el de la belleza ideal. Existe en efecto una multitud de flores bellas, incluso la belleza de las flores es menos rara que la de las muchachas y es característica de ese órgano de la planta. Sin duda, es imposible dar cuenta por medio de una fórmula abstracta de los elementos que pueden darle esa cualidad a la flor. Sin embargo, no deja de ser interesante observar que cuando se dice que las flores son bellas es porque parecen conformes a lo que debe ser, es decir, porque representan, porque son el ideal humano.

Al menos a primera vista y en general: en efecto, la mayoría de las flores sólo tienen un desarrollo mediocre y apenas se distinguen del follaje, algunas incluso son desagradables cuando no repulsivas. Por otra parte, las flores más bellas se deslucen en el centro por la mácula velluda de los órganos sexuados. De modo que el interior de una rosa no se corresponde para nada con su belleza exterior, y si uno arranca hasta el último de los pétalos de la corola, no queda más que una mata de aspecto sórdido. Es cierto que otras flores presentan estambres muy desarrollados, de innegable elegancia, pero si una vez más apeláramos al sentido común, notaríamos que esa elegancia es demoníaca: como ciertas orquídeas carnosas, plantas tan ambiguas que se ha intentado atribuirles las más turbias perversiones humanas. Pero aun más que por la suciedad de los órganos, la flor es traicionada por la fragilidad de su corola: de modo que lejos de responder a las exigencias de las ideas humanas, es el signo de su fracaso. En efecto, tras un período de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra. Extraída de la pestilencia del estiércol, aunque haya parecido escapar de allí en un impulso de pureza angelical y lírica, la flor parece bruscamente retornar a su basura primitiva: la más ideal es rápidamente reducida a un andrajo de inmundicia aérea. Porque las flores no envejecen honestamente como las hojas, que no pierden nada de su belleza aun después de que han muerto: se marchitan como viejas remilgadas y demasiado maquilladas y revientan ridículamente sobre los tallos que parecían llevarlas a las nubes.

Es imposible exagerar las oposiciones tragicómicas que se destacan a lo largo de ese drama de la muerte indefinidamente representado entre tierra y cielo, y es evidente que sólo podemos parafrasear ese duelo irrisorio introduciendo, no tanto como una frase sino más exactamente como una mancha de tinta, esta empalagosa banalidad: que el amor tiene el aroma de la muerte. En efecto, pareciera que el deseo no tiene nada que ver con la belleza ideal, o más exactamente que se ejerce únicamente para ensuciar y ajar esa belleza que para tantas mentes sombrías y ordenadas no es más que un límite, un imperativo categórico. Concebiríamos así la flor más admirable, sin seguir el palabrerío de los viejos poetas, no como la expresión más o menos insulsa de un ideal angélico, sino todo lo contrario, como un sacrilegio inmundo y resplandeciente.

Hay que insistir en la excepción que al respecto representa la flor en la planta. Efectivamente, en su conjunto, la parte exterior de la planta -si seguimos aplicando el método de interpretación que introdujimos aquí- reviste una significación sin ambigüedad. El aspecto de los tallos cubiertos de hojas suscita generalmente una impresión de potencia y de dignidad. Sin duda, las locas contorsiones de los zarcillos, los singulares desgarramientos del follaje, atestiguan que no todo es uniformemente correcto en la impecable erección de los vegetales. Pero nada contribuye más fuertemente a la paz del corazón, a la elevación espiritual y a las grandes nociones de justicia y de rectitud que el espectáculo de los campos y de los bosques, y las partes ínfimas de la planta, que manifiestan a veces un verdadero orden arquitectónico, contribuyen a la impresión general. Pareciera que ninguna fisura, podríamos decir estúpidamente que ningún gallo, perturba de manera notable la armonía decisiva de la naturaleza vegetal. Las mismas flores, perdidas en ese inmenso movimiento del suelo hacia el cielo, quedan reducidas a un papel episódico, a una diversión además aparentemente incomprendida: no pueden más que contribuir, rompiendo la monotonía, a la seducción ineluctable producida por el impulso general de abajo hacia arriba. Y para destruir la impresión favorable, haría falta nada menos que la visión fantástica e imposible de las raíces que hormiguean bajo la superficie , repugnantes y desnudas como lombrices.

