Despedida de la Maga

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Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


viernes, 20 de noviembre de 2015

Carta de Reiner Maria Rilke a un joven poeta



París, a 17 de febrero de 1903

Muy distinguido señor:

Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.

Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.

¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,

Rainer Maria Rilke

domingo, 20 de septiembre de 2015

La mosca que quería ser inmortal



La tierra da vueltas y vueltas, siempre en un constante giro, su eje no se detiene, no para, ni siquiera cuando una flor abre su abrazo al cielo. Ni la muerte, ni la vida pueden detener su ritmo. Irremediablemente todos somos esclavos de su movimiento, de su danza en el océano negro infinito. Y así desde el principio, en los albores del tiempo, desde que observamos nuestro primer sol, estamos sumergidos en un movimiento constante, que no se puede detener. En algún momento de nuestras vidas deseamos reposar tan solo un momento, que se nos otorgue un instante para reflexionar sobre el porqué de las cosas, sin ser acosados una y otra vez por la turbulenta voz del tiempo. Aquella horrible voz que parece ser la del capataz encargado de que todo funcione, somos obreros que desempeñan siempre la misma función. No podemos pensar quien compra nuestro producto o si hacemos algo que valga la pena en medio de esa danza crepuscular. Es el movimiento, nacemos, crecemos y morimos, el ciclo debe continuar.

Mientras el péndulo se mueve, mientras que cada segundo transcurre, solo los humanos sospechan acerca de la muerte y, tal vez, los elefantes, o eso me dijo una amiga una vez. Pero ni siquiera el gato astuto o el zorro intrépido son conscientes de su propia finitud. Viven su vida de una manera desordenada, instintiva, sin preocuparte por el pasado o el futuro. Sin embargo, hoy las cosas han cambiado. Algo terrible ha pasado y una verdad ha iluminado mi pequeña cabeza. ¿Qué hay de nosotras, las moscas? Algunas, especialmente las más inteligentes de nosotras, solo vivimos un día ¡Es casi un destello!, todo se va en un parpadeo. ¿Cómo lo sé? Aún es un misterio para mí la irrupción de esta conciencia. Supongo que ver caer a una amiga en medio del pastel me ha abierto mis múltiples ojos, ¡tan joven!, me duele muy adentro. ¿seré una mosca dotada de algún don? el movimiento hace que mis sentidos se alboroten y que mis alas desfallezcan.

¡Les digo que moriremos, solo tenemos veinticuatro horas! les grito desesperada a mis compañeras. Pero ellas me ignoran y se burlan de mí. La misma palabra muerte evoca en ellas algo siniestro e incomprensible. Se rieron y volvieron a entregarse al placer de buscar su droga azucarada que les daba esperanzas de una falsa realidad. Al ver su actitud grité: ¡Esperaré y veré como cae el crepúsculo y aplasta vuestros deseos de volar! Nuevamente se oyeron risas. Indignada me retiro, es momento de hacer que mi pequeña mente funcione y generé una pequeña explosión.

Estoy desesperada, tengo que encontrar la forma de perpetuar mi existencia y solo quedan veinticuatro horas, veintidós de hecho porque he desperdiciado las primeras dos. Todo segundo es un chocolate de una caja, como esos que se ven en algunas reposterías; cada segundo debe saborearse rápidamente, para probar uno nuevo y no dejar perder el éxtasis de su rico sabor. Supongo que el último es el chocolate amargo, nadie quiere comérselo al final. El tiempo es un enemigo infalible e invencible, el péndulo sigue ondulando de lado a lado.

Tal vez seré la primera, ¡Sí señores!, la primera mosca que logrará vencer el tiempo. Me compadezco de los humanos y su afán de vencer la muerte. Porque será una mosca con tan solo un día la que los superé, la que encuentre el esquivo elixir de la inmortalidad. Quizás el problema es que los hombres se concentran en vencer a la muerte, sin darse cuenta que ella sólo es una criada, una oscura funcionaria, que solo cumple órdenes. Es él, el sujeto de las mil barbas, que brinca de un lado a otro, quien activa el funcionamiento del mecanismo pendular. ¡Hay que vencer el tiempo!, era la consigna y la grité con todas mis fuerzas.

Pero, ¿Qué podía hacer una mosca diminuta y sin fuerza como yo? Los humanos tenían más recursos, pero sólo había que mirarlos, tranquilos, sentados en la mesa, obesos, fuman y comen, le facilitan a la muerte su entrada y ella ya pone su sello de aprobación. Mis compañeras ni me prestan atención, a pesar de que les he revelado mis intenciones, prefieren revolotear alrededor de la mesa en busca de algún residuo de azúcar empalagoso. Inevitablemente me doy cuenta de algo: tengo un poco de hambre, pero no quiero malgastar mi tiempo en ello.

¡Sólo quedan veintiún horas!, ¿en qué he desperdiciado mis pocos minutos? Debo salir de este horrible lugar. Las ventanas están cerradas. Buscó y buscó, pero las paredes siguen allí, muros de concreto que me separan de mi preciada búsqueda, de mi libertad anhelada. Para mis compañeras estoy haciendo un show, me apodan la “moscotrofia”, quizá porque piensan que tengo atrofiado el cerebro o algo así, empiezo a sospechar que tal vez no se equivoquen. Pero ya lo tengo decidido: ¡no dejaré pasar mi existencia en vano! tiene que haber algo más, algo más que una mesa con azúcar derretido por el sol. Pero no puedo salir, los gigantescos muros siguen allí. Afuera, a través de la ventana, se ven los árboles, la luz del sol, las calles, los niños con sus helados, todo un mundo me espera afuera y no puedo salir para disfrutarlo.

¡Veinte horas!, debo apresurarme, me lanzo como una bala contra el vidrio, pero solo logro darme un buen par de golpes. Mi testa me duele, zigzagueo sin rumbo, doy vueltas desesperada. De pronto, vislumbro un pequeño hueco por debajo de la puerta, me muevo rápidamente y logro salir de allí con suma violencia. Una pequeña herida se abre en mi espalda. Pero no me importa, no me rendiré. Mr. Tiempo tengo algo muy importante que decirle: ¡Yo Lucy la mosca, soy más grande que usted y por tanto tendrá que obedecer mis órdenes. No va a ser un hombre, un gato, un perro o alguna de las criaturas más grandes quién cambiaría el mundo, voy a ser yo, sí yo, quien lleve a cabo tal empresa. Algunos preguntarán qué tengo para ofrecer y yo les digo: solo me bastan mis alas para llegar hasta la cumbre del tiempo.

