Despedida de la Maga

Despedida de la Maga

Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


lunes, 5 de septiembre de 2022

La capa roja

 


Ella camina por el bosque

Traviesa desaparece

Tras los troncos

De pinos, robles y arrayanes

 

Él la busca

Intenta atrapar

Un poco de su estela carmesí

De la torpe luz

Que queda bajo sus zapatillas

 

Entona la canción

Que le enseñó su abuela

Mientras agita suavemente

La canastilla de galletas y tortas

 

Pero ella levita

No habita la tierra

Su paso es danza

Sobre los campos

De crisantemos y margaritas

 

Sus fauces se deleitan

Con el sueño de la caída

Sus largas orejas

Escuchan atentamente

La profana melodía del deseo

 

La infancia es un relato

Escrito en el tallo de un eucalipto

Allí se queda, incólume

Cuando la mujer abre sus pétalos rojos

 

El lobo es testigo del milagro

Obnubilado

Agita sus garras y hace el último intento

 

No hay preguntas

No hay respuestas

No hay reloj

 

Solo el mordisco impetuoso

De un querubín hambriento






lunes, 20 de julio de 2020

EURIDICE






I.

Aquel día que fuimos al parque, no imaginé lo que iba a pasar, aquello que, grabado en mi memoria, sería mi tormento futuro. Estábamos cumpliendo tres años de complaciente noviazgo con Aleja y era la oportunidad perfecta para celebrar. Es verdad que, durante esos años, no habían faltado algunos tropiezos, pero debo decir, con toda honestidad, que aquella relación me había generado, al menos, una suerte de felicidad transitoria. Eran muchos los buenos momentos que habíamos compartido: besos juguetones bajo la cobija, un postre de macadamia sorpresa en una tarde de junio, una danza torpe envueltos por la lluvia, noticas que se riegan en la habitación con múltiples “te amo”, un fuerte abrazo en el balcón, dos manos enganchadas como dos vagones de un tren que recorre un amplio y colorido valle, sin saber que se acerca al abismo.

Ese día nos despertamos y, con prisa, nos arreglamos. El Parque de Diversiones nos esperaba con sus puertas abiertas. No fue difícil llegar y luego de una larga, y algo molesta fila, pudimos entrar. No sabíamos por dónde empezar, había muchas atracciones. La primer elegida fue “los carros chocones”, que estaban cerca a la entrada. Divertidos, hicimos una apuesta sobre quién era capaz de chocar más carros y, entre risas, desahogamos nuestros instintos asesinos. Ella ganó. Luego nos dirigimos al palacio de los espejos, donde jugamos a que yo tenía que encontrarla al interior del laberinto. Muy ágilmente ella se perdía entre los entresijos de los espejos. Y yo perseguía su imagen multiplicada. Luego de un buen rato logré encontrarla y la abrace muy fuerte. Ella correspondió y me dio un beso.
Si hubiera sabido lo que iba a pasar no la hubiera soltado, pues la tragedia ya estaba cerca. La tercera atracción que escogimos fue la Rueda Chicago: Una enorme circunferencia desde la que, en las alturas, se veía toda la ciudad y sus montañas circundantes. Pensamos que sería un paseo romántico, así que luego de una corta fila nos montamos en uno de esos vagones en forma de nuez. Me acuerdo muy bien, era de color rojo. Mal asunto. Desde pequeño siempre odie ese color, que asociaba a la sangre, a toros enfadados e hinchas furibundos. Igual hice caso omiso y me monté. Ella estaba conmigo. ¿Qué podía salir mal? Mientras ella estuviese a mi lado, la realidad, el planeta mismo, era tan sólo un fragmento insignificante frente a su sonrisa.

La rueda empezó su recorrido y dio la primera vuelta. Miramos el paisaje urbano y las diminutas personas que, como hormigas, salían de sus trabajos a almorzar. Nos miramos. Acaricié con mi mano su rostro. Ella estaba feliz. Segunda vuelta. La rueda empezó a agitarse un poco. No sospechábamos nada. Nos reímos pensando que era un efecto de aquel artificio que, creíamos, era controlado plenamente por el hombre. Tercera vuelta. Un sonido metálico, una ruptura. Gritos. Pedimos ayuda. Nuestra pequeña nuez, justo cuando alcanzaba la altura, quería caerse del árbol. El mecanismo de la rueda se paró y el metal se agrietó. Estábamos sostenidos por muy poco, era cuestión de tiempo para la caída abismal y una muerte segura. Dos movimientos fuertes. La puerta se abrió. Ella, quien estaba más cerca, cayó y quedó sujeta con su mano izquierda al vagón y la derecha a mi brazo. Un poco más y caería al vacío. Yo intentaba agarrarla con toda mi fuerzas mientras me sujetaba al centro cilíndrico del vagón. Pero el metal era muy resbaladizo y era cuestión de tiempo para que mi mano se soltará. Le grité que pasará lo que pasará no la soltaría. Pero poco a poco se fue extinguiendo la voz. Ella se quedó callada y me miró tranquila. Debí saber que venía lo peor.

“Te amo” fueron sus últimas palabras.

Nunca entendí porque lo hizo. Quizás comprendió que inevitablemente estaba condenada y que, al sacrificarse, permitiría que yo me salvará. El momento de su caída me marcó para siempre y se repite, en mis pesadillas, como una constante. Un instante tan sólo es suficiente para romper tu vida. Y lo que pasó allí, en las alturas, fue un quiebre de todo posible sentido, el fin da la música de las estrellas.

No les contaré los detalles de mi insidioso rescate y como milagrosamente pude salir con vida. Igual ya no me importaba. Cuando los rescatistas y la policía lograron bajarme de aquella rueda asesina, yo ya estaba en un limbo, en el cual las palabras ya no llegaban y todo ruido exterior se transformaba en un silencio absoluto.

Lo que vino después fue el fin. Poco a poco fui perdiendo el interés en la vida. Renuncié a mi trabajo, me alejé de todo círculo social y me encerré en mi apartamento. No volví a salir, excepto para lo estrictamente necesario, como si tuviera una enfermedad terriblemente contagiosa. Algunos amigos y familiares, a pesar de mi situación, se preocuparon por mí y me siguieron enviando toda clase de ayudas. Eso fue, supongo, lo que impidió que me muriera de hambre. Pero en el fondo sabía que no podía durar para siempre y que, en verdad, anhelaba la muerte. Sólo que ella no se hacía presente, sino que al contrario me castigaba con su mutismo. Y yo sólo anhelaba ser imperceptible y desaparecer.

De vez en cuando, triste, me daba por intentar cantar, me inventaba las letras y las melodías, donde expresaba mi dolor de náufrago. Al parecer sólo me escuchaban los zancudos y las telarañas. O eso creía…

II.

