Despedida de la Maga

Despedida de la Maga

Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


lunes, 29 de julio de 2013

El cocinero de libros


Lo conocí un día que volvía del colegio. Caminaba a través de la calle pendiente rumbo a mi casa con la mochila al hombro. Estaba sola, pero había algunos transeúntes. Nunca me había pasado nada peligroso. La bajada se me hacía lenta y monótona, escuchaba “Resistance” de Muse a todo volumen en mi pequeño mp3. En mi boca el chicle que llevaba ya me parecía insípido. Lo boté en una caneca que estaba en un poste de luz. Y entonces le vi, sentado en una pequeña banca: un hombre anciano, de gafas y sombrero negro. Estaba vestido con un viejo abrigo café y fumaba una especie de pipa de madera. Me miro con curiosidad. “¿Te gusta el chicle?” Me pregunto atrevido. No le respondí. No solía hablar con extraños. Mi madre me había advertido de viejos pervertidos que andaban por ahí caminando, viejos que buscaban muchachas jóvenes con oscuras intenciones. “Pero que descortés” insistió el viejo. “¿Perdón?” pregunte quitándome los audífonos. “¿No le enseñaron a responder a sus mayores jovencita?”.  Me quede como ensimismada, me había tomado por sorpresa. No supe que responder. Otra simplemente hubiese seguido su camino, pero yo no fui capaz.

El viejo echo a reír. Su risa era contagiosa, yo misma no pude evitar sentirme sumergida en su red de carcajadas. “No me hagas caso. El silencio siempre será una respuesta válida”. Por alguna razón sencillamente no podía desconfiar de él, me trasmitía una sensación de tranquilidad y de curiosidad extrema. “Ahora respóndeme” me dijo “¿Te gusta el chicle?”. “No Mucho”, le respondí. “los chicles son buenos si son samseanos, transforman tu boca al instante. Pero hay comidas mejores, veamos…” dijo y se puso un dedo en el mentón. Yo no entendía de que mierdas hablaba. “¿Alguna vez has probado Espaguettis Hamletianos con salsa alephica?” dijo animado mientras inhalaba un poco de su pipa. Pensé mi respuesta. Definitivamente estaba chiflado, no podía ser de otra forma. No hubiera salido con algo tan incoherente si no fuera así. No obstante, parecía bastante serio cuando hizo esta afirmación.  ¿No era Hamlet aquel príncipe de Dinamarca que aparecía en los libros de Shakespeare? No sabía que era alefico. Sin embargo, el viejo había despertado en mí una notoria curiosidad. “No nunca he probado” dije. “¿Te gustaría probar?” dijo rascándose su cabeza. “No lo sé”. “¿o quizás habrás probado sopa de rayuela con un poco de Faustiana?” dijo sonriente. No sé por qué al imaginarme una sopa de rayuela, me imagine una sopa con letricas como las que me daba mama. Este viejo debía ser quizás un cocinero excéntrico.

“Ven conmigo y te enseñare algunos de estos manjares” dijo inhalando de nuevo. Aunque la tentación y la curiosidad eran grandes, supe comportarme como es debido. “Mis padres no me dejan irme con extraños” dije desviando la mirada, pues no podía aguantar observarle a los ojos por mucho tiempo. El viejo me miro un momento pensativo. Luego pareció dar con una idea. “¿Tienes su número? Dame su número de celular hablo con ellos y así podrás venir conmigo”. Se lo di. El llamo por su celular y estuvo hablando un rato con mi padre. No escuche muy bien de que hablaban, pero parecían estar enfrascados en una conversación importante. ¿Sería conocido de mi papá? Nunca lo había visto en mi vida. El viejo me paso su celular. Era la voz de mi padre. “Ve con él hija, creo que tiene algo muy interesante para enseñarte. Hablamos cuando llegues a casa”. Suspire. Mire al viejo y este me guiño el ojo. Le dije que le seguiría.