¡Maldita sea! ¡Diecinueve horas!, todo se esfuma, todo se va, la existencia se evapora como el agua que se dispone a ir al cielo. Tengo hambre. Necesito en verdad comer. Veo un niño goloso con un helado, es mi oportunidad. Debo aprovechar que no se ha percatado de mi existencia. Para los humanos solo somos seres estorbosos, pequeños entes a destruir, y no lo niego somos frágiles como el cristal. Me pregunto si tanto poder los hace sentir fuertes, les sube un poco, al menos por un momento, su autoestima. Me lanzo sobre el helado y poso mi lengua sobre su néctar dulce. ¡Ah rico chocolate! El niño se da cuenta, lanza su mano sobre mí, pero logro esquivarlo fácilmente. He perdido tiempo valioso, ¿Dónde estás?

Dieciocho horas, el camino sigue infinito, inabarcable. Empiezo realmente a perder la esperanza, ¿Qué no puede pararse? ¿Qué no puedo tener un momento de respiro? Solo deseo revolotear eternamente, como una galaxia que se expande a través del espacio infinito. ¡Cuantas cosas por hacer!, ¡tantos territorios por explorar! ¡tantos sabores de helado que están allí, esperando por mi lengua! Todo quedaría a mi merced, sería Lucy la mosca, reina del mundo y ni siquiera los humanos inmundos podrían hacer algo contra mí. Con el tiempo a mi favor les obligaría a que nos construyeran altares y nos adoraran como a ángeles alados. Sí, eso pienso, mientras revoloteo de aquí para allá, recorro calles, carros, árboles, motos y, por supuesto, personas. Siento la vida: la vida de todos aquellos seres que no se preocupan por el mañana, perdidos en medio de la selva urbana. Me dieron ganas de vomitar. Me contuve. Esquivo obstáculos, vuelo alto hasta donde mis pequeñas alas me permitían, desafió al viento y pienso por un momento que la eternidad tendría que valer la pena.

Y así fue que sólo faltan diecisiete horas y ni rastro de tiempo, ¿dónde te escondes? ¿Dónde puedo encontrarte ser esquivo y despreciable? Jamás pensé que el mundo fuera tan enorme, casi sin límite, un agonizante infinito que se expande en el horizonte. Cuando miraba por la ventana de mi casa creía que el universo, sólo podía ser aquel jardín, aquel parque en el que jugaban aquellos niños golosos. Y ahora veo que no es así, el espacio era como el tiempo, inabarcable y vil, ¿estarían aliados? Probablemente espacio le otorgara un escondite a aquel viejo cacreco, quien pelaba sus dos dientes burlón al silencio, su único visitante. Es sin dudas un amargado y un hipócrita, conoce todas las verdades del universo, pero finge estupidez crónica, no quiere que los ojos de los demás se centren en él. Estoy muy cansada. Debo reposar. Aquella silla parece un buen lugar. Dormiré un poco.

Dieciséis horas, no puedo conciliar el suelo, ¿cómo sé la hora?, relojes por todos lados, era obvio que sabía cuál era la pauta que marcaban cada una de esas manecillas de metal. Momento y sí…¡eso es!, el reloj, el reloj es hogar, casa, asilo del silencio y el péndulo ¡el tiempo se esconde en un reloj! ¡Claro! Qué tonta que soy por no haberme dado cuenta antes: era su símbolo, así como aquel carpintero vive en la cruz, la paz en una paloma y la madre tierra en los árboles. Todo tiene sentido ahora. Pero, ¿en qué reloj podía estar? El tiempo era petulante, sin duda no escogería cualquier artefacto mecánico para ser su morada: debía ser un reloj gigante, digno de su temporal majestad. Inicié la búsqueda de inmediato, deambule por las calles, templos y estaciones, en busca de las manecillas que abrieran las puertas.

Quince horas…ahh supongo que a esta edad ya he superado mi infancia y ahora, como toda una adulta, soy un poco más prudente y utilizó más el razonamiento y la lógica. Veamos, me encuentro en un lugar enorme, relojes por un lado, relojes por el otro. ¿Qué había aprendido de los humanos hasta ahora? No mucho he de decir. Tal vez podría pensar al hombre como un esclavo constructor de relojes y amante de lo sublime, se apasiona por lo magnifico y fantástico, intenta trascender una realidad que le es esquiva. Es una fantasmagoría, pero ¿no es acaso el amor por lo sublime lo que los lleva a elevarse, a envidiarnos las alas que poseo, en busca de llegar a lo más alto del cielo? Así es. Por tanto, el reloj tiene que estar en un sitio alto. No puede ser de otra forma. ¡Tiene que estar en un lugar donde casi toque con sus manecillas la cúpula celeste!

Catorce horas, sigo desesperada mirando al cielo. Allí debe estar el maldito reloj, ¿por qué todo es tan difícil, qué clase de prueba es esta para una pobre mosca? Veo enormes estatuas, cruces y rascacielos, vuelo hasta el cielo solo para ver monumentos a la estupidez. ¡Humanos idiotas! Se construyen monumentos que son representaciones de sí mismos, ¿tan grandes se creen? ¿Es que de verdad creen que están solos en este universo infinito? ¡No he visto el primer monumento a la diosa mosca! Sin duda no saben admirar nuestra belleza, nuestro cuerpo negro y formado, nuestros ojos que puedes reflejar todas las estrellas del cielo en cada una de sus cavidades, nuestras pequeñas y frágiles alas transparentes que cualquier hada o ángel envidiaría. Mientras tanto sigo aquí, utilizando esas mismas alas, para llegar a lugares que solo pueden calificarse como el monumento al absurdo.

Trece horas, ¡Lo veo al fin!, ¡Allí está!, encima de aquella enorme torre que se alza imponente sobre el resto, con sus manecillas limpias e intactas. ¡Es el gran reloj! ¡la guarida del tiempo!, digna mansión de pasiones, sueños y olvidos, la única estructura que no puede caerse en medio del lento levitar del péndulo. Pues todos: emperadores, reyes, estrellas, monumentos, fortalezas e incluso el pensamiento humano no pueden hacer nada contra su paso irremediable, que ni la mejor muralla puede detener. Pero hoy una sencilla mosca ¡será la que cambie todo el funcionamiento de este universo sin sentido!

Vuelo y me acerco a su morada, estoy adentro, ¿dónde está señor Tiempo? Solo veo tuercas, engranajes y mecanismos de metal, que se mueven al ritmo de una canción monótona y vacía. No lo entiendo, ¿dónde estás? ¡Tiempoooo! Mi tono de voz es demasiado insignificante en comparación con el tronar de las manecillas del reloj: no le llega, no le toca, sus oídos son demasiado finos. Tiempo puede darse el lujo de escuchar todas las voces del mundo e ignorarlas como si fueran solo silbidos que retumban en una pared sin nombre. Pero a medida que mis gritos se elevaban empezaba a pensar que, tal vez, mr. Tiempo tal vez no exista: ha sido un engaño, una vaga ilusión, una creencia tonta, desde el principio. Creer que un símbolo alberga la esencia de su representación, no fue más que un sueño, un leve parpadeo de una estúpida mosca. Pero si no creemos, ¿Qué es lo que a la final le da sentido a nuestra vida?, esto pienso mientras me retiro.

