Algunos dirán que mi trabajo es
insustancial, que no aporta al crecimiento de la empresa. Las caras grises,
medianeras marchitas, se reproducen con terrible regularidad. Esa es mi
preocupación, mi obsesión inversa, el objeto que deseo transformar. ¿Cómo es
posible que se lo tomen tan en serio? No comprenden que todo es un juego, una
rayuela sin cielo ni infierno y tal vez con una sola roca, una sola
oportunidad. Yo estoy aquí para recordárselo. Para que comprendan que ninguno
de esos pequeños papeles verdes vale lo suficiente, que solo son depósitos de
sueños de burbujas, la mentira del capital. Por eso los del banco saben que me
necesitan, porque soy su contraparte, su complemento. Sin mi ellos entran y
salen, y con una mueca vacía deciden no volver más.
Por ello, me pinto el rostro de
blanco y me pongo una nariz roja, un traje de matices variopintos y unas
zapatillas largas de duende de cajón.
Luego me visto con una sonrisa imposible, una sonrisa que no se pueda desarmar.
Entro al banco y me encuentro con aquellos rostros que me observan, que intentan
destruirme con su mirada, con sus dedos que señalan y su indiferencia de metal.
Yo simplemente hago una venia y les doy mi mejor pose. Hago que se pierdan, que
no comprendan, que se sientan atrapados en el laberinto de mis muecas y mi risa
multicolor. Mientras hacen fila y piensan en deudas, hipotecas y traspasos yo
les cuento historias y chistes; combato limpiamente con sus demonios de trajes
grises y bastones de cristal. Entonces les hablo de un tipo que le tiene miedo
a los caniches, de una mujer que se masturba en una sala de espera sin control.
Les hablo de dos putos que tienen sexo mientras ven un partido de futbol, y de
un lobo que renuncia a comer, a ser el malo de ocasión. Les hablo de un sujeto
que pelea con un enchufle mientras defeca y de un inspector de perros que
trabajo en el banco, pero que no lo llaman más. Les cuento historias que les
hagan olvidar y reírse un poco de la miseria de su propia cotidianidad.
Empiezo mi danza, mi danza de
arlequín, giro, danzo, me cuelgo, las manos vibran y los pies silban. Luego doy
un primer paso. Me acerco. Les jalo las
orejas. Me burlo de sus pantalones, de la forma como lavan sus dientes o como
cantan cuando se duchan. Me burlo de las mentiras que se dicen mientras hacen
el amor y de su cara de hastío cuando llegan a la noche de laburar. Hago
suspirar a mujeres obesas y consiento a pequeños niños, los únicos con algo de
sentido en ese lugar vil. La danza continua, no puedo parar, un nuevo giro y un
paso hacia atrás. Convierto al banco en un carnaval celeste, en donde los
límites se pierden y la luz reaparece en su mente sumergida en números, que se
evaporan con mi voz. ¡Bailen!, ¡Bailen conmigo!, que el movimiento no pare, que
un nuevo día aparezca y que esta parodia de mundo estalle con un beso o con un
vals, con una pisca de risa y de amor.
La danza termina, se escucha un sonoro aplauso. Hago una venia y
agradezco su atención.
Luego al finalizar la jornada,
entro al baño del banco, me quito la nariz. Me visto formalmente y salgo por la
puerta de atrás. Allá me espera un sujeto de gafas y traje blanco. Recibo mi
paga, cinco billetes verdes con la cara de un prócer olvidado. Sonrió
irónicamente. Por que se, que en ese momento de la noche, el arlequero ha
dejado de existir.
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