El  asintió y me señalo con su dedo un camino que empezaba a la derecha de la calle. Luego se dirigió hacia allí sin dirigirme palabra alguna. Motivada por la curiosidad y el permiso de mi padre, quien normalmente era poco persuasivo con esta clase de cosas, lo seguí por el camino. Caminamos un rato en silencio. El viejo no hablaba, solo le daba inhaladas a su pipa. Luego de cuatro o cinco se cansó y la guardo. Empezó entonces a tararear una melodía pegajosa de una canción desconocida. Yo no podía dejar de mirarle. Como si esperara que en algún momento volara o se esfumara del lugar. El camino pasó en un momento de ser una calle a ser un sendero de rocas. Estábamos saliendo un poco de lo que consideraba la civilización e internándonos en una de las tantas montañas y lomas de mi ciudad. Me asuste un poco, pero el viejo seguía confiado. El camino seguía recto con algunas pocas desviaciones. Poco a poco dejaban de verse pequeñas casas, con enormes perros melenudos, para pasar a un camino más salvaje con la sola compañía de algunos insectos y pájaros atrevidos.

No pude evitar preguntarle al viejo si vivía muy lejos. Me dijo que no, que ya faltaba poco. Luego me pregunto que si me gustaba el cole. Le dije que me aburría mucho. El viejo se lamentó. Luego indagó si me gustaba leer. Le dije que había leído poco. Me pregunto por mi libro favorito. Le dije que el principito de Saint Exupery, mi madre solía leérmelo con frecuencia cuando era más pequeña. El viejo hizo un comentario extraño acerca de lo ricas que eran las albóndigas principescas y de la vez que había encontrado un elefante en su sombrero. De nuevo no entendí a que se refería. El camino parecía empezar a descender un poco, a través de un camino rodeado de arbustos y zarzales, para finalizar en una pequeña casa en forma de torta con una chimenea. Parecía salida de algún cuento.  Supuse que era la casa del viejo. Al llegar un menino maulló y se acercó. El viejo se agacho y lo consintió. El gato puso una cara de notable felicidad.

El gato se llamaba Kafka y era gordo y peludo. Pronto me di cuenta que esa no era la única particularidad en la casa del viejo. La puerta de entrada estaba algo desbarajustada en comparación con su marco. Al entrar, había un laberinto de libros unos sobre otros. Algunos de ellos cubiertos con bastante polvo. El piso estaba lleno de hojas sueltas, algunas rotas y corroídas. Se me hizo difícil pasar. Lo más extraño era el olor, no era olor a viejo sino a restaurant fino, lo cual hizo que mi pequeña panza sonara en tono de aprobación. En la pared había un cuadro colgado. No recordaba haberlo visto. Era un hombre obeso con vestimenta renacentista leyendo un libro. Abajo del cuadro decía: Le philosophe lisant –Chardin. No sabía mucho francés así que no sabía a qué se refería. La cocina era bastante amplia y contrastaba poco con el resto de la casa, estaba llena también de papeles y utensilios de cocina fuera de lugar. En el centro se encontraba una mesa larga, limpia y con dos platos blancos vacíos. Irónicamente el único sitio organizado en toda la casa. Al lado hacia la izquierda, había una pequeña puerta cerrada que parecía ser el baño. Había en una esquina una pequeña vitrola para poner LPS, me pareció reconocer los nombres de Schubert, Piazzola y Queen.  La cama era algo pequeña y estaba mal tendida. Algunos papeles enmarañados y enroscados se acumulaban a su alrededor. Suspire. Era un caos. Su casa era como un laberinto sin puertas ni forma, un laberinto de libros y olores fuertes, un contraste de polvo y sabor. 

Una hoja de papel voló sobre mi rostro. Leí: “Pero yo no le vi la cara, sólo su sombra que atravesaba el local. Una sombra sin metáforas, vacía de imágenes, una sombra que solo era una sombra y que con eso tenía más que suficiente” (Bolaño). “¿Te gusta” me dijo el viejo “Si. Pienso que una sombra en realidad es solo eso. Una sombra. No le encuentro nada particular. Aunque ciertamente es una imagen que me llena de desesperanza”. El viejo me miro un momento pensativo, luego dijo: “La esperanza o la imagen de la esperanza pequeña mía es algo que debes cocinar tú, la sombra es sombra porque tú quieres verla como tal ponle un poco de condimento y color, sírvela en un plato de estrellas y dime si sigue siendo lo mismo”. Lo mire sin saber que decir. El viejo me sonrió. “Siéntate y ponte cómoda” dijo y luego se dirigió a la cocina. Tomo algunos utensilios y empezó a cocinar. ¿Qué era eso que cocinaba? No alcanzaba a ver bien. Me acerque un poco y lo espié. No pareció importarle. El hombre se había colocado un gorro de chef y con su cuchillo cortaba algo. ¿Que era? Me acerque un poco más. ¡Estaba cortando libros! ¡Aquel hombre cocinaba libros! Al principio me costó conectar ideas pero entonces lo entendía todo. Aquella invitación. Aquellas extrañas recetas que parecían venidas de otro planeta o realidad. Lo primero que se me ocurrió es que estaba loco y que debía salir de allí. Pero, ¿Cómo podía cocinar con libros? La curiosidad me venció de nuevo. El hombre sostenía a su alrededor tres libros y lo que parecían ser unos sobres de spaguettis. Los abrió. Los metió en una olla grande y allí le pico algunas hojas de un libro. Este parecía ser el Hamlet de Shakespeare. Mientras en otra mezclaba el contenido de otro de los libros con tomate y cebolla. Decía “El Aleph” y su autor era Jorge Luis Borges. Mire incrédula, frotándome los ojos sin entender que estaba pasando.

