Azufre
y polución se expanden, como largartijas, por las fachadas de los edificios.
Trepan por los cuerpos y se aferran con sus garras a la piel. Las fosas nasales
se llenan de osarios de dióxido de carbono. El olfato enmudece, ya no percibe
el olor del beso de los árboles, ni del pastel de la abuela. Ya no cuenta una
historia. Hay un hierro oxidado clavado en el tabique. Hay un grito de un
rostro inefable bajo las grietas de la nariz. Y tú lo ves. Sí. Lo ves cuando
deambulas por las calles de la ciudad. Lo ves y corres lejos, te refugias en un
banco o en un centro comercial. Lo olvidas e inhalas aire para tranquilizarte.
Alimentas,
sin saberlo, un cementerio de olores marchitados.
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