Un día intentaba dormitar fallidamente en mi cama cuando una carta entró por debajo de la puerta. Sentí el ruido, porque era poco común en mi nueva cotidianidad, sin ruido, sin latidos. Me paré, bostezando, y tomé la misiva. Abrí el sobre y leí. Abrí mis ojos de par en par, era la letra de ella:
“Carlos Andrés,

Hay una pequeña luz que entra, insistentemente, por los entresijos de mi cuarto. Intento capturarla pero se escapa de mis manos…

He regresado (no preguntes nada aún). Han sido días difíciles sin poder verte. Pero te espero en el parque, aquel lugar mágico donde nuestros sueños despertaron alguna vez. Quiero contarte algo importante. No me hagas esperar.

Te amo,

E.”

Asustado dejé caer la carta sobre el piso. La volví a tomar, no cabía duda, era la letra de ella. Pero, ¡Era imposible!, tenía que tratarse de una broma. Y ese fue el primer pensamiento que me vino a la cabeza, que un desadaptado o tipo de muy mal gusto había intentado imitar la letra de mi difunta novia. Furioso, abrí la puerta principal para intentar rastrear al atrevido. Pero no encontré a nadie. No había rastro de ningún remitente.

Pensé en cuál era el lugar especial al que se refería. Sin duda no podía ser otro que aquel parque donde una tarde de junio nos habíamos sentado a conversar mientras contábamos hormigas. Allí nos habíamos dado un beso. Yo le había leído un poema de Huidobro y ella acercó su boca y el fuego que ardió tenía una cadencia propia de la percusión de los astros. Había sido un buen día y, cada mes, en una suerte de improvisada tradición volvíamos al parque. Comprábamos un helado, nos sentábamos en una de las bancas y nuestra mente divagaba entre los acontecimientos cotidianos, los abrazos y los graznidos de los patos que mendigaban un poco de comida. A nuestro frente una vista privilegiada, el gran lago, y, a mi lado, ella recostaba su cabeza sobre mi hombro. Cerraba sus ojos y yo acariciaba su cabello en un intento torpe de apresar un poco de esa esencia celeste que desbordaba su cuerpo.

La muerte era algo lejano para nosotros en aquellas tardes. Pero ahora se hacía presente en nuestro sitio especial y yo debía volver una vez más. Me arreglé lo más rápidamente que pude, me afeité la barba y me puse algo de perfume. Algo dentro de mí, un eco racional me señaló lo estúpida que era mi conducta. Pero por alguna razón no podía evitarlo. Era como si me dirigiera a una primera cita. Bajé las escaleras y tomé el primer taxi que se asomó por entre las calles funestas. El recorrido se me hizo eterno y todo tipo de pensamientos cruzaban mi mente. Eran sobre todo preguntas que abrían heridas bajo las cavernas de la piel: ¿estaba viva? ¿Había sido mi culpa? ¿Hay alguien que se burla de mi dolor? ¿Pero si es ella realmente? ¿Cómo sobrevivió? ¿Y si sobrevivió cómo se verá ahora? ¡Pero yo estuve en el funeral! ¿A quién enterramos entonces? ¿Dónde había estado ella todo este tiempo?  Quizás mi problema, precisamente, era ese exceso de racionalidad.

Al llegar al parque me detuve un momento. Me temblaban las manos. Mis piernas no me obedecían. No sabía que le diría. Estaba muy nervioso. Intenté tomar fuerzas del último centímetro de mi cuerpo que aún no sometía a la dictadura del miedo. Di el primer paso y seguí. Siete pasos más, cerca al pino ciprés. Y entonces la vi. Realmente era ella, sentada en nuestra banca, con el mismo corte que tenía aquel día que nos conocimos y su vestido de flores. ¡Era Imposible! Me acerqué despacio, con un profundo respeto, como el que se tiene a los relámpagos. Ella me miró. Sonrió. Me invitó a sentarme.
Al principio no dijimos nada. Un silencio demarcaba la ruta. Yo tenía tantas preguntas, pero a la vez no me salían las palabras. Ella estaba allí como una grieta en la realidad. Y en mí se despertaba una esperanza, como una luz incandescente, que parpadeaba.

Al fin me saludó. Yo también. Le pregunté si era realmente ella y no un fantasma. Ella sólo dijo: “Soy yo”.  Le pedí que me lo demostrara y me pidió que la tocará, aquello que no fue permitido al incrédulo apóstol. Toqué sus brazos, sentí su piel, su olor a margaritas secas. Era definitivo: era ella. Aunque aún no entendía muy bien cómo era posible.

Te vi caer…
Y caí
Te vi morir…
Y morí.
Entonces…
Entonces, ni yo misma lo entiendo, últimamente todo lo que he visto ha sido una especie de niebla, blanca y prolongada. Allí han pasado segundos, minutos, horas, días y años. Estaba perdida.

He caminado a través de sus aberturas buscando a alguien, llamándote, aunque sin poder escuchar mi voz. Y ahora estoy aquí viéndote a los ojos y pensando en lo feliz que me siento. Y que quisiera que durará para siempre.

Esto es una locura…— dije mirándola fijamente
Lo sé. Hay algo…— dijo pausadamente y evitando mi mirada— Una advertencia. La escuché o creo haberla escuchado. Allí al fondo, una voz latente y gruesa: “He forjado, con la esencia del rocío, un volver. Sólo una condición te pongo: tu nombre, tu amante o tú, no pronunciar o volverás al fondo del pozo”
Qué miedo…mejor no decirlo
Será difícil...
Más no imposible. A partir de ahora te llamaré Alejandra para olvidarme de tu verdadero nombre.
¡Ohh!...yo…

No aguantamos y nos abrazamos fuertemente. Nos quedamos así quietos un buen rato, unos veinte minutos tal vez. Estábamos juntos de nuevo y nos aseguraríamos que nada ni nadie nos volviera a separar y nuestros brazos debían ser cadenas lo suficientemente fuertes para no dejar que irrumpiera de nuevo la fuerza del olvido.

No quise indagar más sobre su misterioso regreso y lo tomé como una verdad absoluta, tal vez el regalo de un demiurgo compasivo. No hablamos mucho. No había lindas historias para contar, habían sido tiempos aciagos. Volvimos a casa e hicimos el amor varias veces. Había un afán de abrazos, besos y caricias, una urgencia que venía desde la rueda y su catástrofe. No sé cuánto tiempo nos quedamos allí abrazados, sin despegarnos. ¿Pasaron dos o tres días? Luego, cuando concluyó aquel período, era como si no hubiera pasado el tiempo de duelo y dolor, como si hubiéramos vuelto a esa normalidad anterior al accidente: el trabajo, la comida, las salidas, las risas, el juego, los besos, las películas, los paseos al parque, todo. Sin embargo, había algo allí en el fondo que, muy a mí pesar, por más de que intentaba negarlo, me hacía sentir que había cierta falsedad, cierta ilusión que mis sentidos no lograban captar.

