Despedida de la Maga

Despedida de la Maga

Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


sábado, 1 de octubre de 2016

LA CABAÑA DE LAYO





Aquel lugar le pareció ajeno, igual que aquella brisa y aquellos pinos, no se parecían a lo que recordaba. Eran una vulgar caricatura de la evocación de su memoria.  Una pequeña hoja cayó en su mano. Intentó cerrar el puño y atraparla, pero, endeble, la hoja quedó fragmentada en múltiples pedazos. El viento hizo lo suyo y se llevó los restos. Se preguntó si había seguido las indicaciones oportunamente. Prendió su celular y revisó el GPS. Se había vuelto loco: según la aplicación se encontraba en Londres. Jacobo Calle se preguntó desde cuando Londres había cambiado el río Támesis por la quebrada la Miel, de mucho menor caudal y envergadura. Suspiró. La tecnología no le ayudaría esta vez. Tendría que fiarse de su instinto y este le decía que aquel era el lugar: una superficie infinita, una pradera con una hierba alta, habitada tan solo por algunos insectos, tres pinos y los ecos del riachuelo. Y aun así ¿por qué se le hacía tan extraño?

Jacobo tenía muchos motivos para querer volver después de tantos años. Sus recuerdos eran muy difusos. Pero había una sensación que permanecía: una cierta corriente eléctrica que se asemejaba a la felicidad, y a una sensación parecida a un ciclón interno.  Y quería entender el porqué. Sabía que de niño corría por aquellas praderas y jugaba con un perro labrador. Nunca supo de quién era el canino, pero se había convertido, rápidamente, en su mejor amigo. Establecer amistades era mucho más fácil cuando se es niño, el juego era el punto de encuentro; jugaban escondidijos, chucha, se perseguían y revolcaban en el pantano. Recordaba aún los lengüetazos y los regaños de su madre por jugar con ese “chandoso”. Sus padres habían tenido una finca por allí cerca, pero cuando las deudas aumentaron (y las malas inversiones de su padre también), se vieron obligados a deshacerse de la propiedad. Poco le importaban ya esas cosas a Jacobo. Su padre estaba ya cinco metros bajo tierra — hace poco había muerto, él había sido testigo y participe de su enfermedad terrible, de sus delirios nocturnos y su deceso que, al final, fue dado por una orden, una decisión necesaria— y él era tan solo un vestigio, o así lo había sentido, de una época que no volvería. Algo de estar allí no era más que un torpe intento de recuperar un poco de aquella magia que prometía el recuerdo.

Recorrió la pradera, tocó con sus dedos la hierba y la maleza, intentó conectarse con el lugar de su infancia. Cerró los ojos e intentó dejarse llevar. Nada, absolutamente nada. ¿Por qué las cosas no suceden como en las películas? Tener un flash back de repente y recordar a sus padres, a sus abuelos, a sus viejos amigos. No recordaba nada. Era frustrante. Se acercó al viejo pino. Sus días de verdor habían pasado. Ahora estaba desgastado y lleno de melenas blancas. Lo tocó, lo acarició, intentando encontrar en él un interlocutor, alguien que le contará el relato del pasado. El árbol no habló. Ni ningún elemento de aquel lugar. Pateó con rabia una roca que fue, justo a estrellarse, contra el riachuelo, provocando un efecto de sapito. Se acercó al riachuelo y se mojó la cara. El agua, fresca, le calmó un poco y le recordó, un poco, la razón, por la que había venido. Su pasado debía ser claro como esa agua, estaba cansado de los ciclones y los vórtices. Recordó las palabras de su padre en los últimos días: “Quiero volver a mi pequeña cabaña, sólo allí puedo encontrar la tranquilidad, un poco de agua cristalina para mi alma. ¡Llévame hijo! Te lo pido hoy más que nunca”. Se preguntó si su viejo se había limpiado su rostro firme, sin fisuras, alguna vez con agua del riachuelo.

Escuchó de repente un ladrido. Volteó la cabeza. Era el perro, su viejo amigo, el labrador marrón. Miró sorprendido, no había envejecido ni un ápice, era igual que en sus recuerdos. Se acercó lentamente y lo observó por un momento. El perro abrió sus ojos y empezó a mover su cola juguetonamente. Su lengua, babosa, salía de su hocico como una promesa de amor canino. Luego de pensar detenidamente, se dijo a sí mismo que era imposible, no podía ser, es más, el perro debía estar muerto (o mínimamente sería un costal de carne y pelos que no podría levantarse de la entrada de su casa). Decidió que debía ser un perro de otra de las fincas o casas del sector, no obstante el parecido con el amigo de su infancia era asombroso, era casi una calca exacta, un clon melenudo. El labrador se acerca y le lame su mano, luego corrió en círculos, parecía buscar algo de juego. No pudo evitar sonreír. Se preguntaba cómo podían estar los caninos siempre tan alegres. Luego el perro recogió una rama seca de la tierra y, con ella en la boca, extiendió su pata hacia sus piernas. Jacobo lo acarició y se unió al ritual. Le quitó, tirando con un poco de fuerza, la rama y empezó a agitarla en el aire. El labrador, sin nombre, se entusiasmó y brincó desesperado por alcanzar el anhelado premio. Jacobo la lanzó, lejos, para que el perro la busque y quizás, con algo de suerte, encuentre también las cenizas de su pasado.