“Adelante, acércate más” Me dijo el viejo. “¿Está usted loco?” Le pregunte. “Tal vez. Pero las mejores ideas nacen de mentes no sanas, ¿Sabías eso?”. Luego saco otro de los libros que parecía pertenecer al Marqués de Sade. “Ah” dijo “esto le da un poco de sabroso picante” y le pico unas pocas páginas. A Sade si lo conocía, de solo recordarlo no podía evitar sonrojarme. Lo había leído una vez con unas amigas en secreto en la biblio del cole. El viejo siguió cocinando como si nada. Mientras tarareaba una alegre canción que hablaba de barcos, chefs y amores portuarios. Luego le echo un condimento desconocido de un tarrito. Yo aún no me decidía que hacer. Si salir corriendo o esperar a ver con que sorpresa podría salirme aquel viejo chiflado. Al final saco el agua de las pastas y lo mezclo todo, le agrego también un poco de queso parmesano. Tomos los dos platos de la mesa y sirvió. Saco una botella de vino que acaricio con cariño y sirvió dos copas. Luego me invito a sentarme y a disfrutar de su manjar libresco y exótico.

Ni loca como eso, pensé. Debe tener polvo de cucarachas e insectos. Hice una negativa con mi rostro. “Vamos solo prueba. Si no te gusta lo dejas”. Lo mire con detenimiento. No, no podía comer eso. “Por mi” dijo guiñándome el ojo. Me di cuenta que el viejo insistiría una y otra vez. Que aquella invitación se reducía a esto. Tome pues mi tenedor y mi cuchara, agarre unos cuantos tallarines y me los metí en la boca. El sabor que sentí entonces es algo que me quedara grabado para siempre. El plato era terriblemente delicioso. Su sabor de multiplicaba en mi boca, seguía rutas diversas. Mi lengua moría de placer asesinada por sus tallarines principescos. Su salsa me hacía recorrer todos los sabores ricos que alguna vez había probado en uno solo: helado, crema de maní, torta, chocolate, carne, pescado, morrón, hamburguesa, queso, pizza, salsa y podría seguir. ¡Curiosamente no molestaba, ni chocaban el uno con el otro!.

“Esta delicioso” dije “Es usted un genio”. El viejo me sonrió y comía muy satisfecho. “Vaya, Es un honor que una jovencilla tan linda y pila como tu aprecie mi comida” dijo sonriente. El gato se acercó coqueto con el objetivo de obtener algo de aquel plato. “No, Kafka, esto no es para ti. Hace poco te serví comida en tu plato” El gato maulló en protesta “No, no, aún estoy de duelo por la lata de atun macondiana que te comiste la semana pasada”. Me reí con su comentario. Comí animadamente. El viejo me pregunto de mis amigos. Le respondí más desenvuelta. Le dije que tenía pocos y le reafirme que el colegio me aburría terriblemente. Luego me pregunto por mis sueños. Le dije que quería ser odontóloga algún día como mi padre. Bromee con el hecho de que si pudiera recomendaría una dieta a base de libros como la que él preparaba. El viejo rio. Le dije que además me gustaría viajar por el mundo, conocer Paris y quizás un bello francés que me leyera poemas al lado del Sena. Me sorprendió lo rápido que estaba entrando en confianza con aquel desconocido. Me di cuenta que hasta ahora no sabía nada más de él. Decidí arriesgarme y le pregunte quien era, de donde venía y como había aprendido ese arte. La sonrisa del viejo decayó. Me miro triste. “¿Yo? Vivo hace mucho tiempo solo en este lugar con Kafka”. “No hablara en serio”, le dije, “Usted debe haber tenido muchas novias o amantes, cualquier mujer caería desmayada con su cocina”. El viejo sonrió. “Bueno, ¿quién sabe? Aunque si recuerdo una. Una que tenía ojos pequeños como dos rubíes y una sonrisa que aún tengo grabada en el lienzo de mi memoria”. “¿Qué paso con ella?” pregunte. El viejo suspiro y dijo: “Murió”. Lamente haber hecho esa pregunta. “No te preocupes”- dijo el viejo. “No me molestas, aunque debo reconocer que eres una jovencita bastante preguntona y curiosa”. Agache la cabeza. “Haces más preguntas que un niño en una Iglesia”. Me volví a reír. “Eso es bueno. Significa que aún no has perdido el espíritu indagador y crítico que cada vez es más escaso en estos días”.