Doce horas, ha transcurrido la mitad de mi vida, aún me queda la otra mitad para encontrar a Mr. Tiempo. ¡Tanto tiempo desperdiciado!, ¿y si no lo encontrará? No, no, no puedo pensar en eso, ¡Lo encontraré! Estoy segura de eso. He dedicado mi corta vida a buscarlo y no me arrepiento, debo hallarlo, solo él me dará de beber de la ambrosía de los inmortales. Pero no tengo ni una sola pista. Estoy como en el principio: sola, desolada y triste, deambulando sin rumbo fijo. ¡la eternidad era, en definitiva, cara e inaccesible! Pero, ¿qué podía dar yo una simple mosca por un don tan inmenso que ni la mayor de las criaturas de este mundo había conquistado? ¿Cuántas vidas habrían perseguido lo que yo ahora quería en vano? No era momento de sentarme a pensar, debía continuar hasta el final.

Once horas, cada segundo se va cada vez más rápido, y mientras revoloteo y revoloteo pienso que ya nada tiene sentido, que ese tal Mr. Tiempo no existe. Todo fue un engaño, pruebo todo tipo de manjares que los humanos dejan a mi disposición: dulces en el suelo, polvo blanco estelar y un extraño líquido que hace que mi cabeza de vueltas, las personas que lo beben se comportan como idiotas. Decidí prescindir de este último. El lugar donde ahora me encuentro está repleto de humanos, de mesas y de seductoras meses. Sin duda todos visitan este espacio decadente para acallar sus penas. Otras moscas como yo parecen disfrutar del lugar, pero no me hablan, parecen concentrarse en su extraño éxtasis, en su sensación de placer absurdo. Se han perdido, ya el mundo y sus contradicciones no les interesa, solo el goce por el goce, una última explosión. Yo también me empiezo a dejar llevar, ¡Qué importa el tiempo!, viviré mis últimas horas aquí echada esperando. No hay más allá.

Diez horas, tengo una extraña sensación de afecto, quiero abrazar el cielo, abrazar el mundo, acobijarlo bajo mis pequeñas alas. Puedo amar, puedo querer, puedo besar. Hay en mí un profundo amor por todo lo que me rodea, desde aquel sujeto que vomita desesperadamente en la esquina hasta aquellas hormigas que esperan impacientes mi muerte para devorarme a su gusto. A todos los amo. Nunca un sentimiento tan puro se había originado en una criatura tan insignificante como yo, ojala pudiera regalarles a todos el tiempo, ojala todo pudiera ser detenido, tan solo un instante, parar la maquinaria un momento, observarnos los unos a los otros, para ser conscientes de nuestra propia inmensidad. Entonces todos seriamos felices, sí…felices...en un pequeño lugar…

Nueve horas, ¡eso es!, el tiempo, el tiempo ¡Pero qué tonta he sido!, ¡es tan obvio! Su morada no puede ser un reloj grande, monumento más a la prepotencia humana y su forma de crear apologías de silencio. Además allí todos le encontraríamos y sería muy fácil cambiar el curso y el mecanismo de una de las fuerzas más poderosas del universo. No, no, tiempo se encontraba en una morada más humilde, más discreta, una que no le interesará a nadie, un abismo, una rasgadura en el objeto más insignificante. El reloj seguía siendo la casa del tiempo, pero no el más grande, sino un pequeño e imperceptible, no quería ser encontrado. ¡Eso es!, no puedo negar que es una búsqueda, una empresa, muy difícil, casi imposible y cada vez los instantes eran menos. Pero, ¡juro que la encontraré!, es momento de empezar mi último desesperado vuelo.

Ocho horas, todo se esfuma, todo se va, todo desaparece a mi vista como conejos en sus sombreros. Simplemente ya no están allí. Mi vuelo, rápido y exasperado, casi inútil, me obliga a que mis múltiples ojos no logren captar el espacio fragmentado, todo desaparece: los árboles, las nubes, los carros, los humanos, los perros, los gatos, las señoras que regañan a sus niños y los miles de helados que tal vez nunca probaré. ¡Ay, qué triste! Sigo volando, no puedo parar. No es momento de detenerse. Y todo se sigue esfumando bajo la niebla del instante: las personas que intentan tomar el bus porque llegarán tarde a su trabajo, los niños que corren y juegan escondidijos, la mujer que pelea con su esposo en medio de la calle, un hombre que le roba dinero a una olvidadiza anciana, el conductor que maldice con groserías al taxista atravesado y las moscas mis hermanas que buscan un poco de azúcar en medio de la basura. Sí, fuera para bien o para mal, todo se esfumaba. Todo se iba y yo no puedo, por más que intento, encontrar a Mr. Tiempo. No importa lo fuerte que volará, pues su morada tal vez estuviera más lejos que las mismas estrellas.

Siete horas, todos los relojes me parecen demasiado suntuosos y con ornamentos muy atractivos, lo suficiente para que Tiempo no quiera vivir allí. Mis pequeños músculos están cansados, mis antenas ya no perciben nada, todo se ha ido, ¿a dónde? No lo sé. Este es un universo que no tiene ningún sentido, o se escapa como un duende esquivo y pedregoso. La existencia es un absurdo y Tiempo está allí, precisamente, como el borrador que elimina de la hoja lo que sobra, el sin sentido profundo. Mis alas están cansadas, mermo la velocidad y observo, en esta noche que comienza, esta ciudad de luces y colores. Ah, ¡Qué pequeña que soy! Toda esta ciudad es un monumento, una apología a mi insignificancia. De alguna forma todos lo somos, pero quiero soñar, quiero pensar que puedo cambiar las cosas, ¿terquedad? Sí, soy terca, insistente, caprichosa ¿y qué? Lo lograré, ¡juro que lo lograré! ¡o sino que la diosa alacrán nos devoré a todos!



Seis horas, ¡allá está! ¡allá está!, al fin, ¡no puedo creerlo. Lloro de la emoción. En una casa simple, abandonada, casi en ruinas, hay un pequeño reloj colgado en la pared, casi destruido y, a lo lejos, pienso que tal vez ya no esté funcionando. Pero me acerco y me llevo una sorpresa: ¡aún funciona!, creo que lo hace por inercia, por el poder del tiempo que le es congénito. Triste, inmerso en su soledad, parece que ni los mismos habitantes pobres de la casa se dan cuenta de su presencia, de lo que tienen, sin saberlo, en sus manos: un poder para cambiar el mundo. Pero ya es tarde para ellos, seré yo Lucy la mosca la que me encargué de alterar la realidad para construir una mejor, mi utopía, ¡la llave del funcionamiento de todo el universo se encuentra ahora en las patas del más pequeño e insignificante de sus seres!