El labrador no se demoró en volver triunfante con la rama en la boca. Quiere que se la lance de nuevo. Jacobo lo hace, no lo pensó dos veces. El perro corre por la rama de nuevo. La trae, pero esta vez la deposita en el suelo y guarda su lengua. De repente su expresión alegre ha desaparecido.  Se dirigió al riachuelo. Jacobo decidió dejarlo ir. Pero cuando el perro llegó a la orilla se quedó observándolo detenidamente, le ladró con fuerza y movió su hocico de una manera extraña. Parecía una clara invitación a que le siguiera. Jacobo suspiró y se rascó la espalda. ¿Qué más podría perder? Este lugar se le hacía, increíblemente, ajeno. El perro era su única conexión. Quizás lo llevará a otro lugar más agradable que implicara que aquel viaje había valido la pena.

El perro cruzó el riachuelo por un pequeño tronco, Jacobo lo hizo igual. Luego siguieron a través de un sendero entre los matorrales. El camino seguía y seguía y cada vez aparecía más vegetación: algunos árboles, insectos y uno que otro pájaro. Un barranquero, envalentonado y posado sobre una rama de un abedul, emitía su llamado al caos primigenio.  El sendero de rocas, era como el que habían recorrido los antiguos arrieros, llevando costales cargados de café y alguna que otra piedra preciosa. Jacobo no se sentía un arriero y cada vez se sentía más perdido. Tener el GPS malo no ayudaba en lo absoluto. El labrador, sin embargo, seguía su camino seguro e insistía en que lo siguiera, así que aceleró un poco el paso. Cada vez cambiaba más el paisaje, y la vegetación se iba tornando más abundante y portentosa: Flores de todos los colores, margaritas, jacintos y orquídeas; uno que otro petirrojo, azulejo y colibrí, y árboles cada vez más altos, con una cima inalcanzable; Y al fondo, de repente, un ruido extraño. Era como el lamento de alguna bestia. Jacobo no recordaba haberlo escuchado nunca, le desagradó profundamente. Rompía con aquella normalidad “natural” que proponía el paisaje. “Perro loco, ¿a dónde me llevas?” preguntó, pero no hubo respuesta.

El lamento sonaba intempestivamente cada cierto tiempo, cada vez más fuerte. A Jacobo le daba mala espina, pero también la curiosidad lo invadía. Cuando decidió que era mejor regresar el lamento se silenció. Quizás sólo había sido su imaginación. Decidió que solo seguiría al perro unos quince minutos más, sino regresaría al carro y volvería a su casa. También era cierto que, a medida que se internaba más en el sendero, la luz del sol, a pesar de estar en pleno día, entraba con menos fuerza por las ramas de los árboles. Daba la impresión de encontrarse en una suerte de ocaso sempiterno, que todo lo abarcaba. Intentó llamar al labrador para que se detuviera, para volver de nuevo a la seguridad del arroyo y del terreno conocido. Pero el perro solo sacudía la cabeza, con alegría, su invitación a que le siguiera permanecía. Parecía desesperado por enseñarle algo. Jacobo le siguió por aquel sendero. No entendía porque lo hacía tampoco. ¿Una esperanza tal vez? El perro podría traer algo desde su lejana infancia.

Pronto el sendero de empezó a anchar y llegaron a una cabaña protegida en sus límites por unas tablas flojas y carcomidas. No había mucha vegetación alrededor, era más bien una llanura reseca alimentada tan sólo por un árbol sin hojas, endeble y pequeño. En un extremo de la vivienda una cruz de madera denotaba, tal vez, la fe de los ocupantes. Jacobo no recordaba haber visto nunca ese lugar, sin embargo, al contrario que el riachuelo, este lugar se le hacía cercano, familiar. ¿Cómo podía pasar eso? ¿Estaba su memoria jugando con él? Se rascó la cabeza y, perdido, entrecerró y abrió los ojos, como buscando que el paisaje cambiara de repente. La cabaña seguía allí. El perro ansioso, al ver la puerta abierta, entró. Jacobo se dijo a sí mismo que tal vez los dueños del perro vivieran en el lugar. Aunque se preguntó quién podía vivir allí, en medio del bosque, abandonado de dios-civilización. Intentó llamar en voz alta,  pidiendo autorización para entrar, pero no hubo respuesta. Pensó que el dueño de la cabaña no debía estar en casa. Dudó un momento si debía entrar, pero la curiosidad, como una libélula coqueta, revoloteaba por su mente confusa.

Lo que vio, cuando entró, lo sacudió por completo. Todos sus sentidos se vieron afectados: sus ojos se abrieron de par en par como dos reflectores, su respiración se tornó agitada, sus manos empezaron a temblar, intentó gritar pero lo único que surgió de sus labios fue un lastimero “oh” que no lograba quebrar el silencio. En el piso, expandiéndose como un lago interminable, la sangre lo llenaba casi todo y se deslizaba por las aberturas de las tablas del suelo. En la pared, escrito en un violento carmesí, estaba la siguiente palabra: “LAYO”. Al fondo, una mujer embadurnada de sangre, recostaba en una esquina, devoraba un trozo de carne roja. Tenía el cabello negro y muy largo, sus ropas estaban completamente desgastadas, sucias y roídas. Al lado de la mujer un cadáver humano tenía el estómago abierto de par en par y las vísceras salían como flores sin pétalos hacia el exterior. El perro había desaparecido.