Luego se paró. Se acercó a la vitrola y coloco un viejo vinilo. Empezó a sonar una melodía alegre y movida. No reconocía que clase de música era, así que decidí preguntarle. “Es una milonga” dijo y luego me tendió su mano. “¿Me concede esta pieza señorita?” “Pero si no se bailar” argumente. “No se necesita aprender para hacerlo. Bailar no es algo que se aprende, es algo que nace del cuerpo y se reproduce en las piernas, como un vértigo, como un rayo, sin límites, ni condición”. “Bueno, si lo pone de esa manera”. Me pare y empezamos a bailar. Era una música atractiva, fascinante. Al principio nos movíamos despacio.  Poco a poco me deje llevar de la música y me deje guiar un poco por el viejo. Aquel hombre parecía en verdad muy feliz con aquello. Como si tuviera un momento pequeño de alegría en mucho tiempo, un momento de paz. Yo también me sentí feliz. Aceleramos el ritmo. Bailamos y bailamos. Dimos vueltas como trompos. Nos abrazamos y aquella música antigua y desconocida se apodero de mí. Fue un baile divertido y extraño. Nostálgico y Bello como una vieja estampa de otra época. Simplemente enigmático e indescriptible.

Hubiera querido seguir así el resto de la noche que apenas comenzaba. Pero llego el momento de irme. Por qué se hacía tarde. Salimos de la casa y Kafka maulló como en tono de despedida. Le acaricie la cabeza. El viejo me acompaño hasta el lugar donde debía tomar el bus. Nos fuimos todo el recorrido conversando. Yo le hacía muchas preguntas. Le pregunte de que planeta venia. Me respondió: “Mira yo vengo de aquel planeta donde las personas ya no  se comunican de frente sino con parásitos móviles. Vengo del planeta donde una cruz vale más que un abrazo y un beso menos que un billete de papel.  Vengo de ESE planeta donde los políticos se parecen a changos que se creen pájaros y bailarinas semidesnudas muestran su trasero en la tv”. No pude evitar reírme con aquello. “Creo que conozco ese planeta” dije. “Tal vez no. Te sorprenderías lo que aún nos queda por conocer”. Así llegamos a la parada del bus. Me despedí con tristeza del viejo y le agradecí el gesto de invitarme de todo corazón. Para mi había sido una tarde mágica. El viejo hechicero me dijo que en agradecimiento solo quería una sonrisa. Así que le di la mejor. Mientras me subía al bus, el viejo se quitó su sombrero e hizo una reverencia. Me recosté contra la ventana y me puse a recordar la comida y el baile. Me sorprendí a mí misma riéndome, cuando recordé algunos gestos del anciano. Me di cuenta que quería volver a ese lugar.