¿Cómo fue nuestra adaptación al exterior? Bueno, ante las preguntas que pudieran hacer los conocidos, decidimos ocultar por ahora la noticia del regreso. Si alguien nos veía, decía que ella era una prima de mi difunta novia: Alejandra. La mentira reforzaba aquella absurda prohibición, que sólo nos cubría a ella y a mí, de no poder decir su nombre y evitar caer en la tentación. Al principio me costó, más de una vez se escapó una “Eu...”, pues estaba demasiado grabado en mi mente, pero rápidamente era acallado por su mano y sus deditos pequeños, que evitaba un error garrafal. Eso nos permitió sobrevivir los primeros meses, casi siempre juntos.

Yo pude retomar mi antiguo empleo como docente y al llegar a la casa siempre estaba ella, con una sonrisa, esperándome con un plato de arroz y carne. Yo mismo, por instantes, no me lo creía. Todo era sospechosamente perfecto. ¿Quién era aquella mujer que me traía esa dicha que creía perdida para siempre? No sabía que pensar.

Decidimos que nos merecíamos un viaje, un descanso para no pensar en lo que había pasado. El sitio elegido fue una pequeña isla en el caribe, donde con algunos ahorros, reservamos dos pasajes. Estábamos muy emocionados y a la expectativa. Y, cuando llegamos a la playa, nos metimos como dos niños, y nos olvidamos de nosotros mismos. Nos tiramos agua y, cuando ella menos se lo esperaba, me la robaba y debajo del agua besaba su boca, su ombligo y sus pechos. La inmensidad del océano, el horizonte infinito, la brisa y la canción del mar al chocar contra la arena, despertaron nuestros más sinceros sentimientos de amor.

Cuando llego el ocaso caminábamos por la playa, cogidos de la mano. Perdidos el uno en el otro. Yo no me aguante y le dije:

Te amo Euri...

Se escuchó un trueno. Sorprendido puse las manos sobre mi boca. Había estado a punto de decirlo y había llegado más lejos que las veces anteriores. Ella me miró pálida y empezó a correr hacia la nada. La perseguí un buen rato y cuando la alcance estaba arrodillada en la playa, llorando. La abracé fuertemente y le pedí perdón. Nos quedamos un rato tirados en la arena, mirando el cielo, cogidos de la mano y pensando en el pasado, hablando de todos aquellos instantes que bien habían valido la pena en nuestra relación: una cena sorpresa en mayo, una carta que llegó en el momento indicado, un beso intempestivo una noche en un bar, un baile torpe en la fiesta del cumple de un amigo, un abrazo bajo la lluvia, una noche de pasión bajo los escombros.

Pasaron de nuevo algunos meses y nuestra rutina había vuelto a la normalidad. Habíamos logrado habituarnos al cambio y, de alguna manera, sobrellevar la mirada atenta de la sociedad ante aquel extraño suceso y el sorprendente, aunque engañoso, parecido. Un buen día ella caminaba por la calle, como un espectro a la expectativa, cuando de repente vio algo que la sobresaltó: un vehículo se estrelló contra un poste de luz y el impacto sonó en toda la cuadra. Aquella cercanía repentina de la muerte, una vieja amiga, le paralizó. Ni siquiera fue capaz de gritar pidiendo ayuda. Se quedó, cual estatua rota, en el mismo lugar. Cuando la policía llegó la encontró en esa suerte de estado de shock.
La sangre, los cuerpos caídos, la lluvia, los gritos de la gente, era la viva imagen del infierno, del olvido, del silencio. El policía que investigaba la causa del accidente le preguntó por su nombre, para dejar un registro de los testigos. Ella empezó

Me llamo Eurid…

Un trueno sonó en la lejanía. Inmediatamente se dio cuenta del error fatal que estuvo a punto de cometer. Gritó. Luego, ante la sorpresa de los agentes, salió corriendo por la calle, sin rumbo, huyendo hacia el velo de la ciudad.

Luego de un rato pudo retomar el control de su cuerpo y de sí misma. Cuando llegó a mis brazos, en la puerta de nuestro apartamento, estaba devastada, tuve que abrazarla fuerte. Se mantuvo tres días sin salir de la casa y el miedo la dejo casi  muda. Sólo al tercer día recuperó su habla habitual. Y hasta una pequeña risa surgió de sus labios juguetones. Olvidándonos de todo, me lance sobre ella, dimos vueltas en la cama, le hice cosquillas y, entre algunas risas, hicimos el amor. Nos volvimos a olvidar de aquella infausta condena, decidimos no mirar atrás. Pero pronto me di cuenta que no sería tan fácil. Y aunque el nombre de Alejandra se fue normalizando con el tiempo un fantasma de ocho letras seguía azotando en las cavernas de la memoria.

Pasaron dos años, pero con un poco de temor sobrevivimos. Un día decidimos hacer algo que hasta ahora no habíamos hecho, volver a un Parque de Diversiones. Desde luego no teníamos ninguna intención de montar en la rueda, pero ir a aquel espacio era una forma de confrontar nuestros miedos, de ser capaces de caminar por un territorio que desde hace años nos era vedado. No fuimos al mismo parque. Fuimos a otro, que tenía muchísimas más atracciones. La montaña rusa se paraba imponente a lo lejos y nos daba la bienvenida. Entramos cogidos de la mano, pero seguros.

Primero, mientras tomamos confianza, empezamos en atracciones suaves. Como una suerte de carrusel torpe con caballos que para mí eran deformes, pero para los niños eran lo último. No nos atrevíamos a montar en el martillo o el pulpo, e incluso los carros chocones nos parecían del mayor riesgo. Pasamos rato por allí, caminando en silencio, mirando como todos se divertían. Mientras nuestras manos temblaban y el sudor ya bajaba por nuestras caras. Era una locura, pero allí estábamos, dispuestos a enfrentar el fin del mundo. Caminamos y caminamos, dando vueltas, perdiéndonos entre la gente, como dos sombras perdidas, que desaparecen al menor rastro de la luz de un farol molesto.

Finalmente, ella me tomó fuertemente de la mano y me arrastró hacia la fila que llevaba, precisamente, a la rueda Chicago. Aquella rueda majestuosa se elevaba por encima del parque y, como una babel giratoria, llevaba por unos minutos a los torpes navegantes al cielo. De nuevo aquel temblor, pero, como locos, nos montamos en el primer vagón, uno de color rojizo, que pasaba por la fila. Nos sentamos y nos agarramos de las varillas. No dijimos nada. Estábamos a la expectativa y adentro de cada uno, se sacudía el miedo como una rata en una lavadora. Pero nos miramos fijamente y, por un momento, nos olvidamos de todo y decidimos lanzarnos al vuelo tomados de la mano. Después de todo, esta vez, estaríamos juntos pasará lo que pasará.