Jacobo no aguantó y vomitó. Vomitó como nunca. No sólo por la fuerte visión. No. Había algo allí que le hacía sentir que él tenía que ver con todo aquel paisaje macabro. Él era el elemento que faltaba en el cuadro. Aunque no era capaz de racionalizarlo del todo. Tenía que salir de allí. Pronto. Debía escapar. Intentó recuperar la compostura, abrir y cerrar los parpados varias veces para despertar. Entonces escuchó un grito, un grito terrible, surgido del fondo mismo del abismo. Un grito innombrable que sacudió sus cavernas auditivas. Se agachó y agarró su cabeza. Intentó taparse los oídos. Abrió los ojos. Era la bruja quien gritaba. En su mano derecha llevaba un largo y afilado cuchillo que antes no había detallado. Su mano izquierda se apretaba en un puño que reflejaba el peso de una decisión tomada.

Pretendió de nuevo levantarse, pero sus pies no le obedecían. La bruja se levantó y se acercó lentamente. Sus pasos, en la madera, tenían el ritmo de un tambor macabro. Debía escapar, levantarse y correr, lejos, muy lejos, de aquella mujer y sus ojos brotados. Pero seguía sin poder moverse. La bruja sonrió, y su sonrisa era terrible: evocaba una imagen oscura y turbia de su pasado, una tormenta que no estaba dispuesto a acoger en su cuerpo, ni en su piel. Empezó a silbar, su tonada le recordó alguna canción de su infancia, probablemente una de las tantas nanas que su madre le cantaba antes de ir a dormir. Intentó de nuevo moverse, pero sus músculos permanecían quietos frente a la melodía. Había perdido dominio sobre su propio cuerpo, le pertenecía ahora a ella y a aquella cabaña, o quizás siempre le había pertenecido y él no lo sabía.

La mujer estaba más cerca. Justo encima de él. Lo miró un momento detenidamente. Jacobo esperó la descarga del cuchillo sobre su piel. Pero eso no pasó. La bruja se sentó encima de su torso y acercó su rostro, sus miradas se cruzaron. Su semblante estaba más cerca y su ropa salpicada de sangre se unía a la suya.

     Por favor, no me haga nada…— imploró
     Yo. Yo no te haré nada— dijo la bruja en un susurro— Esto te lo has hecho vos mismo. Y cuando finalice nuestra conversación: tú mismo me pedirás que te clave el cuchillo.
     ¿Qué? ¿qué dices vieja loca? ¡Aléjate de mí!— exclamó confuso
     ¿No lo adivinas?— dijo y clavó el cuchillo en un costado, cerca a su brazo— Mira atentamente esta cabaña. ¿No te parece conocida?
     ¿De qué hablas? ¡Nunca he pisado este lugar en mi vida!
     ¿Seguro?

Jacobo miró a su alrededor. Se repitió de nuevo aquella sensación: a pesar de ser la primera vez que entraba en la cabaña, se le hacía un lugar tan cercano, tan íntimo. Hizo un esfuerzo por recordar, pero la niebla habitaba en los recintos de su memoria.

     No lo recordaras. Pero es algo que tu yo racional jamás podrá controlar y menos esa traviesa memoria que tienes— dijo la bruja aún encima de él y mirándole detenidamente—. Pero hoy se acaba el engaño, es hora de que baje el telón y los actores se quiten las máscaras.
     Yo…yo no necesito nada de eso— dijo aterrado, por alguna razón sus palabras le generaban una angustia peor que la de la amenaza del cuchillo— Por favor, déjeme ir.
     Lo que ves aquí está en lo profundo de las mazmorras de tu cuerpo y de tu mente. Pues eres un monstruo y, esto que ves, no es más que un pedazo de ese excremento que sale de tu boca, de tu ano, de tu ombligo y, desde luego, de tu mente
     No recuerdo haber consumido ninguna droga
     No se necesita ninguna droga. Has llegado a un punto terminal.

Hizo un último esfuerzo por zafarse pero su cuerpo no respondió. Recordó aquella sensación que había sentido ya, un par de veces, aquellas noches en que sufría parálisis de sueño. Era muy parecida, respirando, con los ojos abiertos y sin poder mover su cuerpo. Pero ahora no estaba en el mundo onírico. Aunque tampoco estaba muy convencido, ante el terror de  la bruja y el entorno lúgubre y marchito, de encontrarse en un lugar real. ¿Dónde estaba?

     La pregunta que te haces no es la correcta— dijo la bruja como si leyera su mente— Estoy seguro de que serás capaz de formular la pregunta exacta.
     Creo…sí…hay una más: ¿De quién es el cadáver de ese hombre?
     Muy bien— dijo la bruja riéndose—. Mucho mejor.

