Aquel lugar le pareció ajeno, igual que aquella brisa y aquellos pinos, no se parecían a lo que recordaba. Eran una vulgar caricatura de la evocación de su memoria. Una pequeña hoja cayó en su mano. Intentó cerrar el puño y atraparla, pero, endeble, la hoja quedó fragmentada en múltiples pedazos. El viento hizo lo suyo y se llevó los restos. Se preguntó si había seguido las indicaciones oportunamente. Prendió su celular y revisó el GPS. Se había vuelto loco: según la aplicación se encontraba en Londres. Jacobo Calle se preguntó desde cuando Londres había cambiado el río Támesis por la quebrada la Miel, de mucho menor caudal y envergadura. Suspiró. La tecnología no le ayudaría esta vez. Tendría que fiarse de su instinto y este le decía que aquel era el lugar: una superficie infinita, una pradera con una hierba alta, habitada tan solo por algunos insectos, tres pinos y los ecos del riachuelo. Y aun así ¿por qué se le hacía tan extraño?
Jacobo tenía muchos
motivos para querer volver después de tantos años. Sus recuerdos eran muy
difusos. Pero había una sensación que permanecía: una cierta corriente
eléctrica que se asemejaba a la felicidad, y a una sensación parecida a un
ciclón interno. Y quería entender el
porqué. Sabía que de niño corría por aquellas praderas y jugaba con un perro
labrador. Nunca supo de quién era el canino, pero se había convertido,
rápidamente, en su mejor amigo. Establecer amistades era mucho más fácil cuando
se es niño, el juego era el punto de encuentro; jugaban escondidijos, chucha,
se perseguían y revolcaban en el pantano. Recordaba aún los lengüetazos y los
regaños de su madre por jugar con ese “chandoso”. Sus padres habían tenido una
finca por allí cerca, pero cuando las deudas aumentaron (y las malas
inversiones de su padre también), se vieron obligados a deshacerse de la
propiedad. Poco le importaban ya esas cosas a Jacobo. Su padre estaba ya cinco
metros bajo tierra — hace poco había muerto, él había sido testigo y participe
de su enfermedad terrible, de sus delirios nocturnos y su deceso que, al final,
fue dado por una orden, una decisión necesaria— y él era tan solo un vestigio,
o así lo había sentido, de una época que no volvería. Algo de estar allí no era
más que un torpe intento de recuperar un poco de aquella magia que prometía el
recuerdo.
Recorrió la
pradera, tocó con sus dedos la hierba y la maleza, intentó conectarse con el
lugar de su infancia. Cerró los ojos e intentó dejarse llevar. Nada,
absolutamente nada. ¿Por qué las cosas no suceden como en las películas? Tener
un flash back de repente y recordar a sus padres, a sus abuelos, a sus viejos
amigos. No recordaba nada. Era frustrante. Se acercó al viejo pino. Sus días de
verdor habían pasado. Ahora estaba desgastado y lleno de melenas blancas. Lo
tocó, lo acarició, intentando encontrar en él un interlocutor, alguien que le
contará el relato del pasado. El árbol no habló. Ni ningún elemento de aquel
lugar. Pateó con rabia una roca que fue, justo a estrellarse, contra el
riachuelo, provocando un efecto de sapito. Se acercó al riachuelo y se mojó la
cara. El agua, fresca, le calmó un poco y le recordó, un poco, la razón, por la
que había venido. Su pasado debía ser claro como esa agua, estaba cansado de
los ciclones y los vórtices. Recordó las palabras de su padre en los últimos
días: “Quiero volver a mi pequeña cabaña, sólo allí puedo encontrar la
tranquilidad, un poco de agua cristalina para mi alma. ¡Llévame hijo! Te lo
pido hoy más que nunca”. Se preguntó si su viejo se había limpiado su rostro firme,
sin fisuras, alguna vez con agua del riachuelo.
Escuchó de repente
un ladrido. Volteó la cabeza. Era el perro, su viejo amigo, el labrador marrón.
Miró sorprendido, no había envejecido ni un ápice, era igual que en sus
recuerdos. Se acercó lentamente y lo observó por un momento. El perro abrió sus
ojos y empezó a mover su cola juguetonamente. Su lengua, babosa, salía de su
hocico como una promesa de amor canino. Luego de pensar detenidamente, se dijo
a sí mismo que era imposible, no podía ser, es más, el perro debía estar muerto
(o mínimamente sería un costal de carne y pelos que no podría levantarse de la
entrada de su casa). Decidió que debía ser un perro de otra de las fincas o
casas del sector, no obstante el parecido con el amigo de su infancia era
asombroso, era casi una calca exacta, un clon melenudo. El labrador se acerca y
le lame su mano, luego corrió en círculos, parecía buscar algo de juego. No
pudo evitar sonreír. Se preguntaba cómo podían estar los caninos siempre tan
alegres. Luego el perro recogió una rama seca de la tierra y, con ella en la boca,
extiendió su pata hacia sus piernas. Jacobo lo acarició y se unió al ritual. Le
quitó, tirando con un poco de fuerza, la rama y empezó a agitarla en el aire.
El labrador, sin nombre, se entusiasmó y brincó desesperado por alcanzar el
anhelado premio. Jacobo la lanzó, lejos, para que el perro la busque y quizás,
con algo de suerte, encuentre también las cenizas de su pasado.