La rueda dio su primera vuelta. Fue corta, pero para nosotros habían sido segundos eternos. De nuevo la vista de la enorme urbe que parecía engullirlo todo. Cerré los ojos por un momento. Quería olvidar donde estaba. Los volví a abrir. La inmensidad seguía allí. No había pasado nada, más que una risa nerviosa cuando estábamos en las alturas. Las siguientes vueltas fueron menos complicadas. Nos miramos de nuevo, le sujeté la mano. Nos reímos como dos bobos que acaban de descubrir que el cielo no se cae sobre sus cabezas. Tres vueltas más. La rueda terminó su perímetro. Cuando nos bajamos no paramos de reír y la gente a nuestro alrededor nos miraba como a dos locos que se hubieran escapado de algún manicomio cercano. Habíamos pasado la prueba, habíamos derrotado a la rueda, que no era ya más ese objeto de pesadilla, sino un eco del pasado que poco a poco, al fin, se apagaba.

Estuvimos un rato más en el parque, y montamos, incluso, en la montaña rusa y gritamos durante todo el trayecto. Finalmente, cansados, nos dirigimos a la salida. Pasamos por la puerta del parque y, por un momento, me pareció que todo había sido una broma. Y una falsa tranquilidad me invadió. Sentí por un instante que ninguna ley del cosmos podía agrietar esta felicidad increíble.

¿La pasaste bien? Mi niña hermosa, Euridice la única

Entonces me di cuenta demasiado tarde de mi error. Ella no reaccionó. Solo me miró triste. Una suerte de nubarrones negros apareció cerca de nosotros, acompañada de una suerte de truenos pequeños. La sombra la arrastró y aunque intenté agarrarla con mi mano no fui capaz. Era demasiado tarde, su rostro se desvaneció en el velo, tras las sombras. Impactado, caí al piso, rogué por su retorno, por un volver, porque todo esto no fuera más que una pesadilla. Pero en verdad ella había desaparecido.  Y con ella mi esperanza y el último de mis sueños.

III.

Y es así como escribo ahora, aturdido, anonadado, impotente, lanzado a un abismo desconocido. Ella se ha perdido para siempre. No importa lo que sucedió después. La narración ha perdido una posible ruta de escape. El dolor es tan grande que no puede ser descrito con el lenguaje de las palabras. Debe existir otro idioma que pueda aprender, que haga merito a su sonrisa que traía la calma a todas las cosas.

Estoy de nuevo en mi cuarto, mirando hacia el techo y anhelando que la muerte me lleve a su lado, que su cuchilla pase pronto por mi cuello desnudo. ¿O quizá pueda redimirme? No, no existe redención, hacía el frente solo veo la nada y unas ruinas que se extienden por un horizonte de estatuas.


Curioso. Tengo ganas de aprender a tocar guitarra…

domingo, 17 de noviembre de 2019

Arroz con camarones




Me he sentado en la mesa de cristal. Mi mano derecha sujeta un tenedor que intenta capturar el filo de una llama. El crustáceo se agita nervioso. Sabe que ha terminado el baile y que todo el océano puede caber en un vaso plateado. La brisa deposita una hoja de palma en la punta de mis pies. Es una advertencia. El tenedor se clava en la carne del crustáceo, sus puntas traspasan sus órganos invisibles.  Y un lamento, que es más un silencio, irrumpe en forma de salsa de coco. El camarón es llevado a la boca y las cavernas del tiempo difunden sus ecos oscuros. Hay un sabor antiguo, el de un templo profanado, que se implanta en la lengua.

La cicuta es un pastel de manzana cuando se piensa en el invertebrado que cruza la garganta. Allí, con once años, me sentí ligeramente abandonado. Adentro, en mi esófago un sol agonizaba entre lánguidas protestas. Y por un instante no era el crustáceo quién se sacudía bajo los pliegues de mi traquea, sino yo quien habitaba en su cuerpo de sal y agua. Era mi propio infierno personal, no más grande que una canica de plata o una perla de la realeza. El veneno estaba adentro y adquiría el color de una sirena varada en la playa, vieja y decrepita.

Vomité. Vomité el excremento de ballenas, vomité lo inconmensurable, vomité para vivir un día más, vomité jazmines y camelias.

Vomité el pequeño camarón. Ya no se sacudía. Lo sabía todo de mí. Pero ahora sus bigotes alimentarían la tierra.

domingo, 6 de octubre de 2019

AHORA DUERME





Un hombre está sentado en una sala de espera, va a reclamar una orden, para un examen que debe hacerse  en los pulmones. El tablero, lentamente, cambia un cinco por un seis. No le gusta esperar, se levanta y toma una revista. No hay nada interesante. Sólo un par de artículos sobre leones y cómo cuidar la piel. Se sienta de nuevo. Juega con sus dedos y observa la batería de su celular que está a punto de descargarse. En la sala hay algunos pacientes en su situación: una anciana, una madre y un niño, una mujer embarazada y un hombre con un tapabocas. No son muchos, pero aun así la chica de la eps destaca por su indolencia y lentitud.  El tiempo no existe en los salones blancos de los enfermos. Ni en la mente de los hombres de bata blanca. Ni en el sudor de las lámparas azules.

Aburrido, mira por la ventana: el mismo escenario de siempre, nubles negras, transeúntes distraídos, pitidos de carros, anuncios que prometen la felicidad con una llamada o una hamburguesa. Mira de nuevo hacia atrás el número, no se ha movido. Suspira. Concentra de nuevo su mirada en la ventana. Nada ha cambiado. Observa detenidamente. Nada ha cambiado. ¿Seguro? Hay un punto verde en el horizonte. ¿Ha visto bien? Un punto verde en el cielo, ¿un ovni? ¡Una locura!, imposible. Debe ser un avión verde. El punto crece, ¿crece? No más bien se expande. Se alarma al ver que aquel verde terrible tiene la forma de una nube. Le dice a los demás con señas que algo no anda bien afuera. Ninguno de los pacientes le presta atención. El hombre del tapabocas hace una seña con los dedos que indica que está mal de la cabeza. La nube se sigue expandiendo. El hombre grita y agita los brazos. La gente lo mira sorprendido. Una de las enfermeras lo amenaza con llamar a seguridad. Nadie mira por la ventana, la sala parece estar extraída del mundo y sus trayectos imposibles. Era un cubo de lego que había sido reubicado.

La nube ha alcanzado varias edificaciones, se empiezan a escuchar los primeros gritos, algunas personas ante la invasión se lanzan desde las ventanas.  Al interior de la sala la señora embarazada sigue leyendo la revista, la madre con el niño intenta calmar su impaciencia contándole historias, el hombre del tapabocas entrecierra los ojos. ¿Cómo no se dan cuenta? Sabe qué se acerca el fin. Todos morirán. Decide esconderse en algún lugar donde pueda estar a salvo y, corriendo, pasa por entre las piernas de una enfermera y se esconde debajo de una de las mesas de la recepción.