En efecto, las raíces representan la contrapartida perfecta de las partes visibles de la planta. Mientras que éstas se elevan noblemente, aquéllas, innobles y viscosas, se revuelcan en el interior del suelo, enamoradas de la podredumbre como las hojas de la luz. Hay que señalar además que el valor moral indiscutido del término bajo es solidario con esta interpretación sistemática del sentido de las raíces: lo que está mal es necesariamente representado en el orden de los movimientos por un movimiento de arriba hacia abajo. Es un hecho imposible de explicar si no se atribuye una significación moral a los fenómenos naturales, de los cuales se ha tomado dicho valor precisamente en razón del carácter evidente del aspecto, signo de los movimientos decisivos de la naturaleza.

Por otra parte, parece imposible eliminar una oposición tan flagrante como la que diferencia el tallo de la raíz. Una leyenda en particular comprueba el interés mórbido que siempre existió, más o menos acentuado, hacia las partes que se hundían en la tierra. Sin duda, la obscenidad de la mandrágora es fortuita, como lo son la mayoría de las interpretaciones simbólicas particulares, pero no es casual que una acentuación de ese orden que tiene como consecuencia una leyenda de carácter satánico se refiera a una forma evidentemente innoble. Por otro lado, son conocidos los valores simbólicos de la zanahoria y del nabo.

Era más difícil mostrar que la misma oposición aparecía en un punto aislado de la planta, en la flor, donde adquiere una significación dramática excepcional.
No puede presentarse duda alguna: la sustitución por formas naturales de las abstracciones generalmente empleadas por los filósofos parecerá no solamente extraña, sino absurda. Probablemente importe bastante poco que los mismos filósofos a menudo hayan debido recurrir, si bien con repugnancia, a términos que toman su valor de la producción de esas formas en la naturaleza, como cuando hablan de bajeza. Ninguna obcecación estorba cuando se trata de defender las prerrogativas de la abstracción. Esa sustitución correría además el riesgo de llevar muchas cosas demasiado lejos: en primer lugar, de allí resultaría una sensación de libertad, de libre disponibilidad de uno mismo en todos los sentidos, absolutamente insoportable para la mayoría; y un escarnio perturbador de todo aquello que, gracias a miserables elusiones, aún es elevado, noble, sagrado... Todas esas cosas bellas, ¿no correrían el riesgo de verse reducidas a una extraña puesta en escena destinada a consumar los sacrilegios más impuros? Y el gesto inquietante del marqués de Sade encerrado con los locos, que se hacía llevar las más bellas rosas para deshojar sus pétalos sobre el estiércol de una letrina, ¿no cobraría en tales condiciones un alcance abrumador?

Extraído de Bataille, Georges (2003): La conjuración sagrada: ensayos 1929-1939, Buenos Aires, Adriana Hidalgo. 

martes, 9 de septiembre de 2014

COMO EVITAR QUE SU PERRO SE APODERE DE SU CASA







Ingredientes necesarios:

-          Gafas negras
-          Cinta pegante
-          Un bozal
-          Brócoli
-          Una puerta (preferiblemente que sea de su casa)
-          Un perro

1.              Tome al perro por sus patas y sáquelo de su casa.

2.              Si el susodicho canino se llama: Toby, Lucas, Pecas, Tony, Francisco, Simón, Motita. ¡Cuidado! Son los más peligrosos. Parecen inofensivos. Pero son depredadores en potencia.

3.              Primero definamos el objeto con el que vamos a trabajar: El perro. Este es una especie de mamífero canino que se alimenta de las emociones y el tiempo de los hombres. Es de una ternura peligrosa y atrevida. Se dividen en varias especies: melenudos, pequeños como ratas, juguetones, cafes, negros, blancos, grandes, gordos, flacos (Para más información ver: Catalogo canino 2014, los más buscados)

4.              No le mire a los ojos. Sus ojos son su mejor herramienta para manipular sus emociones. Tienen pequeños rayos invisibles de Teatrina Tragicusamorius. Para evitar el contacto visual directo use las gafas negras.

Nota: Algunos hombres imitan este tipo de mirada para entrar en rituales de apareamiento con féminas influenciables. Algunas mujeres usan gafas negras aunque no se las vea puestas.

5.              Su cola implica un poder simbólico sobre los hombres. Cuando se mueve implica dominación, construcción de un territorio de alimentación. También significa el respeto de otras especies caninas.  Pegue la cola a uno de los bordes con cinta para evitar esto.

6.              Su ladrido es su principal forma de comunicación. Cada guau es un llamado a la central canina donde informan de nuestros movimientos para poder ejercer un mayor control. El bozal es muy útil en estos casos.