La bruja tomó el cuchillo y lo arrancó del suelo, lo pasó lentamente por su lengua, seductoramente. Le susurro unas pocas palabras en un idioma desconocido al oído y, posteriormente, se paró, despacio, dejándole libre. Luego se acercó a la ventana y, mirando fijamente algún punto fijo en aquel bosque desconocido, le dijo:

     Acércate y compruébalo tú mismo.

Su cuerpo al fin le respondió. Rápidamente se puso en pie. Era su oportunidad de escapar. Se acercó, sin pensarlo dos veces, corriendo a la puerta, tenía que salir de allí. Pero al llegar al umbral algo le detuvo, no era capaz de seguir. Sin embargo no había nada sobrenatural que se lo impidiese, más que su curiosidad por resolver el enigma. Tenía que ver el cuerpo de aquel hombre, quizás estaba allí, rodeado de sangre y vísceras, la respuesta que estaba buscando.

Volvió la cabeza para ver si la bruja lo había seguido, pero la mujer seguía parada mirando por la ventana. ¿Por qué no lo perseguía? ¿Por qué de repente ya no parecía una asesina demente? Todo su ser racional le decía que pusiera pies en polvorosa, pero aun así, por un instante, pudo más la curiosidad, el anhelo de una verdad esquiva. Decidido, sin mirar a la bruja, se dirigió hacia dónde se encontraba el cadáver. Cuando llegó no lo reconoció bien. El rostro estaba algo desfigurado. Pero entonces se acercó un poco más y, ante la inminencia de la revelación, no pudo evitar lanzar un grito. Un grito terrible que explotó en la pequeña cabaña y que se perdió en medio de la canción del viento en la noche.

Era su padre.

     No…
     ¿Ahora recuerdas?
     sí…
     Esta sangre, la bruja, el perro, la noche no son más que habitantes que pueblan tu ser múltiple. Y aquí está tu última deuda.
     Entonces, ¿Qué debo hacer?
     Tú ya lo sabes

Jacobo respiró profundamente y, sin pensarlo mucho, ordenó:


     Clávame el cuchillo

jueves, 19 de mayo de 2016

ICARO Y LA SIRENA







Extraviarse
             Bajo
                   Caminos
                             Quebradizos
                                          (Los que recorrieron juntos para llegar hasta allí)

Percatarse de flujos
                                Di    -   fu-     sos

Que recorren
                        la asimetría
                                           De su rostro inconcluso
                                                                                 Bajo un árbol lacado.
                                                                                                                         

No mirar, no parpadear, no agitar las manos intentando agarrar la pulpa del viento
Pensar que al instante se le suma uno (o se multiplica por dos)
Para aferrarse tan solo un poco
Romper el velo de la monotonía con un beso
                                                                       O con una danza de dedos
                                    Que junte las manos
                                                                        En una traviesa comunión


Se miran un momento detenidamente
Creen conocerse (o tal vez no)

               
Quizás
Está
Del
Lado
Equivocado
                                                                                                          Del Satélite que transita el cuerpo
Y provoca mareas altas
Tormentas bajo la piel

Y él quiere llegar hasta allí
El canto de la sirena pronuncia su nombre
Pero sus alas son pequeñas
Son alas de aserrín


¡Icaro, ven aquí!
¡Ven y piérdete!
Tengo muchos territorios
Muchas pieles
Mi sonrisa es un pastel

Vuela
Incauto arlequín
Róbale las bisagras a los altocúmulos
No hay rejas
Dos lenguas generan una espiral

Vuela
Mi buen amigo
Pronto lo alcanzaras
Ese efervescente deseo
Un sol que quema y devora
Los cuerpos y la soledad.

Vuela
Déjate llevar
Embriágate con las altas brisas.
Píntalas en tu memoria
No hay un cielo que se repita
Pero si una epifanía
Una ardiente verdad.

                                                                                                                               
Y entonces cae
            No pares de caer
                                  Cae
                                      No hay colchones en las nubes
                                                                                    Cae
                                                                                       No pienses en el impacto
                                                                                                                                                                    
Cae                                                                                                                                                             
Lo que importa es el acto en sí mismo
Un caer sin metáforas ni artificios
Caer para no volver

Cae
 El olvido es tu bandera
                              Cae
                                Mientras tu cuerpo no para de arder
                                                                                 Cae
                                                                                  El trayecto es lo importante


CAE
Ya no llueve
Ella se ha vuelto imperceptible
Te estrellas en el asfalto
Un espejo se rompe
Y otra sirena vuelve a cantar otra vez.


                                                     




                                                    




miércoles, 6 de abril de 2016

El Arlequín Bermejo




Y aquí estamos de nuevo, la misma mesa roída, el mismo maldito líquido, la embriaguez, inspiración sucedánea de versos mediocres. Bebo y bebo, y no puedo evitar recordar: tu efigie, tu figura, tu rostro que desarmaba toda pretensión con una sonrisa juguetona. Sí, lo recuerdo muy bien. Está allí, en este vaso de whisky barato, tu aliento, tu olor. Huelo y huelo el vaso. El aliento sigue allí. No se va. Dudo que alguna vez pueda irse. Decido entregarme y dar un sorbo más. No los he contado. Pero para mí, han sido más de mil. Mil sorbos. Mil lamentos. Mil instantes perdidos. Quizás quiero inundarme un poco, desbordarme, sacar todo el excremento de ballena que tengo en mis tripas.