La enfermera grita. El recepcionista le reprende y le pide que retorne a su puesto. El paciente no obedece. Muy molesto decide llamar a seguridad para que lo expulsen. Extrañamente nadie le responde a través del móvil. El hombre lo sabe, comprende muy bien que les pasó, la nube verde está cada vez más cerca. Alarmado se para y corre a través de los pasadizos. Ninguno de los presentes alcanza a reaccionar. Intenta abrir una de las salas, la de cirugía, pero las puertas no le responden. Molesto, golpea el cristal con todas sus fuerzas y cae arrodillado. En ese momento llegan varios enfermeros que intentan hablar diplomáticamente y calmarlo. El hombre les grita que, afuera, aunque no lo crean, el mundo, este pequeño mundo que habitamos, se está acabando, los humanos caen como piezas de domino en un juego de ángeles.


El enfermero hace un gesto cabizbajo y le incita a que continúe hablando. Mientras, al otro lado, por su espalda otro enfermero se acerca despacio.  El hombre intenta hacer un último gesto con su brazo, pero una inyección en el hombro le hace perder el sentido. Su cuerpo cae contra los enfermeros, que lo atan y lo ponen en una camilla. Lo retiran. El sujeto del tapabocas dice:


—     Era aquel loquito del 302, lo traen aquí todas las tardes para que intente socializar


La madre sonríe por su comentario. Todos se alegran de volver a su cotidianidad, sin irrupciones, sin violencias, sin asaltos imprevistos de catástrofes imaginarias.

¿Es el final que esperan no?

¡Pues no!

La niebla verde pronto se regó por el mundo, producto de las malas decisiones: de incendios intempestivos en la selva, de ensayos nucleares en lejanos desiertos, de plástico navegando inquietos por los mares, de petróleo que se riega en las quebradas cristalinas, de la oscuridad inefable que habita en la mano agrietada del hombre. El desenlace inevitable es la aniquilación, el juego de los dioses ocultos, que, cansados, lanzan su maldición sobre la tierra.

El hombre lo vio. Lo vio, pero ahora duerme.

sábado, 24 de agosto de 2019

LA REVELACIÓN AUSENTE




I.

¿Me creerían cómo pasó? Aún siento ese dolor. Aún vive en mí. Y antes de volverme completamente loco, de perderme en ese territorio donde las neuronas son una montaña rusa de desencuentros eléctricos, quiero dejar un registro de quién fui y de lo que queda de mí, ahora que todo se ha perdido. Todo empezó con un pequeño sangrado en una encía. “Gengivitis” decía mi madre señalándome con el dedo y, en un suspiro, me aseguraba que no me preocupara. “Lávate los dientes y usa la seda. Es por esas salsas que le echas al arroz”. Obedecí a regañadientes, subí las escaleras y entré al baño. Me froté una y otra vez la encía lastimada con el cepillo, un molesto dolor aparecía en cada frotación, en cada caricia de sus hebras. Aun así, insistí con un ánimo masoquista, no muy propio de mí. Apretando la encía. El resultado fue el mismo: dolor y sangre.

Decidí dejar descansar la boca, y echarme sobre mi cama, cerrar los ojos y pensar en los senos de Manuela. Eso me distraía. Me llevaría la mente lejos de ese dolor. La técnica parecía funcionar, por un instante, aquella molestia desapareció. Y, poco a poco, aquellas montañas salvajes fueron desplazando toda queja. Mi mano derecha apretó un poco el aire, pero no obtuvo resistencia. Cayó sobre la cama y mis ojos se cerraron lentamente. No me acuerdo que soñé ese día, quizás con algún río que se desbordaba y destruía un pueblo que se asentaba en sus orillas. Lo último que se veía era el enorme crucifijo de la Iglesia central engullido por la creciente infinita. Era, sin temor a decirlo, horrible.

Cuando me desperté, en la mañana, mi boca dolía peor que el día anterior y sentía en mi lengua ese sabor metálico tan característico de la sangre. Me levanté inmediatamente y me dirigí de nuevo al baño. El espejo me devolvió una imagen de pesadilla. Mis dientes estaban impregnados con una capa roja y la encía no paraba de sangrar. Horrorizado, de mi garganta intentó surgir un grito, pero en vez de ello se transformó en una fuerte tos, que me hizo doblarme en dos sobre el suelo. Mi madre subió apresuradamente y al ver mi estado se alarmó. Me preguntó si le había hecho caso con lo del cepillo, le dije que sí, me tomó del brazo y decidimos ir a urgencias odontológicas. Mi madre me bajó rápidamente por las escaleras y me montó en el carro. Me sorprendía esa habilidad de acróbata de circo ruso de esquivar obstáculos como floreros, puertas y muebles atravesados.

Ella prendió el carro y arrancamos. Recosté mi cabeza sobre la silla, intentando frenar la hemorragia, pero era inútil. Mi madre manejaba en silencio. La comunicación nunca fue nuestro fuerte. Así lo fue siempre, desde que era un pequeño muchacho, hasta ahora. A veces me preguntaba si era realmente su hijo. Hasta físicamente éramos diferentes: Ella tenía su cabello rubio y crespo, yo negro y largo; ella tenía un color de piel claro, yo era trigueño; a ella le gustaba el baile y la música; yo era más bien retraído y, en definitiva, un maniquí bailaba mejor que yo. Pero sobre todo, ella siempre tenía una respuesta para cada pregunta, sin importar cual fuese, yo tenía muchas preguntas, pero no me servía ninguna de sus réplicas absurdas. Por eso el silencio habitaba en aquel vehículo, que me llevaba a través de un paisaje urbano de edificios, carros y transeúntes teñidos de rojo.



Llegamos al hospital. Tenía ya un fuerte dolor de cabeza. Inmediatamente fui ayudado por algunas enfermeras que me llevaron hasta la zona de odontología. Allí me recostaron en una camilla y fui ingresado a una habitación blanca llena de elementos quirúrgicos. El odontólogo me miró con preocupación y abrió mi boca para examinarme más detenidamente. Algo debió encontrar allí, en aquellas grietas de hueso, algo que le sorprendió (y no gratamente), porque aquel odontólogo abrió la boca para gritar, pero su grito no pasó del tapabocas, que lo protegía de la indiscreción selectiva.  Hizo algunas indicaciones a las enfermeras y salió a toda prisa, como quien acaba de encontrarse con un fantasma o un asesino serial. Una de las enfermeras se encogió de hombros, la otra hizo una seña y me pusieron una inyección. Era anestesia. Como no podía ser de otro modo perdí el conocimiento.

Cuando volví a abrir los ojos me encontraba en un cuarto oscuro. Estaba sólo. Los médicos y enfermeras habían desaparecido. No sentía mis dientes y mi lengua. Seguía dormido. No podía saber si la operación había sido un éxito. Tampoco era capaz de moverme. Tenía algunas nauseas producto del volver de la anestesia. Quise llamar a alguien pero desde luego no podía hablar. Intenté mover las manos pero no tenía muchas fuerzas. La impotencia se apoderó de mí. No me gustaba enfrentarme ante la incertidumbre y la imposibilidad, me sentía indefenso, como un cordero ante un lobo en medio del bosque. ¿Dónde estaban todos? ¿y por qué tenía ese horrible presentimiento de que algo no iba bien?