La pared está derruida y oxidada, hay allí, en su textura, una advertencia invisible. Pero debo llegar a donde se encuentra el reloj. No será fácil. Está llena de telarañas con muchas de mis más ancestrales enemigas, listas a darse un banquete a la menor oportunidad. ¿cómo no caer en sus trampas sedosas, cuando yo misma no soy capaz de ver en el aire sus hilos invasivos que cortan el viento? Pero no podía ceder. No ahora. He decidido arriesgar el todo por el todo. Me lanzo rápidamente, esquivo todas las telarañas, en un vuelo que parece el de un cohete lanzado hacia la luna, buscando un agujero entre las nubes para poder llegar. Las idiotas arañas me miran sorprendidas y atontadas. Sí, señoras, es así, ustedes no tienen las alas que yo tengo, no las de mi espalda, sino las de mi férrea voluntad. Y, ahí está, el reloj de mis sueños, el que había buscado durante cada segundo de mi existencia, el espacio de engranajes era mi trofeo. ¡Ahora todo parecía tan lejano! No puedo recordarlo, aquel momento en que logro salir por debajo de la puerta para explorar todo un mundo infinito. Ahora está al fin frente a mí: ¡La casa del tiempo!

Entro con cuidado, hago una leve reverencia, así muestro el sumo respeto que merece este recinto: sus grasientas estancias y sus tuercas, símbolos de su divinidad, de un dios que está en continuo movimiento. ¿Dónde estás tiempo?, al final del reloj hay un agujero del cual sale una luz resplandeciente. Entro ansiosa y…le veo. Allí está. Aquel viejo, supremo señor del mundo, inmerso en una habitación casi en ruinas, de paredes derruidas y sucias. El viejo está sentado en una silla con su larga barba y un periódico en la mano, pensativo, y, para mi sorpresa, con muchas moscas alrededor. ¿Será verdad que no era yo la única que quería la inmortalidad? Quizás la idea de que ese pensamiento me permitía ser única y diferente, no era más que una ilusión. Hay demasiadas moscas en este mundo imperfecto. Si tan solo un breve aleteo me permitiera lograr crear una explosión, una diferencia, un zig zag alternativo.

Pero, no era momento para deprimirse. Rápidamente me dirijo hacia donde él está. Le hablo lo más alto que puedo, le explico mis sueños, mis metas, con lágrimas en los ojos. Espero cautivarlo, interrumpir su asidua lectura del acontecer del mundo, actividad en la que se regocija como un cocinero maligno que revisa los efectos de su tarta envenenada.
Le digo que es el momento en que el tiempo debe detenerse, se necesita un cambio en el funcionamiento del mundo. ¡No debes hacer caso a mis compañeras! ¡Solo a mí!, yo soy la única que tengo aquel mensaje, aquella que tiene la capacidad suficiente para planear una nueva creación donde moscas y humanos vivan en paz, como hermanos de la vida. ¡Es hora de acabar con el absurdo de nuestra existencia dominada por manecillas y engranajes! ¡Tú tienes el poder! ¡Toma consciencia y se parte de la construcción de un nuevo mundo!

Aquel viejo me mira primero con curiosidad, como se mira a un recién nacido o a una rana fucsia que emerge del estanque, y en sus ojos sentí las fuerzas de todos los elementos. Es como si el más grande de los dioses jugara con la más pequeña criatura de la tierra. La segunda mirada es más impactante, es la mirada de un niño a su juguete, porque eso éramos para el tiempo: simples juguetes para su diversión. Parece que va a decir algo, pero se arrepiente y calla unos segundos, lo miro buscando una respuesta. Entonces irrumpe, como un estallido, un grito tan fuerte que mis pequeños oídos se sacuden.

¡FUERA DE AQUÍ PUTAS MOSCAS! ¡NO DEJAN LEER!

Siento un fuerte golpe en ese instante, me ha golpeado con su periódico. Mi estómago se revuelva y mis tripas se salen. Estoy agonizando. Un dolor inmenso. Pronto dejaré este mundo. Qué insensata había sido, había desperdiciado las últimas seis horas de mi vida, tal vez simplemente debí disfrutar, un poco, este pequeño viaje, ¡Maldita obsesión!

¡Qué insensata!
¡Qué insen…

viernes, 4 de septiembre de 2015

Artefacto de Papel




Hoy se me acercó mi sobrino Marco con un sacapiojos, de esos mismos que uno solía hacer, en sus épocas de colegio, cuando estaba aburrido en clase. Me dijo que escogiera un número: opté por el nueve, número imperfecto que desafiaba al movimiento metódico del artificio-fábrica de insultos y adjetivaciones.


Luego de girar nueve veces, un poco acelerado, el rudimentario mecanismo de papel, se quedómirándome pensativo un momento, como si intentará recordar que debía hacer a continuación. Finalmente, abrió sus ojos de par en par y me dijo: "Tío, escoge un color".

El papel con apenas algunos rayones rizomáticos de varios colores ofrecía ocho posibles elecciones, ocho posibilidades de recibir un calificativo apropiado. Escogí el rojo. Mi sobrino se puso presto a abrir el fragmento y leer el contenido interno del color del fuego, los dragones chinos y el aji.

Me preparé para el juego. Conocía sus reglas muy bien. Esperaba recibir un : "eres tan feo que tu mamá no te quiere" "tienes cara de orangután" "Tus pies huelen a pecueca" o alguna referencia escatológica de las que prevalecen en los infantes. Así era el juego, una burla, un modo de decirle al otro: "No te tomo en serio, después de todo, la vida es un juego y yo lo sé".

Marco leyó: "Eres un reloj que no sabe contar las horas"

En un primer momento no supe como reaccionar, me quedé absorto ante la revelación del enigma. No me lo esperaba. No supe que decir. Luego empece a tomar consciencia de lo que había pasado. Me encontraba ante un acto poético, uno de los más sublimes, si se me permite este adjetivo desgastado por algunos poetas decimonónicos.

¿Qué era, después de todo, un reloj que no sabía contar las horas? es una cosa que ha perdido su función, la acción práctica que le define, la "cosidad de la cosa" (como pensaba Heidegger). ¿A qué puede dedicarse un reloj que no sabe contar las horas? supongo que le toca jubilarse, comprar un predio en el Retiro, si vivió lo suficiente, o retirarse a pedir limosna, tuercas y engranajes a los otros relojes, quienes lo mirarán con asco y pavor. Algo permanece en las dos situaciones: el reloj observará el horizonte infinito sumergido en la melancolía. De su rostro ya no fluirán lágrimas, sino números desteñidos y un instante eterno: la última hora que marcó. El tedio le obligará a ahorcarse con sus propias manecillas.

Es ciertamente una visión terrible.

¿Qué es un poeta que no sabe escribir poesía?
¿Qué es un soldado que no sabe disparar?
¿Qué es un carpintero que no sabe trabajar la madera?
¿Qué es un sol que no genera ni luz ni calor?
¿Qué es un payaso que no sabe sacar sonrisas?
¿Qué es un demiurgo que no sabe crear?