Eh, poeta, ya vamos a cerrar— grita el Barman— ¡Largo de aquí barril sin fondo!
Pero, si apenas son las cuatro de la mañana— digo en un susurro lento— Aún falta. Aún me falta. Aún le falta.
¿Le falta a quién?

Señalo con mi dedo índice al cielo y luego doy otro sorbo.

Ajamm…— dice burlón— ¿y más o menos cuándo se llenará?
No lo sé. Desconozco las propiedades del sistema gástrico celeste. Pero supongo que no antes de que los pájaros se despierten y empiecen a entonar la vieja y primitiva canción.
¡Fuera de aquí imbécil!— grita el barman ya exasperado y con el rostro rojizo

Rápidamente me retira el vaso del alcohol. Intento protestar. Pero luego me agarra fuerte y me saca a trompicones del lugar. No sé cómo lo hizo. Es fuerte, es verdad, tiene una contextura de gladiador romano. Pero me sorprende como logra esquivar en tan solo unos segundos la cantidad de mesas y sillas hasta la entrada. En fin, ya no importa. Estoy fuera y la puerta ha sido cerrada con doble chapa. Miro al cielo. Hace una bonita noche a pesar de todo. No hay casi nubes y unas cinco o seis estrellas (o tal vez planetas que se travisten) resaltan en el cielo. La luna es esa sonrisa felina que se burla de esta ciudad de máscaras, de buitres cobardes que se esconden en las montañas. Ya qué, me largo a la mierda.

Camino por las calles sin prestar atención a los mendigos y carreteros que pasan a esas horas buscando un poco de esperanza dorada en medio de una ciudad sin luz. No, no tengo, le digo a alguno que pasa, cuyo rostro sucio es un espejo del alma de la ciudad. Me gustaría sentir lástima tan solo un momento, pero ahora no puedo, mi mente divaga en otro lugar lejos de estas calles vacías. Me gustaría tomar otro trago. Pero no tengo nada a la mano, más que un par de cigarros, una candela y un llavero con un triángulo que me regalaron alguna vez. ¿Algo especial en el llavero?, no, supongo. Al menos no tiene un significado emocional. Pienso que quizás lo que me atrae es su perfecta simetría. No porque yo sea un ser simétrico, estoy lleno de abismos y fisuras, sino porque es aquel lugar al que me gustaría llegar alguna vez. Es difícil de explicar. Solo digamos que me atrae y punto.

A lo lejos creo ver a alguien. Es una mujer. Se me hace familiar. ¿La conozco? Quiero acercarme un poco más. Sí, yo le conozco. Es imposible olvidar ese rostro. Iris, ¿eres tú? ¿Cómo? ¿a esta hora y precisamente en este espacio de avenidas inconclusas? Eres tú. Lo sé. Tengo que acercarme, no puedo perder tiempo. ¡Realmente eres tú! Piiiiiiiiiiiiii. Un fuerte pitido atronador me saca de mis reflexiones. Escucho el trueno de un carro que casi se estrella contra mi cuerpo.

¡Quítate del medio imbécil!— grita un sujeto en un carro levantando la mano furioso
Disculpe señor— dije intentando levantar el dedo, pero mi mano se tambaleaba en el aire— pero, ¿se puede colapsar contra un cuerpo que ya está colapsado?

La respuesta no se hizo esperar y un nuevo pitido irrumpió en mis cavernas auditivas. Casi me tumba.

¡o te quitas o te piso borracho hijueputa!— volvía a gritar

Esta vez opto por retirarme y no discutir. El carro acelera y desaparece en medio de la noche. En otras circunstancias tal vez le habría respondido apropiadamente, pero ahora me preocupa Iris. Ya no está. Pero estoy seguro de que estaba allí. Yo le vi ¿o es el alcohol que engaña mis sentidos? No, no es el alcohol. Era ella. Ese rostro podría reconocerlo en cualquier lugar, desde algún lejano pueblo de alemanes bigotones en la Patagonia hasta alguna aldea de renos y mujeres de sonrisas cansadas en Canadá. Era ella, pero ahora ya no estaba. Y la conciencia de que por un momento la tuve cerca me atormenta terriblemente. Un ligero temblor se asoma en mis labios para desaparecer en mi garganta. Era Irís, lo sé. En verdad lo sé. Decido buscar aquel fantasma en medio de las calles, aquel espejismo de la mujer que me ha abandonado y que juraba que nunca volvería a ver.  Me muevo a través de los pocos transeúntes buscando su rostro pálido y sus ojos marrones.

Iris fue mi amante, mi compañera, era ¿cómo decirlo sin sonar cómo un idiota romanticón? Era una moneda para este vagabundo errante en búsqueda de un sentido. Una moneda para comprar un pequeño pan, tal vez, una breve ilusión de que un beso dura más que una misa en jueves santo y que la muerte se ha distraído tomando tequila en un bar. Sí, esa fascinante ilusión. Iris, la efusiva, la pasional, la revolucha, la mujer que quería cambiar el mundo con sus pequeños deditos. Que parecía volar cinco centímetros por encima del suelo, levitaba, su existencia era un desafío a la gravedad. Porque ninguna ley le ataba. Resistía a todo, contra la estupidez, contra la miseria humana, contra las carnes rojas, contra el cemento. Respiraba resistencia. Incluso, en algunas ocasiones, contra la vida misma. Eso la condenó.