La puerta se abrió y alguien encendió la luz. Un hombre, de barba blanca y unos enormes anteojos, se me acercó y me examinó lentamente. Su cara era bastante seria. “Malas noticias, amigo” anunció con un tono de voz pausado, pero seguro. “Hemos tenido que extirpar su boca”. Creí que no había escuchado bien, tenía que ser una broma. Es imposible extirpar la boca. Eso se sabía. Pero no pude hacer ninguna replica. No podía hablar. Levanté mi mano y toqué mi rostro. Solo sentía una venda que tocaba mi cara. No sentía mi boca. Pero ya no era efecto de la anestesia. ¡Realmente mi boca había desaparecido! Quise gritar, quise patalear, pero no podía. Aquel hombre me pidió que calmara. “Por favor, cálmese, con el tiempo se acostumbrara, lo hicimos para salvarle la vida”. Me levante, me fui corriendo al baño. Una enfermera intentó detenerme pero el doctor le hizo una seña negativa.

Llegué al baño, me quité la venda rápidamente. Estaba desesperado. La imagen que me devolvió el espejo fue impactante. Mi rostro seguía tal cual, pero la boca simplemente no estaba. Sólo había una pared de piel. Era como uno de aquellos fantasmas de las películas, un rostro sin aberturas, un monstruo de aquellos que aparecen en las noches para asustar a los infantes incrédulos y los hacen orinar en sus camas. El impacto fue tanto que, no pude aguantar, y me volví a desmayar. Cuando me desperté estaba de nuevo en la cama. A mi lado estaba mi madre, quien lloraba, y el doctor, quien me miraba fijamente. Poco a poco la desesperación fue dando paso a la depresión y la impotencia. No tenía energías. Simplemente los miré con desprecio. No quería saber nada: ni de mi enfermedad, ni sus falsos lamentos, ni del hecho que mi boca había desaparecido como un gusano en la tierra, a partir de ahora se me retiraba la palabra y se me condenaba al silencio sempiterno.

II.

Ha pasado un año entonces desde aquellos acontecimientos. A partir de allí debo decir que lo que siguió ha sido un auténtico infierno. Mi vida dio un giro, no de 180 grados, sino vueltas y vueltas como un trompo. Lo primero fueron los cambios en mis hábitos de vida: como un mudo me tocó aprender a comunicarme por señas, también todos los días tienen que conectar un tubo a mi garganta por donde introducen mi comida (¡Cómo extrañó el sabor de unos frijoles o de unas buenas pastas con bologñesa!). La boca no la pueden abrir, porque según los médicos, el mal permanece allí encerrado, una bestia que espera impaciente en su caverna. La gente empezó a llamarme el “sin boca”, el “careglobo”, “Mutante”, “el monstruo de la calle 36”, “el zombie”, “el extraterrestre del planeta Sinbocalis” y toda clase de epítetos. Los pocos amigos que tenía se habían alejado, poco disimuladamente, de mí. Extrañaba el sabor de los spaguettis, del helado de macadamia, del vino, de una carne bien asada. No salía casi de mi casa, y cuando lo hacía me acostumbre a usar máscaras para la parte inferior de la boca. Lo que motivo un nuevo apodo: “Sub-zero”. Pasaba largas jornadas de depresión recostado en mi cama, mirando al techo y, exigiendo a esa oscura divinidad que me había castigado, una explicación por mi dolor.

Pasaba mis días en el extravío. Sin rumbo. No tenía trabajo. No estudiaba. ¿Quién contrataría un tipo deforme como yo? Mi madre al principio simuló comprensión y ternura, pronto aquella actitud fue deviniendo una suerte de asco y resignación. La veía evitarme lo más posible, eran pocas las veces que cruzábamos nuestras miradas. Y aquella brecha que existía entre nosotros, se aumentó. Vivíamos juntos, pero a la vez, estábamos muy lejos el uno del otro, había un abismo infranqueable. Decidí abandonarlo todo y encerrarme. Pasaba tardes enteras leyendo libros o viendo videos en el internet. También me volví adicto a los crucigramas. Los crucigramas proponían un diálogo, una conversación, me preguntaban y por un momento sentía que respondía, que hablaba, que mi boca ausente invocaba la respuesta y quedaba allí impregnada en el papel. Eran, quizás, los últimos amigos que me quedaban.

¡Ay del silencio! ¿Cuánto se necesitaba para comprar una palabra? ¿Un grito? En medio de esta monotonía. Días que no tenían oídos, y se arrastraban, lentamente, como gusanos en el asfalto. Había instantes en que creía ver bocas: bocas en las paredes que se abrían y cerraban, pero que no emitían ninguna palabra, sólo sonreían burlonas. A veces parecían pronunciar algo, pero me costaba escuchar sus susurros. Mi propia cama eran dos enormes labios, dispuestos a abrirse y a tragarme a través de la abertura del mundo. Yo era un prisionero de aquel mutismo y quietud. Mi madre su cómplice. No teníamos visitantes. Ni el viento se atrevía a entrar por la ventana de mi casa. Quien no puede hablar está condenado al ostracismo y la vergüenza. Sin embargo: es curioso, y quizás esa sea la razón por la que no me suicidaba, a pesar de todo se sentía un fresco, como una suerte de revelación que esperaba ser escuchada. A veces, miraba de un lado al otro, escuchando atentamente y esperando las palabras precisas. Era un monje que habitaba en los bosques del silencio.

En esos pensamientos estaba cuando me llama mi madre. Voy a su habitación. Está enferma, recostada en su cama, tiene su rostro demacrado con dos enormes ojeras. Incluso en aquel momento evita colocar su mirada sobre mi rostro. ¡Qué tan lejos estamos! A pesar de que era mi madre no podía sentir lástima por ella. Ni siquiera por mí mismo. El mecanismo de la compasión se había atrofiado. Cierro el puño fuertemente buscando disimular la tensión. Ella me pide que por favor fuera al super y comprara una bolsa de leche, unas papas y una libra de arroz, ya que ella no tenía fuerzas. Simplemente asiento y me retiro. Voy y busco aquella máscara que busca disimular lo imposible. Odio salir, de hecho creo que llevaba un par de semanas sin hacerlo, pero morir de hambre no es una opción.