6.1.   ¡Cuidado! Si su perro es un caniche el ladrido puede convertirse en un arma mortal que destrozará sus oídos y acabará con su trabajo, familia y toda su tranquilidad.
6.2.   Algunos perros saben cantar canciones de Shakira o Luis Miguel. No se deje engañar. Son fachadas perrunas. (Con ver el video de Loba de la susodicha cantante se comprueba lo enunciado fehacientemente)

7.              Cuando un perro huele el trasero de otro perro, está intercambiando información valiosa e imperceptible al humano. Los sistemas de información caninos están codificados en olores, no en textos. El trasero de un perro es un disco duro, uno de los más complejos sistemas de almacenamiento de información. Recomendable evitar contacto olfativo directo. No estamos acostumbrados.

6.1.  Con base a esto es importante recordar que cuando su perro haga popo no lo recoja. Él sabe que usted va a recogerlo. Es una trampa olfativa para desestabilizar.
6.2.  En este caso es recomendable proceder a recoger lo más alejado posible de la sustancia escatólogica.
6.2.1.        Una pala puede servir
6.2.2.        Si no tiene pala use un palo de escoba
6.2.3.        Mantengase lejos del popo, LEJOS.


8.              Su cama es una de las mayores atracciones de estos adorables engendros. Es el trono del poder de dominio. Se ha descubierto que los perros odian el brócoli. Impregne su cama de brócoli.

9.              Si los perros persisten, cierre las puertas, aplique triple seguro, no salga a la calle. 

9.1.  Evite el contacto con extraños.
9.1.1 Abra la puerta solo si es su madre.
9.1.2  No, mejor no le abra a su madre.

10.          Si al final todo falla, aún le queda un recurso. El último recurso: Amor. Dele a su perro un abrazo, quiéralo. Con esto perderá un enemigo y ganara un amigo leal. Dispuesto a permanecer en cada momento, venga cargado de sonrisas o lamentos, y a recibir mucho amor.

10.1    Hecho el punto diez, prepárese para un lengüetazo perruno en 3, 2, 1…

10.1.1. El punto diez no aplica con caniches.

lunes, 11 de agosto de 2014

El coleccionista de gafas




Puede pensar, puede mirar, puede sentir. Esteban Grisales, es muy consciente de lo que ha hecho. Consciente de aquella sangre. De esa sangre marchita que no es suya. Sangre de autómata. Los barros, la panza profusa, los lentes enormes, la camisa de bazinga, el afiche de Star Wars, le producían un profundo asco y ganas de vomitar. El ambiente entero le generaba nauseas. Había, puestas al lado del escritorio, columnas de revistas de comics y sobre una repisa unos figurines que representaban personajes de series de culto como Star Trek y Doctor Who. Había ropa sucia tirada en un rincón. Encontró unas pocas revistas pornográficas escondidas debajo de la cama. La papelera estaba llena de papel higiénico enroscado que no quise confirmar a qué clase de fluido correspondía. Esteban pateó un Yoda enorme de juguete en un rincón con signos de repulsión. Luego volvió a posar su vista sobre aquel hombre. Ahora no parecía tan ñoño. Su aspecto en cierto sentido había mejorado. Esteban se sintió por un momento un estilista, el mejor que le hubieran recomendado. Ahora que el ñoño se encontraba allí, acostado en la baldosa, rodeado por migas de papitas y doritos, con los ojos abiertos, le pareció que había vuelto de alguna forma a sus orígenes, como un bebe que vuelve tranquilamente a la placenta. Tomó sus gafas y las guardó. Sonrío

Era momento de irse. No podía pasar un segundo más en aquel lugar.  Aquel grito, esa voz tan gruesa y desafinada, seguramente habían alertado a los vecinos. La policía pronto estaría por llegar. La entrada principal no era una opción. Así que se puso unas gafas oscuras y salió por la ventana del departamento. Era de noche. El viento soplaba con furia, acusativo, quizás por lo que acababa de hacer. No le importaba. Estaba convencido de la importancia de su empresa y de la ceguera de los demás.  Se movió sujetándose a la fachada, tres ventanas a la derecha. Como la fachada del edificio daba contra una pálida medianera era muy difícil que alguien siquiera notara su presencia.

Abrió la ventana utilizando una ganzúa y entró en el departamento. Estaba vacío. Lo sabía. Él mismo había estudiado detenidamente los movimientos de aquella familia durante los últimos meses. Sabía que todos los fines de semana salían a una finca que tenían en el oriente.  No prendió ninguna de las luces. Se escondió debajo de la cama y esperó. No movió ni un músculo. Esteban esperó que se escucharan los gritos y rezos de las ancianas. Esperó que el edificio fuera rodeado por policías. Esperó a que el sitio se llenara de personas curiosas. Él mismo había preparado el escenario. Les había abierto el telón. Era tiempo de que disfrutaran la obra.