Cuando llegue a casa intente hablar con mi padre sobre el viejo. Respondió como frases ambiguas y evasivas. Dijo estar cansado y se fue a dormir. Me fui entonces a la cama y me dormí pensando en libros que se echan al fuego y se convierten en tallarines deliciosos. En libros que comen cerebros humanos en venganza por su sufrir. En libros que juegan en pequeñas cuerdas a saltar y evadir el tiempo. En libros que quiero leer antes de morir. Al otro día, me desperté y fui al colegio. Deseaba que la tarde terminara rápido para volver. Me la pase haciendo pequeños aviones y dibujando rayas en mi cuaderno, esperando la oportunidad de volverlo a ver. ¿Estaba enamorada?, absurdo. Era un viejo. Nada de eso. Era como la sensación que sientes cuando ves a tu abuelo luego de mucho tiempo, una sensación a girasoles blancos que nacen en un campo pardo, de un color brillante que se perdió, pero que aún sigue allí.  Tocaron al fin la campana de salida y salí presurosa sin despedirme. Esperando encontrarle una vez más. Corrí hacia la banca donde estaba el día anterior. No estaba allí. Me imagine que estaba en su casa. Así que me metí por el camino que había recorrido y corrí hasta su casa. Lo recordaba como si lo hubiera soñado, se me hacía vago y no recordaba algunas partes. Pero me era extrañamente familiar y al final pude guiarme sin problema. Llegue al lugar y me lleve una triste sorpresa. Me frote los ojos, era imposible creer lo que veía. La casa…No estaba ¡No había casa en forma de torta! ¿Dónde se había ido? No era posible. ¿Y si había sido un sueño? No. No era un sueño. Mi padre había hablado con él. Lo recordaba muy bien. No era un sueño me repetí. Pero, ¿Dónde estaba la casa? ¿Dónde estaba Kafka? ¿Dónde estaba el viejo hechicero? Se había evaporado. No quedaba ninguna huella. Ningún rastro de su sonrisa coqueta y su confortante voz.

Mire a mí alrededor por si había tomado el camino equivocado. Pero no era posible. Era ese el lugar donde estaba la casa en forma de torta, no lo había soñado. Mire triste. Pero no tenía nada más que hacer en ese lugar, así que me retire. Me fui a mi casa en el colectivo pensando en silencio. Recosté mi cabeza sobre la ventana. Empezó a llover. En vano pensaba que podía haber pasado y como una casa se evaporaba de un día para el otro. Sencillamente no había explicación. No pude evitar que se le salieran las lágrimas. Había creído encontrar en el viejo un buen amigo. Uno único. No pude evitar llorar. Me sentía frustrada, sola. Puse mi cabecita en mis brazos y me quede dormida. Así llegue a la casa. Espere a la noche a que regresara padre. Esta vez le indague con más fuerza sobre el viejo. Mi padre suspiro y me miro triste, al fin se decidió a hablar. Me conto que el solo había visto al anciano una sola vez en su vida, cuando tenía más o menos mi edad. Que había sido una experiencia única. Que le sorprendió escuchar su voz en el celular, de darse cuenta que aún vivía. Pero que no sabía dónde habitaba. Cuando él lo había visto en otra época, lo había encontrado en un lugar diferente de la ciudad. En la misma casa en forma de torta y con el mismo gato. Yo le dije que eso no era posible. El me miro y me dijo que él tampoco lo entendía. No pude evitar contener las lágrimas. Me consoló y me dio un abrazo. Me dijo que la vida seguía y luego se fue a dormir.

No pude dormir esa noche. Soñé con un monstruo hecho de oscuridad que comía libros, gatos y tortas. Fue horrible. Me desperté al otro día y fui al cole. El día se me hizo monótono y gris. Mis amigas intentaban conversarme. Pero poco dialogo les daba. Luego de insistir un rato y ver que yo contestaba seco y con monosílabos, se rindieron. Decidí buscar un espacio donde pudiera estar sola, donde me dejaran en paz, al menos por hoy. No quería ver a nadie. Llorando me puse a dibujar. Intente dibujar al viejo. No fui capaz. Ninguno de los dibujos me parecía lo suficientemente bueno. Siempre que llevaba más o menos el dibujo en la mitad. Rasgaba la hoja y la tiraba en una caneca cercana. Era su sonrisa lo que más me costaba dibujar. Al momento de estar allí, llego una pareja de novios y se hizo cerca. Empezaron a besarse y a decirse cosas cursis que entraban en el cliché. Me aburrí de aquella escena de mal gusto y decidí buscar otro lugar. Pero no sabía a donde ir, no sabía dónde perderme. No sabía dónde podría curar esta ausencia que hoy me lastimaba como un hueco en el estómago, como una pequeña mariposa que volaba lejos y se dirigía a las montañas, desplazándose con el viento hasta desaparecer.