Y entonces debo reconocerlo:

Hoy, Marco, pequeño mío. Me has ganado. No lo sabes. Pero hoy fuiste inmenso. Lograste sacudirme un poco con tu artefacto de papel.

Abismo Lunar




Y entonces miraba perdidamente aquel punto sonoro. Intentaba descifrar el acertijo que me presentaban aquellos labios, dos pequeñas puertas de cristal que se abrían y cerraban en un torpe concilio de palabras, un discurso que hablaba de un “nosotros” pero que quería decir “yo”. Cuando la voz se apagaba solo quedaba el horizonte de su rostro: pequeñas dunas y montañas por donde habían fluido alguna vez corrientes de luz. Pero estas ya no estaban, el suelo se había secado y fragmentado, la esperanza se diluía por las grietas de la decepción. El silencio imperaba, como un dictador somnoliento, ordenaba a la voz obedecer su régimen, le hacía caminar lejos, por los senderos del eco, para perderse en una búsqueda sin fin. Pero él, aquel hombre, seguía allí parado, un poco terco, nadie más podía llevar a cabo su misión. Y esa era una verdad temblorosa, una verdad que desestabilizaba la columna central: nadie más podía quitarse la manzana de la superficie de su rostro, nadie más podía encontrar una cuerda que amarrara los dos lados del abismo lunar. Nadie más podía convertirse en funambulista, intentar cruzar al otro lado, aceptar el riesgo de caer y hundirse, entregarse de lleno a la ausencia, a una criatura que devora gatos, recuerdos y almohadas, a una oscuridad que se expande como un torbellino bajo las cuevas subterráneas de la piel.

viernes, 21 de agosto de 2015

La agonía de la libelula




Con sus patas puestas hacia arriba, intenta, tal vez, captar el verso de un poema escrito por Céfiro, el audaz; intenta que sus patas sean pinceles que invadan, lentamente, el cuadro profano de un cosmos ilusorio y sempiterno, pero no le alcanzan, no puede abarcar su inmensidad. Su danza, que alguna vez cortejó a las aladas ninfas de los lagos, hoy no es más que una caricatura yuxtapuesta en el espacio del silencio. No hay más. No puede salir de allí. Sus alas ya no se mueven. No se agitan con el rocío que cae de las hojas. Sabe que hay otros ángeles que seguirán el legado del viento. Pero él ya no...
Y duele...
Duele en cada fragmento luminoso de su piel. No puede llorar. Solo puede esperar. Esperar a que aparezca la mujer de mil ojos. La que ha visto el pasado, el presente y el futuro en los rostros moribundos, la que solo sonríe dulcemente con el último latido, con aquel grito terrible que quiebra el instante antes del amanecer.

martes, 18 de agosto de 2015

Fragmentos de "Ella, la Puta"

ELLA Y EL NÁUFRAGO DE LA SÁBANA

Esperó un rato en la cama. Él no se atrevía a salir del baño. Ella suspiró y esperó. No tenía toda la noche. Finalmente salió. Aquel hombre barbado tenía dos cicatrices en su pecho muy llamativas. Sus ojos eran perdidos, iluminados, como si su mente estuviera en otro lugar. Ella la puta se dio cuenta que aquel hombre no era de los que acudía normalmente al servicio de putas. Era reservado, tímido, torpe. Más bien parecía de esa especie de los soñadores que estaba en vía de extinción. Entonces, ¿por qué la había llamado? Ella alcanzó a detectar que en aquel hombre se había abierto un abismo, uno que no se podía nombrar. Muerto por dentro, creía tal vez que sólo el sexo lo podría salvar.

Finalmente él se decidió y se acercó a ella. Sin mediar palabra empezó a besarla. Besó su cuello. Empezó a recorrerla lentamente con su boca. Ella se preguntó cuánto tiempo llevaba aquel hombre sin sexo. Aquellos ataques, aquellas invasiones a su piel, eran como las de un cachorro de perro asustado, que se siente solo, que en cada paso busca un espacio, un lugar, SU lugar. Ella lo acarició y lo besó, respondió a sus juegos y requerimientos. Luego le quitó el pantalón y saco su verga. Empezó a chuparla una y otra vez. Había algo en particular que le encantaba experimentar a ella y era el sabor del glande en su lengua. Tenía toda una colección de sabores en su mente. Vino, pimienta, tomate, ajo, zapallo y así. Pero la de aquel hombre le recordaba el sabor del chocolate caliente, ese que se toma en temprano al amanecer. Le agradó.

La conjunción de cuerpos se aceleró. Ella se montó encima de él y empezó a agitarse lentamente. Aquel hombre empezó a gemir de placer. Sin embargo  no decía ninguna palabra. Era un amante silencioso. De esos que hacen que los gritos estallen con las manos y no con la lengua. Magos de la piel. Porque a ella le había parecido que aquel hombre era un pésimo besador. Era demasiado acelerado, como si quisiera terminar el plato en un segundo, por temor a perder un pedazo de pastel. Pero con sus manos, era otra cosa, las movía aquí y allá. Creaba universos en cada toque y explosiones en cada bailoteo de sus dedos, en su pezón o en su clítoris, en su espalda que recorría como río que se dejaba lentamente navegar.

Él le pidió que se volteara, la iba a penetrar en cuatro. Ella se volteo juiciosa. El empezó a penetrarla con ganas una y otra vez. Ella se dejaba llevar y empezaba a gemir. Él se excitaba con cada movimiento, con su enorme trasero, ella le bailaba encima de su miembro una y otra vez. El orgasmo estaba cerca. El estallido irrumpió quebrando el espacio de los cuerpos y ambos se vinieron a la vez. Había sido un polvazo. Sin embargo, Ella la puta ya no pensaba en el sexo y en aquel misterioso hombre de ojos soñadores. Se vio a sí misma y se dio cuenta de una terrible verdad. Había perdido el sentido de su subjetividad. Ella era una encima de la cama y otra cuando se bajaba de aquel altar. Si eso era así, ¿quién era ella? ¿Existía un “yo” titilante? ¿o este se diluía en cada beso, en cada caricia, en cada orgasmo crepuscular?



FRAGMENTO DE ELLA Y LOS CANICHES

"Ella decidió jugar un poco, y en el momento en que él la penetraba con más fuerza, emitió un ligero ladrido de placer.

“Un momento. Ella hizo como perro” pensó el hombre. “Ella trabaja para ELLOS. La forma cómo saca la lengua… No hay duda: ella es CANICHE”.

El hombre dejó de penetrarla. Ya no se sentía excitado. Ella se quedó quieta y lo miró, un poco asustada.

“Ella ha logrado infiltrarse en mi casa” siguió pensando el hombre. “He sido engañado”. Entonces gritó: “¡CANICHE!”, y la empujó lejos de la cama. Ella lo miró sin entender nada.