Así paso un largo rato. Cuando recogieron el cadáver y todo se había calmado, eran aproximadamente las tres de la mañana. Se paró despacio. Sacó de su chaqueta un cigarro, abrió un poco la ventana y se lo fumó. Abajo dos policías torpes hacían la guardia. Como esperando que el asesino volviera. Esteban se rió. Pequeños pitufos ciegos que no pueden ver como se mueve el gato a través de la ciudad. Inhaló un poco de humo. 

Soy un artista. Pensó. Un creador.  Eliminó lo que estorba, lo inútil. Estaba creando una sociedad sin raros. No más gente que prefiera preocuparse por el futuro del planeta Namek, o de mundos mágicos o con dragones, que del propio. Son egoístas. Son herejes. La muerte es el único olvido y el único perdón.

Tenía que escapar del lugar. Pero no era el momento adecuado, esperó dos días. Cuando consideró que era el momento oportuno salió por la puerta principal. Nadie noto su presencia. Excepto, tal vez, una anciana que barría el primer piso. Sin embargo no le presto mayor atención. De vuelta a las calles era momento de replantear sus posibilidades. ¿Qué hacer a continuación? Primero debía retomar su trabajo, volver a la oficina, entrar de nuevo a esa normalidad trémula que le generaba una sensación de somnolencia y aburrición. Trabajó los cino días de la semana. Era el empleado ejemplar. De alguna forma aquella adrenalina, aquella pulsión de muerte le alimentaba. Cargaba sus energías. Todo lo hacía mejor. En la oficina nadie sospechaba. Ni siquiera cuando desapareció el freak obeso del sector 3. Su primera víctima. Ahora sólo era carne para gallinazos que seguro debían tener una terrible indigestión.

En su casa, Esteban Grisales colgó las gafas del ñoño que había matado en la pared. Allí había puesto los lentes de cada una de sus víctimas. Era su trofeo, la prueba de su hazaña y la razón por la cual, la policía y los periódicos, le apodaban “El coleccionista”. Los días siguientes caminó a menudo por las calles. Lo observó todo. Estudió el comportamiento de todos y cada uno de los trauseuntes. Era cuestión de tiempo para que el siguiente raro o ñoño apareciera.

Fue una mujer. La primera mujer rara. Fue como un flechazo.  Sola en una banca, pelo castaño, gafas enormes, cara barrosa. Leía un manga de Naruto. Era la victima perfecta. Fue tanto el placer que sintió con solo verla que no pudo evitar humedecerme los labios con satisfacción. Era enorme la felicidad que me generaba ver su rostro salpicado en sangre. ¡Oh pequeña mía! Mañana estarás en el país de los ñoños muertos. Donde los ñoños arden en una hoguera, chuzados por diablillos picarones, que se comen sus pezones y tetillas con sal y limón.

Se puso en camino. Se preparó para dar el golpe. Debía planearlo muy bien. Lo primero era seguirla, estudiar sus trayectos, saber dónde vivía, encontrar el momento oportuno. Así se enteró de muchas cosas. Se enteró de que era universitaria. Estudiaba ingeniería. Todas las tardes le gustaba ir a alimentar un par de gatos callejeros, los cuales les gustaba reunirse a maullar como viudas abandonadas. Se enteró que le gustaban los cosplays y vestirse como Hinata de Naruto. Se enteró que le gustaban Game of Thrones y que soñaba con tener tres dragones. Se enteró que le gustaba el helado de macadamia los jueves en la tarde en una esquina del café bar. Se enteró que se llamaba Daniela, que tenía pocos amigos y que se recluía como si estuviera en cuarentena, en su cuarto, como si el mañana no quisiera llegar jamás. 

Pronto el coleccionista tuvo los datos de su Facebook y su Twitter.  Estudió sus frases. Su conducta. Su aire tímido, su necesidad de conseguir compañía en medio de su soledad. Le costaba aceptar que ella tenía algo diferente a las otras víctimas. Algo que no lograba del todo dilucidar. Eso le fascinaba y aumentaba un poco su ansiedad. Se sentía impaciente y quería que llegara al fin el día señalado. En la oficina se empezó a notar su malgenio y su impaciencia. Se sentía incómodo, como si no tuviera un espacio donde realmente estar. Pero pronto el día llego. Esa mañana se puso su mejor traje. Después de todo era momento de iniciar el ritual. El gran lienzo debe completarse y necesita unos lentes más. Salió con una sonrisa de satisfacción porque ya había calculado todas las variantes de sus actos. Sabía que irremediablemente hoy aquella ñoña estaba perdida.