Decidí entrar a la biblioteca. Allí solo había una estudiante obesa que solían molestar en clase. Estaba leyendo “las aventuras de Hunckleberry Finn” de Mark Twain. Me miro asustada. Como si temiera que me fuera a acercar a ella. No lo hice. Me senté en una mesa aparte. Decidí buscar algo que tuviera que ver con el Aleph. Con aquel delicioso plato que había probado.  Encontré el libro que el viejo había cocinado: El Aleph, de Jorge Luis Borges. El tal Borges resultó ser un escritor argentino de cierto reconocimiento. Leí atentamente su libro. Tenía varios cuentos. Todos bastante fantásticos y en algunos casos, no encontraba la palabra para describirlos, delirantes creo que es la más acertada. El aleph en específico, trataba de un sujeto que tenía una especie de orbe o cosa en su sótano muy especial. “Un punto que contiene todos los puntos del universo” decía el texto. Un sabor que contiene todos los sabores. Ahora entendía aquello de la salsa alephica. Yo la había sentido. Pollo, carne, pescado, pasta, lentejas, frijoles, cebolla, ajo, morrón, pimienta, tomillo, tomate, chicle, helado. Una salsa con todos los sabores en uno y uno en todos los sabores. Todo estaba allí. Yo lo había probado, lo había sentido en mi paladar.

Entonces comprendí. Comprendí lo que el viejo había querido decirme. La razón por la cual se me había aparecido en la tarde del día anterior. Ese era el mensaje. Al final el sabor seguía allí en cada libro, en cada página. El ojo era a la vez una lengua que saboreaba las letras y cada historia. Eran sabores que podían despertar todos nuestros sentidos. Generar una explosión de placer. Comprendí también que un libro que no se saboreaba era un libro vacío, que no servía. Por ello, la gente no leía, porque no sabía encontrar los sabores. No sabía alimentar su cerebro de magia y poesía. Su paladar no estaba acostumbrado. Era un gusto adquirido, un placer por construir. Extrañaba al viejo, pero comprendí cuál era su intención. Quizás fue sólo un ángel, una aparición, un hechicero venido de otras épocas, que capturo el instante en una olla y lo sirvió en un plato de tallarines con carne de papel. El me había iniciado en aquel camino, no había retorno, no podía volver. Así que tome el libro de Borges y lo abrí en una página al azar. Saque mi lengua, me saboree los labios y empecé a leer.

sábado, 27 de julio de 2013

Marumbá





Marumba, Marumbá, preguntan quién soy
Marumba, Marumbá, un solo nombre y una canción
Soy el disparo que cegó la vida Pablo en una mañana de diciembre
Soy el espíritu que recibió a la Storni cuando se lanzó a las profundidades del mar
Soy la lluvia que Cortázar creía que te calaba los huesos
Soy la verdad que no se ha escrito y nunca llegara
Soy el Daemon que le hablaba a Socrates en sus noches de pesadillas
Soy un revolucionario en los setentas, que muere en la selva en un charco de sangre y suciedad
Soy un travesti dominicano de Once que te guiña el ojo coqueto y atrevido
Soy tus ojos que se estrellan levemente con un beso y una caricia de mi voz.
Soy el futbolista brasileño que metió un golazo de tiro libre en Italia noventa
Soy el otro nombre de Asterión cuya casa es un laberinto y su meta la redención
Soy un caniche alienígena que se mea en tu puerta burlonamente
Soy el olvido y el abismo, el enigma del adiós
Soy la musa que con sus senos puntiagudos inspira a Baudelaire y su mirada ebria
Soy el angel caido que cambio el cielo por putas y juegos de azar
Soy un volantero del abasto, repartiendo volantes a confeccionistas bolivianos
Soy el último suspiro antes de que se pierdan los ventiun gramos que conforman el alma y su frágil eternidad
Soy un muñeco vudú haitiano que representa a Trujillo con cientos de alfileres
Soy la amante rubia que le robo el significante fálico a Lacan
Soy un gordo que colapsa con una bicmac de carne de cartón en Mcdonalds
Soy el vodka, eterna cura y amigo de noches de despecho y soledad
Soy un judío que en una cámara de gas recuerda una canción de cuna
Soy una arepa servida al desayuno con mantequilla, quesito y sal
Soy aquel otro Daniel que me responde en el techo en mis veladas taciturnas
Soy la fotografía con telarañas en la repisa de una sala burguesa de una casa abandonada
Soy la sombra con muchas patas de Kafka en una noche de invierno
Soy Peralta quien monta a la muerte en un aguacatillo, condenándola al olvido, la lluvia y el deshonor.
Soy la flauta de Ian Anderson convocando los espíritus de los leprechaums y a Dioniso
Soy Dracula cuando se encontró ante la belleza verdadera y tuvo su último dilema moral
Soy una colilla de porro fumado lentamente en una noche de juerga
Soy el orgasmo que llega en la última penetración, donde explotan las estrellas y se pierde la subjetividad.
Soy la bailarina que mueve su culo en un programa de Tinelli o Don Francisco
Soy un niño que pregunta a su madre por el sexo, la muerte y la verdad
Soy una herida en el mar, allá en el umbral de lo profundo
Ese Umbral del mar, que es marumbral,
Y que en idioma lunfardo y paisa
Se convierte lentamente
En un eco y una voz profunda,
De nombre marumbá.