– No finjas más, ¡puta! Sé que ELLOS te enviaron. Te enviaron por mi.

Ella no salía de su asombro. El hombre siguió gritando:

“No te hagas la desentendida. Seguramente ya lo tenían todo planeado. Tu nombre falso, tus gestos, tus modales… ¡Perra! ¡Doblemente perra! Peor que perra: ¡CANICHE! Sos caniche, ¡como todos! Puedo ver tu cola moviéndose. ¡CANICHE! Asesina, impura, conspiradora, maquiavélico engendro del demonio.”

Ella se paró e insultó al hombre mientras se acercaba a la mesita, donde había dejado su cartera, al lado del brócoli oloroso. No iba a quedarse un minuto más en ese lugar. Pero el hombre la detuvo. La agarró por los hombros y le gritó nuevamente:

– ¡Sacate el disfraz, CANICHE! Ya no tenés que fingir. ¡Confesá! ¿Dónde está el cuartel de los CANICHES?
– ¿De qué hablás, loco de mierda? – contestó ella, aterrada. ¡Soltame!
– ¿DÓN–DE-ES–TA-EL-CUAR–TEL-DE-LOS-CA–NI–CHES? – silabeó el hombre despacio.
– ¡Andate a la puta que te parió vos, tus caniches y la concha de tu madre!

Entonces ella le dio un codazo y dejó al hombre sin aire. Intentó huir nuevamente, pero él la agarró y le tapó la boca para que no gritara. Luego él tomó un poco del brócoli que tenía preparado en la mesita y se lo restregó en la cara.

– Te gusta, ¿no? – preguntó, irónico – Siempre supe que su punto débil era el brócoli. Ahora cae

¡CANICHE! El juego terminó.

Ella estornudó por el brócoli que se le había metido en las fosas nasales, pero entendió que para salvarse tendría que seguirle el juego.

– Oh… me debilito – susurró ella, y se recostó en la cama, fingiendo que se había quedado sin energía.

“Lo sabía. Lo sabía” repitió el hombre, y la soltó. “Ahora tengo que atarte. Estoy seguro que muchos empresarios, políticos y banqueros han caído en esa concha caniche tuya. Pero yo no. No podés manipularme. Yo te escuché ladrar y descubrí tu engaño. Lo que te espera ahora es algo peor que la muerte.”

El hombre agarró una correa de perro que tenía colgada en una pared, y la cuchilla que estaba en la mesita. Se acercó a ella y siguió diciendo:

“Es hora de empezar el sondeo de tu cuerpo. Te voy a abrir de una punta a la otra, para descubrir los secretos de sus disfraces. Yo soy el que librará a este mundo de su infausta presencia, caniches. Yo salvaré a la humanidad. Soy el depredador de caniches, el enviado del cielo, el iniciado en los misterios de Osiris. Soy aquel dios que crió un ejército de gatos egipcios para combatir caniches en el desierto. Ladra, ¡ladra caniche! Dime tu nombre. El nombre que te dieron tus padres. Aquel nombre que no es judío ni nórdico, que es una combinación de números atados a un sueño y a un color. Que tiene 216 letras, como la cábala y el nombre divino, y que es la clave para descifrar el género humano y su destrucción.”

¿Se salvará ella del loco? los invitó a leer la novela"

jueves, 13 de agosto de 2015

Caricia del viento



Me gusta, a veces, jugar un poco, tocar lentamente los bordes y las texturas de las cosas. Quizás busco encontrar algo de sentido que se derrame por alguna pequeña grieta o liberar de una prisión de palabras a un pájaro cautivo. Pero en el fondo sospecho, irremediablemente, no podré nunca hacerlo. El mundo es así, mis manos son tal vez demasiado cortas. No es excusa, no obstante, para no seguir como un explorador delineando con los dedos cada rincón, cada fragmento, cada matiz de polvo celeste. Quizás no sea más que una ceremonia ritual o una vaga ilusión de reconocer lo inefable, o tal vez simplemente el tacto me trae canciones de otrora y me inunda con viejos sueños olvidados. Es, pienso, desear el poder del viento, quien alcanza con sus manos múltiples todas las cosas, incluyendo las montañas, la lluvia y desde luego el mayor enigma: el contorno de tu cuerpo.

miércoles, 4 de marzo de 2015

El forjador del Viento




Cuentan que hace mucho tiempo, en lo alto del Aconcagua, el dios Kon estaba terriblemente aburrido. Miraba el horizonte ensimismado en sus propios pensamientos. Después de cientos de años se había quedado sin que hacer. Abrumado se da cuenta que la obra de la creación de la cual él fue actor participe junto a su rival Pachácamac le aburría terriblemente. Los seres humanos seguían una vida tan monótona y silenciosa que todo le parecía una repetición del mismo deprimente relato.  Decidió tomar medidas, tal vez una suerte de renovación, empezar de cero, podía volver a divertirse y encontrar con que entretener su mente. Debía acabar con la creación y buscar algo diferente, innovador, nuevos territorios con nuevas criaturas que alegraran su acontecer.

El dios decidió, no obstante, darle una última oportunidad a la humanidad. Cómo última advertencia hizo que el sol se levantará orgulloso encima de las montañas, suspendió la lluvia y la tierra y las cosechas se empezaron a secar. La gente entró en pánico y el desespero se apoderó de sus corazones. Los niños morían de hambre y las madres que enloquecían corrían por la espesura. No había retorno. El dios envió a sus mensajeros por todo el mundo, los sacerdotes-shamanes de los pueblos supieron leerlo muy bien en el agua y las nubes: “Los hombres tenían diez días para encontrar algo que entretuviera o divirtiera al dios Kon, quien se encontraba en la cima del Aconcagua, sino lo lograban sería el fin de la humanidad”.

En una pequeña aldea en los Andes se preguntaron que podían hacer para salvar a la humanidad. Todos discutían en voz alta. Un pequeño y desgarbado joven llamado Pikin sugirió que tenía la solución, pero nadie le paraba bolas pues tenía fama de ser artista, músico y poeta.  Lo insultaron y lo sacaron de la reunión. Luego la voz de uno de los líderes del pueblo se alzó: Era un hombre de ojos negros como el pantano y manos largas como de mono. Lo llamaban Dichamec. Dijo que tenía la solución, tenía en sus manos una preciosa joya que había encontrado en lo más profundo de la tierra: Una suerte de esmeralda resplandeciente. Todos se asombraron. El hombre se comprometió en persona en ir a donde el dios y salvar a su pueblo. Fue despedido entre vivas, abrazos y muchos buenos deseos. Las mujeres de la aldea le lanzaban pequeñas hojas de astromelia y algunos músicos tocaban odas y poemas en honor al salvador de la humanidad

Dichamec cruzó desiertos, valles y montañas montado en una pequeña llama. Se dirigió al Aconcagua y allí empezó a escalar a través del muro abismal de la terrible cumbre del silencio. Era un hombre de una agilidad asombrosa y una fuerte resistencia y logró superar las terribles dificultades. Así llegó a la pequeña caverna, donde vivía el dios. El dios lo esperaba tranquilo, sentado en su trono. Todo estaba muy oscuro y lo único que pudo ver Dichamec fue el rostro del dios, sus ojos de fuego, sus rasgos felinos y su sonrisa que parecía ser el preámbulo de la catástrofe. Escuchó su gruesa voz: “Dime, humano, ¿qué has traído para demostrar el valor de tu especie, para demostrar que vale la pena salvarlos, de que son más que pequeñas hormigas que se apegan al poco tiempo que se les ha otorgado?”