Iris creció, adoptada, en un hogar pequeñoburgues del occidente de la ciudad. Nunca conoció a sus verdaderos padres, ni a su hermana, ni a su hermano, de los cuales solo conocía el nombre de ella: Beatriz. Como el personaje de Dante siempre se le hizo lejana, habitaba, tal vez, en alguno de los cielos de las comunas de la ciudad. Iris creció saludable, activa, inquieta por conocer, rechazó el confort que le ofrecían sus padres, su deseo era salir y enfrentarse a la realidad misma, hacer que se amoldara a Iris, a su encanto, a ese color verde intenso, como la estela de sus pasos. Se aproximó a toda clase de textos: literatura, historia, filosofía y ciencia que le permitieran entender aquel caos inherente al mundo. Decidió que sus manos podían ser picos y palas, que podía luchar para construir un mundo mejor. Participó en agrupaciones de izquierda, asistía a todas las marchas en contra del régimen político de derecha, se ensartaba en debates intensos acompañada de una pola en un bar. Participaba en grupos que cuidaban a gatos sin hogar y chanditas indefensas, no tenía problema en no comer por darle de alimento a algún habitante de la calle y tenía una palabra de afecto y un abrazo para él que lo necesitará.

No sé qué vio ella en mí. Aún me lo preguntó y me sorprende. Yo nunca he querido cambiar el mundo. Soy solo un beduino que escribe versos mediocres y que vive en desierto lejano, donde no llegan los ecos de esta realidad absurda, solo hay dunas y estrellas infinitas.  Tal vez pensó que podría cambiarme. No lo sé. Debo decir que tampoco es que ella fuera la mujer perfecta, era terca, reaccionaria y en algunas ocasiones voluble con su estado de ánimo. Podía tener largas crisis de depresión y maldecir a sus padres, a sus amigos y a quienes la queríamos por nuestra apatía al dolor ajeno. Se encerraba en un mutismo indefinido que no daba lugar a un diálogo o al encuentro, sino al silencio, peor que la palabra peyorativa o la maldición. Pero la mayoría del tiempo era un albatros que te incitaba a querer volar. Sí, supongo que ese era es el animal indicado: un albatros, como el del poema de Baudelaire, alguien con unas alas enormes pero con unos pies pequeños. Y que cae de la misma forma al final.

Su pasión lo desbordaba todo, no sólo en su actividad cotidiana, también en la cama, donde provocaba latidos intensos, explosiones de galaxias y lluvias de sudor.  Cocinaba unas pastas en salsa blanca deliciosas, escribía poemas sobre gatos y brujos, escuchaba y cantaba tangos mientras se duchaba y dibujaba rostros de personas que veía en el metro en un cuadernillo gris. Tenía una muletilla en su habla, que en vez de chocarme, sólo le daba un aire más encantador: Solía decir “Cocholis” cuando se sorprendía o se daba cuenta que algo le había salido mal.

A pesar de todo nos complementábamos, no como el sol y la luna, sino como una orquídea y un colibrí (Yo era la orquídea). Ambos teníamos, en cierta medida, un poco de delirio poético y de eso que llaman felicidad. En fin, ¿de qué vale recordarla ahora? ¿De qué sirve a esta hora? En esta maldita calle. A todos esos mendigos y recolectores de periódicos les vale una mierda. A mí también debería de valerme, al fin y al cabo la muerte es una potencia activa, el agujero al que todos vamos a llegar. Pero te extraño Iris y hoy, más que nunca, intento comprender por qué te fuiste. Por qué me abandonaste sin siquiera avisarme. Por qué decidiste que serían veinte y no veintiuno las pastillas de trazedone, que te llevarían al sueño sempiterno.





Iris no aparece por ningún lado. No está. Solo rostros vacíos y decadentes. Era ella. Repito. Era ella, lo juro. Iris, Iris, vuelve a mí, por favor, vuelve. Te lo pido, vuelve. Solo quiero decirte unas dos palabras, solo dos te pido. Aquellas dos palabras cliché de las comedias románticas. Le pego con los puños a la pared, me recuesto sobre ella. Mi cabeza da vueltas un poco y no logro tener alguna idea coherente. Las enormes edificaciones se me hacen enormes jirafas asesinas. El cielo y mi casa están muy lejos. ¡Todo tan lejano! Mi vista no alcanza a fijarlos en un punto fijo en un mapa mental. Estoy perdido. Un breve temblor recorre mi sien y mi boca. Iris. ¿Por qué? No puedo evitar que los ojos se inunden un poco. Es solo el ácido de la remembranza. Debo volver a mi refugio. Solo he sido un estúpido.