Pobres Poetas


lunes, 15 de julio de 2013

El orador de la muerte



El féretro fue bajando lentamente. Una mujer mayor lloraba desconsolada, mientras un hombre la sostenía y la abrazaba. Llovía suave, no lo suficiente para que la gente se decidiera a sacar el paraguas. En el ambiente reinaba un silencio, absoluto, extremo. Silencio que era consecuencia de un profundo dolor y falta de palabras adecuadas. Y era para eso que yo estaba allí. Aguardaba en una esquina a ser llamado para empezar mi elegía fúnebre. Una de los tantos modelos discursivos que siempre tenía guardado y que siempre repetía, una y otra vez. Las personas se sentían satisfechas, sin saber que ese mismo discurso lo había leído en otra ocasión. ¡Que importaba quien era el muerto! Si trabajaba en el correo, en un banco o en una carnicería. Si era hincha de River o de Boca. Si había sido amante de Claudia o de Patricia. Si le gustaba comer milanesa al almuerzo o pasta con albóndigas al anochecer. Nada de eso importaba. En la muerte todo se olvida. Sólo los verdaderos amigos quedan y a ellos les importa poco estos detalles.

Me llamaron. Me pare en medio de aquel conglomerado de personas vestidas de negro. Pero el padre aun decía unas cuantas oraciones mientras el ambiente se impregnaba de incienso. Me dijeron que esperara unos minutos y sabía lo que venía. Pronto empezaría mi retahíla de palabras. Hablaría de un hombre ejemplar, buen esposo, padre y ejemplo para la sociedad. ¡A quien le importaba si no era cierto! Los asistentes querían conservar una buena imagen del muerto. Reconciliarse con sus consciencias y pensar que habían sido buenos con él. Decirle a un cadáver, con sus primeros gusanos y olores malolientes lo que no fueron capaces de decirle en vida. Un “te quiero mucho” que nunca se escuchó en vida, se lo dicen a uno al final, cuando ya no hay oídos para escucharlo. Es como una comedia de máscaras. No puedo evitar despreciarlo. Si no lo hiciera, seria atrapado por esa red de lamentos y mortificaciones.  No podría hacer lo que hago y probablemente me habría consumido en el silencio espectral de un cementerio. Quizás convirtiéndome en otra estatua de mármol oscurecida por el tiempo, la lluvia y el olvido.


El padre ha terminado al fin. Así que es tiempo de empezar la pantomima de nuevo. Me paro en el centro al lado del agujero donde fue depositado el muerto y empiezo con voz solemne: “Queridos familiares y amigos, estamos aquí en esta triste y lluviosa tarde para recordar a nuestro querido amigo, esposo y padre, nuestro Carlitos…” Y lo que sigue cualquiera podría imaginárselo, el mismo bla bla, el mismo toqueteo de palabras. Así sigo por un rato, mientras veo como algunas mujeres lloran y algunos hombres asisten en silencio. Sus caras de dolor y silencio, sus lágrimas que fluyen como riachuelos  son para mi mejor que cualquier aplauso. El discurso termina con el típico: “Que Dios lo tenga en su Gracia y que este en el cielo haciendo lo que más le gusta tocar su guitarra en el bar de la esquina de la ciudad celeste, aplaudido por un público de ángeles. Aquí siempre pueden tomarse varias opciones: patear un balón, escribir libros nebulares, pasear los caniches de dios, vender tragos a serafines sonrosados, convertirse en el banquero del cielo. Qué se yo, es cuestión de buscar la opción adecuada. Requiem Scant in Pace. Amén” Termino. Suficiente de discursear para entierros por hoy. Se me paga. Me retiro haciendo una reverencia. Me paro en la puerta del cementerio. Me fumo un cigarro. No dejo de preguntarme al final que pasa con todas aquellas palabras que pronuncio. Si quedaran en algún lugar, en algún recuerdo o solo son palabras que se las lleva el viento, allá a las puertas del olvido. El lugar de lo que sobra, de lo que fue y ya nunca será.

