Despedida de la Maga

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Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


jueves, 1 de febrero de 2018

El Instrumento del Diablo




Amarró la mula al poste y se limpió un poco las alpargatas llenas de tierra. Había sido una jornada larga y deseaba algo de comida y de aguardiente Descargó el par de costales, que contenía una valiosa carga procedente de las Minas del Zancudo, y la guardó en la bodega. La fonda estaba abarrotada ese día, habitada por arrieros, campesinos y prostitutas. El licor fluía de un lado al otro de las mesas y la música, algunos pasillos, coplas y bambucos, distraía a los arrieros, allí presentes, de las penurias de su cotidianidad. Juan María tomó asiento en una de las esquinas. No estaba de humor para la compañía, sólo deseaba comer y descansar. Pidió frijoles con arepa de mote y se los devoró al instante. Aunque solía comer poco en la noche, ese día tenía el hambre de una guacharaca perdida en el páramo.  Miró detenidamente una fotografía desgastada de una mujer y una niña, la acarició con cariño. Se dispuso a dirigirse a la habitación que le habían asignado, pero algo interrumpió su decisión: un hombre de bigote refinado, sombrero y, algo flacuchento para ser un arriero, se montó al escenario y sacó un tiple. Robusto, con sus 12 cuerdas, y su presencia inquietante.

Juan María quería ver lo que sucedería a continuación. El silencio se apoderó del recinto. El hombre empezó a tocar suavemente el instrumento, intentando con aquella caricia robarle algunos ritmos secretos. Pero el instrumento se negaba a ayudarle. El resultado era una disfonía, una voz que no se articulaba con el instrumento, un abismo donde rebotaban las piedras. Una prostituta, furiosa, se paró y entre gritos y groserías de alto calibre, le reclamó al arriero que se bajará del escenario. Otra, entre risas, conversando con un sujeto bonachón, le dijo que le recordaba los gritos de la Marcelita, su compañera, en aquellas noches de amor barato. El hombre no se resignaba a perder el control y a mostrar que dominaba el tiple como el mejor. Su rostro sudaba, sus piernas temblaban. Sus dedos se encendieron y por un momento parecía como si fueran cinco llamas vibrando con las cuerdas. Pero aun así fue inútil. El instrumento se negaba a hablarle. Exhausto cayó desmayado en el escenario. Una mujer exclamó con preocupación y se llevó la mano al rostro. Dos arrieros y el dueño de la fonda se acercaron, lo cargaron y lo retiraron.

El ánimo empezó a decaer y las conversaciones se volvieron susurros con palabras malsonantes. Juan María, sin prestar atención, se paró de su asiento y miró a la concurrencia. Su mirada era estoica, en sus ojos no había fuego, sino unas cuantas palabras que armaban los retazos de una tragedia inenarrable. Se acercó al tiple y lo tomó entre sus brazos. Lo acarició con cariño. Luego dijo unas palabras inentendibles. Todos estaban a la expectativa. Desgarró dos primeras notas, decidió probar primero cuales eran las reglas de juego que el instrumento le imponía. Al principio solo salieron algunos sonidos torpes, que los arrieros y prostitutas tomaron por ignorancia en la técnica y se burlaron de nuevo. Pero Juan María estaba decidido y su mano volvió a acariciar al tiple, intentó seducirlo, tocar sus caderas, sus curvas femeninas. Recorrer un cuerpo de madera de encenillo para encontrar sus puntos sensibles.

Alguna vez le había dicho a su hija que el tiple era el instrumento del diablo y que no debía acercarse bajo ninguna circunstancia. Hoy él pasaba la línea. Necesitaba hacerlo. Era el momento que, en sus sueños, se aparecía bajo la forma de un ataúd custodiado por cuatro gallinazos. La música era la vida, que triunfaba sobre el silencio.  Y aconteció que el local se llenó de nuevos parroquianos porque las notas, poco a poco, seducían con su tonada. El bambuco, aunque alegre, desgarraba las paredes y el aguardiante sabía más amargo, era la cachetada de la nigua que aparecía en la más terrible noche. Los comensales se quedaron callados, nadie habló, sólo la música del tiple hablaba y lo que contaba era una tragedia, un abismo, una historia de montañas y riachuelos que se marchitan bajo la luz del sol. Hubo algunas lágrimas. Alguna exclamaciones de admiración. Pero, ante todo, cuando Juan María soltó las cuerdas el local se llenó de aplausos y felicitaciones por su admirable interpretación. El arriero miró al cielo y levantó las manos como intentando agarrar la luz intermitente de la lámpara que, torpe, colgaba del techo, rodeada de zancudos y vientos inconclusos.

     He cumplido mi palabra.

El arriero se retiró del escenario y, a pesar de las invitaciones de algunos compadres a que bebiera con ellos, el juglar de las montañas se retiró a su habitación. El resto de la noche se la pasaron hablando de aquel misterioso personaje, tan lacónico y taciturno. Algunos dijeron que lo habían visto arriando una mulada por un despeñadero peligroso en el cañón del Cauca, otros que lo habían observado batirse a peinilla con tres bandidos en un sendero inhóspito cercano a Riosucío. Como fuera todos tenían alguna historia que contar que se ubicaba en los terrenos entre el mito y lo real. La imagen del arriero tocando el tiple había quedado grabada en la mente de todos y se evocaba con cierto nerviosismo como si se hubiera profanado con la música un espacio sagrado. Los susurros se escucharon hasta la madrugada, cuando un gallo cojo y tuerto, anunció el fin del ritual nocturno.

Nadie vio salir al arriero misterioso. Cuando unos pocos comensales preguntaron por su paradero, el posadero dio a entender que aquel hombre había partido muy temprano, como un fantasma, por la puerta trasera. Nadie lo había visto partir, excepto un par de mulas, que bien callaban el secreto, adormecidas en los establos.


Durante una semana no se volvió a hablar del arriero y su tiple. Hasta que un día un hombre delgaducho, de sombrero roto y que repetía la palabras “¡Cómo le parece!” una y otra vez, trajo una particular noticia. Un arriero con un tiple roto había sido encontrado muerto a las orillas del Cauca, tenía los ojos abiertos de par en par, la boca torcida y una expresión en el rostro que señalaba que lo último que había visto debía lindar con un horror innombrable. A su lado, aquella foto de su hija, hundiéndose en el fango, expresaba la misma sonrisa, aunque, como si alguien la hubiese intervenido con una tijera, habían desaparecido sus ojos. La anciana que trapeaba en las mañanas, en medio de una suerte de débil epifanía, dijo: “¡Se los ha llevado el diablo!”

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