Sí, debo olvidarlo simplemente, llegar a mi cama, ya he divagado lo suficiente. Debo tan solo cerrar los ojos y hacer que el mundo desaparezca un poco, tan solo por unos segundos. Pero mi casa está algo lejos (o solo cerca, muy cerca, pero imperceptible). Después de todo un nómada, ¿puede tener realmente un hogar o un territorio que amé? No aguanto más. Llego a un pequeño parque, hay algunas bancas y una estatua de algún prócer bigotudo. No le reconozco, no me da la cabeza. No hay nadie, solo algunos fantasmas tal vez. Y mi cabeza lo sabe, sabe porque escucha sus ecos, sus gritos de desasosiego. Son lamentos contra el olvido. No puedo más. Vomito al lado de un árbol. Vomito. Vomito. No es una liberación, es simplemente el flujo de corrientes subterráneas, es la vida que fluye. Y es precisamente lo que nuestro estomago rechaza lo que tiene más vida, pues es lo marginal y lo profano, lo que le da la mística a nuestro cuerpo, lo que demarca nuestra imperfección absoluta.

Me recuesto en una de las bancas. Espero que no aparezca por aquí algún poli a joderme la existencia. Ya he tenido suficiente con esos grillos del orden. El otro día pasé media noche en un Cai envuelvo en medio de un diálogo (o un no-diálogo) con los tombos cargado de ciertas palabras que para mí no significaban nada: “orden” “buen comportamiento” “responsabilidad civil” “poetucho marihuanero” “borracho de mierda”. En el momento que los grillos empezaban a tocar su tonada yo prefería no escucharla, me perdía en mis propios pensamientos de lunas, senos prominentes y volcanes en estado de erupción. Luego, cansados, me liberaban del tormento. No sin antes advertirme que si me volvían a ver sería sometido a castigos más severos. Hasta ahora la amenaza no se había hecho real, supongo que los grillos en el fondo me veían simplemente como lo que soy, el arlequín bermejo, el que hace reír a la noche.

Miro de nuevo al cielo, me olvido de los grillos, y me enfoco en las estrellas. Las veo por última vez, ya que pronto saldrá el sol. ¿Estará Iris allí? Aún me queda un vestigio de un porro que me fumé hace unos días, una colilla moribunda. Lo saco y lo prendo con algo de esfuerzo. No es mucho lo que puedo sacar. Qué deprimente. Una anciana, de esas madrugadoras, pasa a mi lado paseando un puddle. Aquel engendro no tarda en ladrarme, en convertirme en víctima de sus aullidos inútiles. Pues, ¿qué puede ser más inútil que el ladrido de un perro con cara de peluche? La anciana me mira con repugnancia y se aleja rápidamente buscando evitar mi presencia. Me hace gracia y no puedo evitar reírme. La primera vez que me rio en esta noche. Me sentía como el protagonista de una caricatura mala de la tv. Aquella anciana bien que tenía talentos actorales, su rostro deformado por el asco bien vale algún performance humorístico en uno de esos programas del sábado por la noche.

El porro se ha terminado, desecho lo que queda. Mis ojos se entrecierran, el sueño empieza a hacer lo suyo. Pero no quiero ir a casa, no hoy, no ahora, quizás nunca. Deseo quedarme en este lugar tan tranquilo, tan silencioso, tan propio. Más propio que cualquiera de las habitaciones donde he dormido, sólo o acompañado, parodias de un hogar que nunca se construyó. Deseo dormir, pero mi cabeza tiene un par de elefantes que bailan el vals. Sus largas trompas perforan mis tímpanos y juguetean con la corteza cerebral. No puedo dormir. Abro los ojos. Veo una sombra difusa. ¡Qué importa quién sea! Vuelvo a cerrarlos. Quiero dormir. No puedo dormir. Los abro de nuevo. La luz titilante de un farol me encandila los ojos. Parpadeó un poco. La veo. No es posible. Me froto los ojos. Es ella. ¿Iris? ¿Eres tú?

Me levanto como un resorte. Es ella. Cerca al viejo roble del parque, una aparición incandescente. Es ella. No se mueve de su lugar. Me mira detenidamente, me examina como a una muñeca de su infancia o una vieja carta de amor. ¡Eso soy querida! Un texto que no termina de escribirse, qué aún no logra las palabras definitivas. Intento acercarme, voy despacio, desconfío un poco. ¿Estaré tan borracho y trabado? No, no. No me siento ya tan mal, el vómito siempre libera un poco. Solo tengo un poco de sueño, pero su rostro es para mí el despertador primigenio. Intento hablar, pero no soy capaz de pronunciar palabra alguna. Cada vez estoy más cerca. Estoy parado justo al frente de ella.

Nos miramos un momento detenidamente. No sé qué decir.