sábado, 6 de julio de 2013

La Conspiración del Colmillo




Estoy seguro que vienen por mí
Son astutos y manipuladores
No tengo donde esconderme
No existe sitio en esta tierra.
Hay un abismo que nos separa
pero ellos siempre saben franquearlo.
Conocen nuestras conductas
nuestras pasiones
nuestros miedos
¿Y si me están observando ahora?
¿y si preparan sus colmillos afilados para devorarme?
¿Por qué sólo yo me doy cuenta?
Los demás están ciegos
demasiado concentrados en su oficina
con su papeleo
sus relojes
sus Ipods
sus parásitosmóvilesde segunda
¡Esclavos! ¡Ciegos!
ellos lo planearon todo
TODO
Estánen el parque
En la calle
En nuestros apartamentos
Están en nuestros jardines
En nuestros baños
en nuestras camas cuando cogemos
En cualquier lugar donde voltee la vista
Ellos están
Tienen pequeñas sectas y oscuras congregaciones
Se reúnen bajo tierra en los túneles del subte
en salones de mármol
con secreta y maquiavélica intención
Tienen su propio mayordomo que los lleva por las calles
Sonríen picarones
Sacan la lengua sin vergüenza
ni temor
Y yo digo:
¡Muerte a todos los Caniches!
Déspotas de los ladridos
Asesinos
Impuros
Conspiradores
Maquiavélicos
Engendros del demonio
¿Qué nadie ve lo que hay bajo su disfraz de mascota fiel y abnegada?
¡No son perros!
¡No son de este planeta!
Son alienígenas disfrazados
¡Son seres del demonio!.
Son…
Son…
¡Son Caniches!
Si señores, ¡Caniches!
Cuando escarban la tierra sólo fingen
Es un método para comunicarse con su planeta
Planeta del que reciben órdenes siniestras
Ordenes de vigilarnos
de controlarnos
de experimentar con nuestros cuerpos
sin que nos demos cuenta.
¿A dónde iremos entonces?
Cuando los caniches lo controlen todo
Yo estoy aquí solo
Solo
¡Tan solo!
En mi pequeña habitación.
Tengo miedo de salir
he cerrado la ventana con doble seguro
Pero
¿y si entran en la noche cuando duermo?
Mi vecina cohabita con uno de esos engendros extraterrestres
Seguro que aquel duende maligno ya se dio cuenta
Se dio cuenta que yo sé la verdad
Ha dejado algunas marcas de pupu cerca de la puerta
Seguro es una señal
Vienen por mí
¡Vienen por mí!
¡Por ustedes tambien!
Entraran en la noche
babearan toda la comida para transmitir sus enzimas proteínicas
Enzimas que ayudan a embobarnos
Eso les permite ejercer un mayor control
Luego me meterán una sonda en el culo
Un castigo por mi rebelde actitud
Me estudiaran y sin que me dé cuenta
Ellos implantaran toda clase de virus y pensamientos artificiales
Pensamientos que me llevaran a mi propia autodestrucción
¡Pobre desgraciado!
¿A quién pediré ayuda?
¿Quién frenara esta amenaza?
AAAhhh
y ¿si me auto inmolo?
Eso es
No dormiré
No dormiré
No dormiré
Estaré toda la noche despierto
vigilante
Estaré cuando lleguen
Los matare
Los engañare
Hare que la alcoba huela a brócoli que es un olor que aborrecen
Los debilitare
Cuando estén desprevenidos caeré sobre ellos
Caeré como un cuervo en la noche y los desgarrare
No cederé fácilmente
Repito
Los matare
¡Vengan caniches del infierno!
¡Aquí hay un humano que no morirá sin batirse en franca batalla!
Y al final si todo sale mal…

prenderé en llamas este edificio,
para que no quede rastro de su insignia
de su ladrido de súcubo aterrador
Seguiré fingiendo que todo esta normal
El tiempo continúa y fluye por el rio
ni el mas lastimero aullido de caniche podrá tocarme
ni la mas ligera brisa de su llanto podrá ya afectarme
Prenderé un cigarro
Me parare al frente de la ventana
Y mirare por última vez el cielo
Soñare con estrellas que explotan
Con un rostro sin dientes ni colmillos
Cerrare los ojos
Y dejare que me lleve lentamente
El canto de la brisa
El ángel del olvido