Trato de caminar por las calles rápidamente, pero es difícil no notar algunas miradas curiosas sobre mí. Ese teatro improvisado es lo que odio. No estoy preparado para la función. Acelero el paso. Finalmente llego al  súper que está a tres cuadras de mi casa, pero que para mí fueron muchos kilómetros. Es un súper pequeño atendido por un sujeto bonachón de bigote. Tengo suerte de que tan sólo hay dos clientes: uno es  una anciana de vestido de florecitas y la otra es una chica muy atractiva de gafas negras, más o menos de mi misma altura, un vestido negro y unas buenas tetas. No pude evitar mirarla. Pensé que me haría algún reclamo, pero la chica sólo sonrió y siguió agregando algunas cajas de cereal a su carrito. Decido no perder el tiempo, y rápidamente voy a seleccionar las cosas que necesito. Cuando llego, la chica de gafas negras ha desaparecido y el tendero bonachón, acostumbrado a verme un par de veces me sonríe con una falsedad, pero tras sus ojos detecto ese asco que habita en todos lo que me miran. Le entrego los billetes y me dispongo a irme. Él me dice que espere, que tengo un mensaje. Le miro asustado. Me entrega una hojita. Agarro mis cosas y salgo del Súper. Afuera, a buen recaudo, abro el mensaje. Dice: “Te espero en el baño. Tengo algo muy importante que decirte. Te conviene. Besos”, acompañado de una carita feliz.

¿Qué clase de broma de mal gusto es esta? Debía irme. No prestar atención al mensaje. Pero, ¿por qué ese mensaje de repente? Y si fuera la revelación que estaba buscando. No puedo evitar dejarme llevar. ¿Qué tenía que perder? La muerte hace tiempo había dejado de ser un riesgo para mí. Ese miedo se fue con mi boca, enterrada en algún tierrero, con mi lengua, llena de gusanos  de colores grisáceos, alimentándose de las palabras que nunca diré. Entro con decisión al súper, el tendero me miró con sorpresa. Me dirijo al baño y abro la puerta. No veo a nadie. Sabía que era una broma. Lo sabía. Decido acercarme al espejo y lavarme la cara. Froto mis manos con fuerza contra mis ojos. Cuando los vuelvo abrir algo ha cambiado. Unos brazos femeninos me abrazan la cintura. A través del espejo veo aquella mujer atractiva que horas antes había visto en la tienda. Todavía lleva las gafas negras. En silencio besa mi cuello. Creo estar en una suerte de sueño. Me vuelvo a frotar los ojos. No, no es un sueño. Ella es real y habita en el espejo y en mi piel que es tocada por sus manos juguetonas.
No puedo reclamarle. Así que intento hacer algún gesto de protesta frente a esa invasión inesperada. Ella río. Luego me dice: “Pobre tonto qué eres. No sabes lo mucho que he buscado a alguien como tú”. Hago una seña con los dedos que intenta reflejar torpemente la palabra “imposible”. “No lo entiendes verdad” dice acariciándome la cara. Niego con mi cabeza. “Tú tienes una ausencia, esperas una revelación”. La miré sorprendido. “Ahora te preguntas cómo lo sé. Pues bien. Ambos somos de la misma especie. Yo también lo he sentido. Ese viento que no respira. Los lagartos como tú y yo, que pierden su cola, necesitan de otro desgraciado, para que vuelva a crecer. Ambos somos la manifestación de la ausencia”. Diciendo esto se quitó las gafas. No pude menos que sorprenderme. Aquella mujer no tenía ojos. Al igual que mi boca solo tenía piel donde deberían estar. Parecía, en verdad, así, un visitante ajeno a este mundo, quizás un ángel o un espíritu de otro plano de la realidad. No caí ante el horror, seguía siendo atractiva para mí. Ella tenía razón: la ausencia nos conectaba.

Entonces ella se acerca. Me quita la máscara. Me dejo. Y besa aquel lugar donde alguna vez estuvo mi boca. Una descarga eléctrica invade mi cuerpo. Mis brazos la agarran. Es un beso profundo, increíble. Y, en medio de ese baño, húmedo y semioscuro, de un súper de la ciudad, siento que tengo boca otra vez. Aún quedan al menos dos palabras por decir.




sábado, 8 de junio de 2019

EL BAZAR DE LAS EXPLICACIONES




EL BAZAR DE LAS EXPLICACIONES

A pesar del calor, de encontrarme en el fin del mundo, rodeado de un océano de arena y ventisca, me pareció increíble encontrarme aquel mercado lleno de vida y beduinos solitarios. Ya me habían hablado de él, en Damasco, pero lo creía un mito, una historia contada por ancianas errabundas. Esperaba encontrar allí la respuesta a la pregunta que atormentaba mis días. Estacioné mi dromedario, que estaba cansado luego del largo recorrido, y pregunté qué era ese lugar. Uno de aquellos mercantes, un sujeto barbado y de ojos marrones, me aseguró que era El bazar de las explicaciones. No le entendí muy bien.

     Es muy sencillo— explicó—. Aquí habitan gran parte de las explicaciones del mundo, todas las que alguna vez fueron y las que serán, guardadas en pequeños pergaminos, reutilizadas una y otra vez y clasificadas sabiamente por temáticas
     Sí eso es así— pregunté torpemente y buscando generar sorpresa—. Entonces ustedes deben tener una explicación a la pregunta fundamental: ¿por qué existimos?
     Las tenemos todas— dijo sin inmutarse—: por una deidad ebria, por el azar de un universo maldito, por el eructo de un gran elefante en el desierto, ¿cuál quiere?
      La verdadera.

El mercader abrió los ojos de par en par. Luego no pudo evitar reírse. Se quitó con un movimiento rápido el sudor de su frente y continuó:

     Me temo que usted no entiende. Nosotros no vendemos verdades. Ya existe una verdad y está en el libro del profeta, bendito sea su nombre, las explicaciones no pretenden ser verdaderas, ni tampoco obedecen a un patrón ético. Son simplemente explicaciones, miles de ellas, listas para ser usadas en cada ocasión.
     Es absurdo.
     ¿En verdad piensa eso?— dijo guiñándome el ojo—. ¿Y si le vendiera la explicación adecuada para explicarle a su mujer porque aquel 12 de octubre se encontraba con la mujer de vestido rojo? ¿o la explicación de por qué llegó una hora tarde al trabajo el día de ayer? ¿o la explicación que debe a su hija, la niña pecosa de ocho años, para aquellas preguntas incomodas sobre sexo? ¿o una explicación apropiada para zafarse de una aburrida pregunta en una conferencia de algún molesto pseudo-intelectual? ¿o una explicación de por qué precisamente hoy, 23 de mayo, está usted aquí, en medio del desierto, alejado del mundo?
     Esa la tengo
     Tal vez…pero no nos quedemos en estos detalles insustanciales. ¡Mire!
Aquel beduino me llevó por todo el bazar. No mentía, aquel lugar estaba lleno de tiendas con muchos pequeños cofres con pergaminos, cada uno de ellos marcado de acuerdo a criterios temáticos. Más sorprendente aún fue encontrar que las tiendas tenían varios clientes y que no era el único visitante. Observé detalladamente los cofres, algunos mercaderes me dejaron ver. Los clientes preferían ocultar su identidad tras algún trapo o velo, sentían vergüenza, como si estuvieran en una tienda de artículos eróticos. Me sorprendió ver que muchos de los compradores los recordaba de la tv o los medios de prensa escritos. Eran políticos y funcionarios importantes de países lejanos.