¿Iris? ¿eres tú? Iris…
Actúo como un idiota lo sé, pero… Ella no dice nada. Me sonríe, o eso creo entrever. Luego me da la espalda y se dispone a irse.
Iris, no te vayas, por favor, ¡Iris! Soy yo…mírame…¡Iris!
No me obedece. Su paso y huida cada vez es más acelerada. La persigo desesperado, estiro mi brazo e intento agarrarla. Me lanzó sabiendo que si no lo intento me arrepentiré el resto de mis días.  Me tropiezo y caigo, caigo y te veo partir. ¡Adiós Iris! Perdona…

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Una luz incandescente cae sobre mis ojos. Los abro molesto. ¿Dónde estoy? El mismo parque, estoy recostado en una banca. Miró al cielo y veo su rostro. Iris. No soy capaz de moverme. El cielo ha clareado un poco y algunos pájaros empiezan el canto primigenio, está amaneciendo sin duda. Aún siento un terrible dolor de cabeza. Me cuesta hablar o moverme. Ella me mira en silencio como esperando ver mi reacción. Siento una acidez en la garganta. Empiezo a toser. Escupo a un lado.

Cocholis, señor, ¿se encuentra usted bien?
Iris…
No sé quién será la Iris de la que habla- dice preocupada- No es mi nombre.
Iris…— repito levantando mi mano e intentando tocar su rostro
Le repito, no soy Iris. Quizás debería llevarlo a un centro médico.
Calló por un momento. Mi mente se despeja un poco y logro articular palabras más coherentes
No, Iri…señorita. No es necesario, no se preocupe. Estoy bien.
Pero…
No.
¡Pero qué terco es usted! Venga, tome un poco de agua…

Tomo agua de un termo que ella tiene. Ese desprendimiento con extraños y miserables personajes, esa actitud altruista, ¿cómo no puedes ser Iris?

Si no eres Iris, ¿quién eres? ¿un ángel con su rostro tal vez?

Ella sonrío. Era esa misma sonrisa calcada de un lienzo de Bouguereau

Mi nombre es Beatriz.

La miré atónito. Mis ojos se abrieron de par en par. Al final todo había sido una broma, una ingeniosa broma de la noche y su delirio. Había jugado conmigo. Una deidad se divertía jugando catapis con mis tripas y mis desvaríos. Una broma, una jodida broma. Los astros se reían a carcajadas, los fantasmas del parque también. ¡No te preocupes noche! Mañana abriré otra vez el telón y el arlequín bermejo comenzará, con su danza torpe, una nueva función.

domingo, 3 de abril de 2016

El vuelo del Brujo




Un rayo irrumpe, en una calle de París, cerca de una fachada verde y nevada. Un rayo que no es descarga, sino pensamiento que fluye, por las páginas de un libro, por un longevo tubérculo. Es una decisión que desterritorializa el instante, que crea eternidades efímeras. Es un frenesí, una relación de afecto por el cemento y la tierra, por el animal que deambula en nuestros trayectos.

La decisión ha sido tomada, ya no hay reversa. Él ha optado por la libertad. El brujo mueve sus manos y convoca las fuerzas del viento, conoce su verdadero nombre, lo dice con su voz rasgada, no para dominarlo, sino para que le acompañe en la hora final. Son cuarenta metros, tal vez un poco más, no importa, el abismo tiene para él una atractiva melodía. La escucha parado en la cornisa, el soplo de Mahler, la sinfonía inconclusa, un eco de tiempos que no volverán. La brisa, que respira en su cuello, le recuerda que solo se necesita un paso para el auténtico devenir.

Una mujer rechaza, con un gesto torpe, un beso en los Elíseos. Un turista reclama, por lo malo del café, en una esquina de la rue de Bassand. Una pareja de estorninos copulan en el Jardín de Tulerías. Una niña se emociona con el olor del braguette recién horneado. Un psicoanalista deprimido fuma un cigarro que nunca se termina. Un mimo, con un traje de rayas negras, se cae y lamenta su incapacidad de volar.

Y tú das el paso, lo das.

Es la última reafirmación, el vuelo del brujo, Spinoza y Zaratustra que vencen a Thanatos una vez más.

Quimeras de papel


La pared-desierto ya no tiene dunas, la arena se pierde a través de las grietas y el ocre desteñido. No es una estructura sólida, el lenguaje no lo es, y antes de que se acabe esta noche, el viento se habrá llevado lejos las palabras. Mis palabras. Tus palabras. Y el dolor de la ausencia de sentido se convertirá en un vórtice que sacudirá cada cimiento de mi piel. 

Confieso que no pude preparar la égida de la indiferencia, para aquella irrupción de tu rostro que hoy me destruye, que se multiplica en los fragmentos de un libro de poemas y en los espejos de los charcos de lluvia.

No lo comprendo. Creí que esta vez era verdad. Yo mismo me hice un teatro en mi mente de marionetas inconexas, donde tú y yo bailábamos, en nuestro refugio de estrellas con bigotes y lunas de tela. Yo mismo compuse una sinfonia para cellos, barranqueros y guacharacas, para conmemorar nuestra pasión, nuestro viaje al centro del cosmos y los cuerpos. Yo hablé con los árboles para preguntarles tu verdadero nombre y su respuesta, que aún late como un eco, me dejó sin aliento.

Sé que es mi culpa, esta fantasía, perdóname por regalártela, se me olvida que en ocasiones la poesía es mentira y yo, el más ridículo de los poetas, he creído, por un instante que bien vale un universo, en ella. Sólo te pido me perdones, mi inquietante mujer de la sabana, me he dejado llevar un poco, solo un poco. Y se me olvida que al final el silencio y el olvido es el material del que estamos hechos.