Eran la una de la mañana. Las calles estaban solas y el edificio donde ella vivía permanecía en silencio y en la más penetrante oscuridad. Pocas personas habían esa noche en la edificación. Lo sabía. Era viernes. Todos estaban en algún bar intentando ligar o bailaban en un boliche. Pero ella no. Estaba allí encerrada, como ñoña que era, en ese caparazón, que él debía penetrar. El portero estaba dormido. Lo sabía. Se dormía escuchando los debates políticos de las 11 pm. En el más completo silencio aprovechó una falla de la puerta y entró. Subió a través de las escaleras emocionado, como un niño que se acerca a su juguete nuevo. Subió y se paró en la puerta. Pronto empezaría el carnaval.

El coleccionista saco su ganzua y abrió la puerta con sumo cuidado. Todo había salido perfecto. Ninguna falla. Se sentía contento con su trabajo. Se sentía un profesional. Entonces la vio. Estaba allí, en silencio, parada, mirando por la ventana. En la cama un felino dormía con placidez. La pc estaba prendida y sonaba una música japonesa. En una esquina había una columna de libros desgastados y rayados que tenían una cubierta de polvo. Era la ocasión perfecta. Se acercó lentamente. Un paso. Dos pasos. Aún no se percataba de mi presencia. Tres pasos. ¡Crac! Algo sonó bajo sus  pies. Había pisado uno de sus converse pintados con muñequitos de anime. Maldijo en sus adentros. Pero era demasiado tarde. Ahora ella le veía.

 Le miraba fijamente. No grito. Le extraño su actitud. Todas sus víctimas al notar su presencia gritaban e intentaban avisar a sus vecinos. Pero ella no. Ella permanecía mirándole en silencio. Como estudiándole. Esperando que iba a hacer a continuación. Cualquier asesino que se respete la hubiera matado en ese instante. Pero él no fue capaz. Sus ojos cargados de una tristeza melancólica le conmovieron profundamente.

    ¿Quién eres? — preguntó—. ¿Qué haces aquí?
    He venido a matarte— le dijo.
    ¿Por qué? – preguntó ella sin bajar la vista.
    Eso es algo que a vos no te incumbe— dijo con la mano temblando.
    Creo que sí me interesa. Máxime tratándose de mi propia vida – dijo ella mientras se  quitaba los lentes y los ponía a un lado.

Ñoña tenía que ser. Seres detestables. Preguntona. Intentando hacerse la ingeniosa. Pensó el coleccionista

    Mátame entonces. La verdad, no hay mucho que me ate a este lugar – agregó luego de unos instantes—. Sólo te pido una cosa. Si puedes consíguele una casita a Akuno, mi gato. No me gusta dejarlo solo. Él no tiene la culpa de los desvaríos humanos ¿lo prometes?
    No puedo asegurarlo- dijo el coleccionista algo incomodo.
     ¡Qué lástima!- dijo ella muy triste.

Luego dejó caer una lágrima y cerró los ojos entregándose a su cuchillo. Y él no podía hacerlo Quería matarla, pero no era capaz. ¿Por qué no era capaz? Ella era sólo una ñoña. Sus labios parecían susurrar algo. Parecían invocar un nombre o un beso, llamar fuerzas que se escapaban de su control. Entonces en ese momento la vio hermosa. 

    ¿No me mataras? – le preguntó.
  
Por un momento pensó en que tal vez hubiera sido mejor conocerla de otra manera. Invitarla a salir.  A tomar un café. Mostrarle sus trofeos de ñoños. Quizás unirla a su causa. Crear otra asesina ñoños que se moviera en la noche, que se camuflara entre ellos y los matara cuando durmieran. Pensó en su cuerpo de pseudo ñoña desnudo, recibiéndole. En sus besos marchitos. Pensó en un baile. Un baile que podrían hacer juntos. El baile del loco y la freak. Pero ella debía dar el siguiente paso, y lo dio. 

–          ¿Dudas? Pues yo no cabrón hijo de puta

El coleccionista sintió un profundo punzón en su estómago. Cuando se tocó,  sus manos estaban llenas de sangre. Ella no dudo. Lo había enterrado hasta el fondo. Cayó al piso desangrándose. Ella se preparó para rematarlo y entonces se dio cuenta que había sido engañado. Lo que le había fascinado de ella no era la tristeza de sus ojos o su entrega. Sino ese extraño terreno que ambos habitan. Ella era igual que él.