Dichamec sacó orgulloso la esmeralda y su verde fulgor ilumino la zona dónde estaba. “He aquí supremo dios el fruto de la tierra, la joya más bella, la hemos traído para tu entretenimiento. Ella iluminara tus triste estancias y te llenará de vida”. El dios sonrió e hizo una mueca. Dichamec no comprendió. Luego Kon hizo un chasquido con los dedos y todo el lugar se iluminó. El guerrero miró aterrado, toda la caverna era en realidad un enorme templo en cuyas paredes brillaban cientos de piedras preciosas: rubíes, zafiros, ópalos, lapislázulis, onyx, pequeñas piedras de oro y plata. Pero lo más triste era confirmar que en medio de la pared se asomaban traviesas algunas esmeraldas. Algunas de mayor tamaño que la que llevaba. Intentó argumentar un discurso, pedir una oportunidad. Pero era demasiado tarde. El dios no perdonaba el fracaso, pronto su piel y la carne se desprendió de sus huesos, su muerte fue rápida. El cadáver de Dichamec fue lanzado fuera de la caverna y se perdió en el abismo.

Mientras tanto en la aldea esperaban ansiosos el regreso del héroe, un regreso que se vio entorpecido y que sumo a todos en una nueva depresión. El tiempo avanzaba rápidamente y no había minuto que perder. Se convocó una segunda reunión y de nuevo se buscó encontrar una posible solución al problema. Pikin, el artista, de nuevo dijo que tenía la solución. Pero todos se burlaron de él y nuevamente fue expulsado. Esta vez quien logro poner su voz en alto fue un joven flaco, de ojos verdes como la serpiente. Se llamaba Kalami. Calmó los ánimos y dijo que él poseía la solución. Les preguntó a todos: “¿Qué es aquello a lo que ningún dios u hombre puede resistirse?” Todos se miraron, unos pocos sospecharon la respuesta. “Yo les diré: el cuerpo y la compañía de la mujer”. Todos aplaudieron emotivos, era sin duda un pensamiento muy acertado. Kalami propuso que una mujer del pueblo se ofreciera a ser consorte del dios y que el mismo se encargaría de llevarla a la cima del Aconcagua. La propuesta fue aprobada por unanimidad.

Pronto hubo varias mujeres que se sentían orgullosas de ser consorte de un dios y de sacrificarse por su pueblo. Kalami escogió la más atractiva. Emprendieron el viaje y fueron despedidos como héroes. Ambos eran considerados la última esperanza de la humanidad. De nuevo, al igual que su predecesor Dechamec, Kalami atravesó con la recién nombrada princesa: ríos, valles y montañas, hasta llegar al Aconcagua. Allí, con mucho esfuerzo sobre todo de parte de Kalami, ya que la mujer era débil y desfallecía en ocasiones, lograron subir hasta la cima. Entraron con seguridad en la cueva. Kalami sabía que el dios no se negaría al don que pretendía ofrecerle: los senos redondos y bien formados, el trasero abundante, los labios carnosos y la mirada picarona de esa mujer eran un templo de placer.

El dios Kon los esperaba paciente. Kalami empezó su discurso: “He aquí gran dios, la fuente de todo aquello que es bello y digno de nuestra especie, el lugar donde los cuerpos confluyen, la mirada, el beso, la caricia, el placer”. El dios lo miraba curioso. La mujer se acerco al dios y empezó a acariciarle el rostro. Dijo sentirse honrada de ponerse al servicio del gran dios. Lo acarició lentamente y le besó. Pero el dios era poco lo que le correspondía o se movía. Su rostro era una pared, carente de alguna emoción. La mujer se preguntó que estaba haciendo mal. Entonces, de repente, Kon estalló en carcajadas. No paraba de reír. Kalami y la mujer se miraron sin entender que pasaba. Entonces el dios se paró y prendió la luz. De nuevo la caverna se iluminó y se asombraron ante lo que vieron.

La caverna estaba llena de mujeres desnudas, algunas de ellas con alas de condor. Eran mujeres de un atractivo resplandeciente. El lujurioso Kalami quedó hipnotizado ante la vista del tal espectáculo. Dos de aquellas mujeres se sentaban en las piernas del dios, le acariciaban, le besaban, le consentían. Y el dios miraba burlón, picaresco a sus visitantes. Su empresa había fracasado. Kalami intentó pedir una segunda oportunidad, se arrodilló y suplicó clemencia. Pero el juicio del dios era certero y furibundo. Un rayo cayó sobre Kalami que cayó muerto inmediatamente. La mujer gritó e intentó huir. El dios no se preocupó en perseguirla. Sabía que la terrible montaña se encargaría de hacer el resto.

Cuando la noticia llego al pueblo la gente entró en pánico, ya no hubo asamblea. Todos empezaron a correr por sus vidas, creyendo que, tal vez, en algún lugar lejos podían escapar de la furia y el poder del dios. Solo Pikin parecía tomarse el asunto con calma. Mientras los gritos y el desespero se apoderaba del pueblo, Pikin preparaba su equipaje y provisiones. Él pensaba enfrentarse y establecer un diálogo con el dios. No moriría al menos sin haberlo intentado. El joven músico se preparó para partir al Aconcagua, se montó en su llama y arrancó. No tuvo despedida de héroe, nadie le lanzó pequeñas hojas de astromelia, ni le cantó odas a su pronta victoria. Y así, él no era más que un simple viajero silencioso, solo le movía su voluntad y su valor. Pikin era pequeño en tamaño, pero era grande en carácter y resolución.

Llego al Aconcagua y empezó su complicado ascenso. Al contrario que los anteriores héroes, Pikin no tenía ninguna experiencia en alpinismo, la montaña se convirtió en un rival terrible. Se cayó en varias ocasiones, creyó que nunca llegaría a la cima. Esta cada vez estaba más arriba y en el horizonte solo podía ver gruesas capas de hielo. En ocasiones, creía ver los fantasmas de los héroes que habían muerto intentando convencer al dios. Vio a Dechamec y Kalami surtir con su llanto el suave eco de la montaña. Pronto creyó que el mismo se les uniría y que sería la tumba y el fin. Se dejó llevar por el sueño y decidió entregarse. Pensó en su madre, en su hermana, en la pequeña Igulu, su llama. Pensó en los crepúsculos, en las canciones, en los tragos de chicha con amigos. Pensó en la lluvia, en el beso de su madre, en el cántico de las olas. Pensó en la caricia de Aleka, en el pequeño concierto en la capital, en los aplausos de la multitud vacilante de historias y de nuevas pasiones. Sonrió, quizás una última vez.