     ¿Por qué se sorprende querido amigo?— dijo el beduino—. El poder se sustenta en juegos de palabras, en explicaciones, y entre más efectivas, verosímiles y bien argumentadas mejor. Nosotros tenemos una tienda especializada en explicaciones bien razonadas. La mejor del país.

Seguimos recorriendo el bazar y haciendo algunos recorridos en círculo, me sorprendía ver las diversas temáticas: Política, sexo, religión, metafísica, deportes, defensas, negocios, astronomía, hasta ovnis estaban allí.

     Ya veo que han intentado cubrir todos los frentes— dije—. ¿de dónde salen las explicaciones?
     Somos artesanos de las palabras, medio poetas, aunque más pragmáticos y menos idealistas, al igual que el alfarero, nosotros sabemos como trabajarlas. Es un conocimiento que se ha pasado de generación en generación. El bazar de las explicaciones existe desde la antigüedad, dicen que el mismo Alejandro el Grande, compró un par de explicaciones dedicadas a sus soldados, cuando pretendía llevarla a la India en una campaña suicida.
     Pufff, son todo patrañas. Probemos: si le pregunto, ¿por qué el cielo no cae sobre nuestras cabezas?, ¿tendrá una explicación guardada en sus pequeños cofres?
     ¡Claro! Sígame.

Nos dirigimos a una de las tiendas, cubierta por una tela rojiza desgastada. Allí el mercader estuvo un momento inmerso en la búsqueda y luego de unos minutos nos tendió tres cofrecitos sellados y empolvados.

     ¿Tres?
     ¡Claro!, ¿qué explicación quiere? ¿la religiosa, la poética o la científica? ¿la que daban los antiguos egipcios cuando copulaban Geb y Nut? ¿el hecho de la existencia de una atmosfera separada del planeta? ¿o simplemente que el cielo es un eterno enamorado de la tierra e, introvertido, no sabe cómo cortejarla.
No pude evitar reírme.

     Ya, ya, pero a mí sólo me interesa una explicación. Solo una y quiero que, si se encuentra en este bazar, me la pase.
     ¿Cuál?— preguntó curioso el hombre
     Quiero saber por qué no tengo un hogar, por qué llevo años y años caminando a través de bosques, montañas y valles, por qué siempre que intentó establecerme en un lugar algo sale mal
     Hummm… le recuerdo que nosotros no vendemos verdades
     No importa. Servirá para consolarme y además usted mismo dijo que algunas veces, por azar, surgían verdades.

El mercader se quedó un momento pensativo rascándose la barbilla. Su silencio me sorprendió.

     No creo que en estas tiendas encuentre algo que le satisfaga

Suspiré resignado. Pero luego continúo:

     Creo que tengo lo que necesita. Necesito que me siga y, sobre todo, le pido que no le cuente lo que va a ver a nadie
     Lo prometo— dije sin dudarlo.

Salimos de las tiendas. El bazar estaba en una pequeña aldea en medio del desierto, que tenía un oasis y un pozo de agua que, a duras penas, lograba satisfacer las necesidades de la corta población. Afuera de sus casas solo se veían hombres, unas pocas mujeres cubiertas de negro y un solo niño que jugaba con la pelota contra una pared. Seguí al mercader por fuera de la aldea. El sol estaba en su cenit y, a pesar de estar protegido, aquel calor me hacía desear lanzarme en el primer charco que apareciera sobre la arena. Llegamos, luego de un corto camino empedrado, a lo que parecía ser un pozo, una abertura en la tierra de corta profundidad, estaba llena de pergaminos y papeles diversos.

     ¿Qué es esto?
      Es el pozo de las explicaciones perdidas. Aquí echamos todos nuestros productos fallidos, aquellas explicaciones que nadie desea
     ¿Y por qué me trae aquí?
     Por qué la explicación que usted busca está ahí
     ¿Está usted loco?
     No, no. No lo estoy. Hace unos días un joven mercader, un novato del oficio descartó una explicación sobre el hogar, recuerdo haberla escuchado. Creo que cometió un error. Pero me aseguró que a nadie le interesaría. Bien, no somos perfectos, a veces nos equivocamos. Debería intentarlo. Métase al pozo y búsquela
     Es una locura
     Es su única oportunidad— dijo mirándome fijamente.

No perdía nada con intentarlo, quizás sólo algunos minutos de mi tiempo. Así que, animado por el mercader, me lancé al pozo a buscar la explicación perdida. Me sumergí en una multiplicidad de pergaminos y papeles escritos. Leía, pero todo me parecía incoherente, otros eran argumentos pobres, otros sencillamente no tenían sentido. No encontraba ninguno que se asociará con mi hogar. Estornude por la acumulación de polvo y arena. El mercader me miraba desde arriba, curioso, como esperando. Me volví a sumergir, esta vez más profundo. Seguía sin encontrar algún papel o pergamino que sirviera, era un cerdo sumergido entre palabras. Justo cuando pensaba esto escuché un sonido, como un chasquido, que provenía de las profundidades. Empecé a temblar. Algo no andaba bien. Era momento de retirarme. Intenté volver a subir, logré asomar mi cabeza y uno de mis brazos. Pero algo me sujetó la pierna y no me dejaba ascender. El mercader me sonreía.

     ¡Qué pasa!— le exigí —Ayúdeme
      Ya lo he hecho
      ¿De qué habla? ¡Le exijo que me saque de aquí!
     Usted quería un hogar, se lo he dado. Aquí no tenemos verdades, eso lo sabe, pero si nos compadecemos de nuestros clientes
     ¡Esto no es ningún hogar!
      Nosotros los artesanos de palabras sabemos que hogar es una palabra, una construcción como cualquiera. Su problema es que no ha querido poner el primer ladrillo. Se niega a aceptar esa posibilidad. Sus piernas lo llevan a evitarlo. Yo le ofrezco la forma en que esas piernas no caminen más y al fin encuentre lo que añora
     ¡Déjeme salir! ¡Pagará por esto!
     Salude a la mascota del Bazar, ¡La señorita Alcalá!

La señorita Alcalá resultó ser una serpiente de enormes proporciones, asomó su rostro por encima de papeles y pergaminos y escuché con horror el sonido zigzagueante de su lengua. No podría escapar de ninguna manera. Mientras la sierpe me engullía comprendí con horror a qué se refería aquel hombre, mi nuevo hogar sería el estómago de la serpiente: una prisión de escamas. Me dejé llevar, acepté la situación resignado. No era comida. Era un nuevo habitante de aquel pueblo.
Y es aquí, desde donde, sin explicación, en un acto inútil, escribo estas líneas.