Pero entonces fue cuando la vio. Una hermosa mujer triste como la nieve, una mujer de ojos tan antiguos como las montañas y el mar. Pikin se asustó ante la visión, creyó que finalmente estaba perdiendo la cordura. Pero la mujer le sonrió y le acarició la cara. “Pobre soñador perdido en medio de la nieve” dijo la mujer  “¿Qué es lo que buscas en medio de la tormenta y el abismo?” “Busco una respuesta, una acción, un elemento que valga lo suficiente para salvar a toda la humanidad”. “Pero si tú ya tienes esa respuesta. Sé que lo sabes” dijo la mujer. “Párate, ¡Oh pequeño Pikin!, el mundo es solo un escenario demasiado angosto para tus gigantescos ojos”.  Luego de decir esto la mujer se esfumo entre la niebla. Pikin entonces se sintió animado y se paró, no se rendiría. Llegaría hasta a donde el dios. Sacó fuerzas ya no de su cuerpo rendido y fatigado sino aquellas que se escondían en las arcas de la voluntad. Escaló y escaló. Atravesó muros, abismos y rocas puntiagudas. Herido, cansado y a punto de desfallecer de nuevo logró llegar a la cima. El dios Kon le esperaba.

Al fin llego a la caverna y se encontró frente al dios. El dios lo miró impávido, esperando cualquier otra vulgar ofrenda. Pikin no dijo nada. Ni siquiera una reverencia, nada. Simplemente sacó la ocarina que tenía guardada y empezó a tocar. La canción que tocó era única, su melodía recordaba el esfuerzo de los campos arados, el sabor del maíz, la magia del primer beso, el dolor de la partida de los moribundos, el misterio de los sueños nocturnos, la brutalidad de la guerra, el olor del chocolate en la mañana y un último abrazo de despedida, antes de partir. La melodía envolvió a toda la caverna y se iluminó con múltiples colores. La música quedaba guardada en el eco, como si no se quisiera ir. Pikin toco hasta el final sin parar. El dios no movió una sola facción de su rostro estoico. Cuando terminó de tocar, Pikin cayó al suelo rendido, cerró sus ojos, esperaba lo peor.

Kon miró en silencio a Pikin como estudiándolo. Pikin esperó lo peor: la muerte y el olvido. Pero, para su sorpresa, el dios empezó a aplaudir. La caverna se iluminó y pudo reconocer en sus ojos algunas lágrimas. Se decía que el dios Kon nunca lloraba, pero ahora lo hacía. Afuera, alrededor de las montañas, las nubes se extendían y empezaba a caer la lluvia. El dios se dio cuenta que no importaba cuantos músicos hiciera aparecer, ningún otro podría tocar aquella canción como Pikin. Era único y le había demostrado por que valía la pena la existencia de la humanidad. El arte y la música eran formas de resistencia, de sublimar, de creación dignas de cualquier divinidad. El humano había logrado sorprender al dios que no se esperaba que parte de su creación se revelará y le mostrará un aspecto desconocido para él. El arte y la música eran el picante, era el condimento perfecto, para esa esa existencia que parecía tan monótona. La llenaba de colores y juegos, pintaba de amarillo, rojo, verde y azul sus campos, villas y montañas. Resignificaba desde un nacimiento hasta la muerte, desde un beso a una flecha envenenada, desde una mirada hasta el silencio. Resignificaba todo el enigma del mundo y su existir.

El dios entonces tomó la ocarina de Pikin y empezó a tocar con pasión, su melodía fue hermosa, aunque diferente de la del músico. Pero sus notas estaban cargadas de algo más que música. En el fondo se movían pequeñas brisas que se fueron extendiendo por el mundo, acabado con la sequía y el sufrimiento. El viento cubrió los campos y llevó la música de Kon y Pikin, y de repente todo fue fiesta, pues habían sido salvados. La ocarina y la música fueron la clave, habían logrado producir un temblor en la piel de un inmortal. Pikin luego de recuperarse fue regresado por el dios a su pueblo. Las personas que escucharon su historia contada por el viento lo recibieron como un héroe. Le ofrecieron ser su gobernante, riquezas, mujeres y toda clase de recomepnsas. Pero Pikin se negó. Solo pidió un vaso de chicha y una cama en donde dormir.

Y así, durmió, sin saber que ya su pueblo nunca olvidaría su nombre, que años después se casaría con la hija del emperador, que esta no sería su última aventura y que gracias a su hazaña, a través de su música, había sido el forjador del viento. Y desde entonces se le conoció así.

El cadáver exquisito de los dioses



Cierta vez, hace muchos años, se reunieron a hacer un asado en el Retiro: Ala, Jehova, Zeus, Odin y Ra. Luego de jugar un par de partidas de poker estaban muy desocupados y no sabían en que ejercer su tiempo. Los cigarros y las polas se habían acabado. La música había decaído y sonaban algunas canciones de plancha y cumbia villera. Además nadie se aguantaba ya las historias de Zeus del último ligue que había hecho en forma de gaviota con una turista asiática en las islas del Peloponeso, ni los chistes malos de Jehova sobre brujas quemadas en el medioevo o sobre el nombre del papa.

Mientras Ra vomitaba destellos de luz en el sanitario, Odín quien era bastante ingenioso y le había robado los secretos a Yggdrasil creyó encontrar una solución. Dijo que hicieran un cadáver exquisito, hasta ahora todos habían creado y trabajado de forma independientes, ¿y si creaban juntos por primera vez algo único, fruto de la unión de todos los poderes divinos? Jehova y Ala, quienes eran los más egoístas, miraron con desconfianza al dios nórdico, pero luego de un par de chistes y aclarando que solo sería una vez los dioses accedieron gustosamente. Eso sí, pidieron que por favor esto quedará entre ellos y no se le dijera a nadie, todos aceptaron. Aunque ya Zeus al escondido preparaba su cámara para montar al otro día algunas fotos indecentes al face.

Los dioses pusieron su empeño en la empresa y su mente creadora se desprendió y voló hacia lugares desconocidos, los múltiples universos confluyeron en su pensamiento y un vórtice de fuerzas del cosmos provocó una explosión. Se habían movido en el límite entre el ser y el no ser. Por un momento la creación se vio en peligro. Pero, no obstante, había valido la pena y el cadáver exquisito había sido finalizado. Y así, en medio de una noche memorable, fueron creados: el vodka, el helado de macadamia y el vino.