El labrador no se
demoró en volver triunfante con la rama en la boca. Quiere que se la lance de
nuevo. Jacobo lo hace, no lo pensó dos veces. El perro corre por la rama de
nuevo. La trae, pero esta vez la deposita en el suelo y guarda su lengua. De
repente su expresión alegre ha desaparecido.
Se dirigió al riachuelo. Jacobo decidió dejarlo ir. Pero cuando el perro
llegó a la orilla se quedó observándolo detenidamente, le ladró con fuerza y
movió su hocico de una manera extraña. Parecía una clara invitación a que le
siguiera. Jacobo suspiró y se rascó la espalda. ¿Qué más podría perder? Este
lugar se le hacía, increíblemente, ajeno. El perro era su única conexión.
Quizás lo llevará a otro lugar más agradable que implicara que aquel viaje
había valido la pena.
El perro cruzó el
riachuelo por un pequeño tronco, Jacobo lo hizo igual. Luego siguieron a través
de un sendero entre los matorrales. El camino seguía y seguía y cada vez
aparecía más vegetación: algunos árboles, insectos y uno que otro pájaro. Un
barranquero, envalentonado y posado sobre una rama de un abedul, emitía su
llamado al caos primigenio. El sendero
de rocas, era como el que habían recorrido los antiguos arrieros, llevando
costales cargados de café y alguna que otra piedra preciosa. Jacobo no se
sentía un arriero y cada vez se sentía más perdido. Tener el GPS malo no
ayudaba en lo absoluto. El labrador, sin embargo, seguía su camino seguro e
insistía en que lo siguiera, así que aceleró un poco el paso. Cada vez cambiaba
más el paisaje, y la vegetación se iba tornando más abundante y portentosa: Flores
de todos los colores, margaritas, jacintos y orquídeas; uno que otro petirrojo,
azulejo y colibrí, y árboles cada vez más altos, con una cima inalcanzable; Y
al fondo, de repente, un ruido extraño. Era como el lamento de alguna bestia.
Jacobo no recordaba haberlo escuchado nunca, le desagradó profundamente. Rompía
con aquella normalidad “natural” que proponía el paisaje. “Perro loco, ¿a dónde
me llevas?” preguntó, pero no hubo respuesta.
El lamento sonaba
intempestivamente cada cierto tiempo, cada vez más fuerte. A Jacobo le daba
mala espina, pero también la curiosidad lo invadía. Cuando decidió que era
mejor regresar el lamento se silenció. Quizás sólo había sido su imaginación.
Decidió que solo seguiría al perro unos quince minutos más, sino regresaría al
carro y volvería a su casa. También era cierto que, a medida que se internaba
más en el sendero, la luz del sol, a pesar de estar en pleno día, entraba con
menos fuerza por las ramas de los árboles. Daba la impresión de encontrarse en
una suerte de ocaso sempiterno, que todo lo abarcaba. Intentó llamar al labrador
para que se detuviera, para volver de nuevo a la seguridad del arroyo y del
terreno conocido. Pero el perro solo sacudía la cabeza, con alegría, su
invitación a que le siguiera permanecía. Parecía desesperado por enseñarle
algo. Jacobo le siguió por aquel sendero. No entendía porque lo hacía tampoco.
¿Una esperanza tal vez? El perro podría traer algo desde su lejana infancia.
Pronto el sendero
de empezó a anchar y llegaron a una cabaña protegida en sus límites por unas
tablas flojas y carcomidas. No había mucha vegetación alrededor, era más bien
una llanura reseca alimentada tan sólo por un árbol sin hojas, endeble y
pequeño. En un extremo de la vivienda una cruz de madera denotaba, tal vez, la
fe de los ocupantes. Jacobo no recordaba haber visto nunca ese lugar, sin
embargo, al contrario que el riachuelo, este lugar se le hacía cercano,
familiar. ¿Cómo podía pasar eso? ¿Estaba su memoria jugando con él? Se rascó la
cabeza y, perdido, entrecerró y abrió los ojos, como buscando que el paisaje
cambiara de repente. La cabaña seguía allí. El perro ansioso, al ver la puerta
abierta, entró. Jacobo se dijo a sí mismo que tal vez los dueños del perro
vivieran en el lugar. Aunque se preguntó quién podía vivir allí, en medio del
bosque, abandonado de dios-civilización. Intentó llamar en voz alta, pidiendo autorización para entrar, pero no
hubo respuesta. Pensó que el dueño de la cabaña no debía estar en casa. Dudó un
momento si debía entrar, pero la curiosidad, como una libélula coqueta,
revoloteaba por su mente confusa.
Lo que vio, cuando
entró, lo sacudió por completo. Todos sus sentidos se vieron afectados: sus
ojos se abrieron de par en par como dos reflectores, su respiración se tornó
agitada, sus manos empezaron a temblar, intentó gritar pero lo único que surgió
de sus labios fue un lastimero “oh” que no lograba quebrar el silencio. En el
piso, expandiéndose como un lago interminable, la sangre lo llenaba casi todo y
se deslizaba por las aberturas de las tablas del suelo. En la pared, escrito en
un violento carmesí, estaba la siguiente palabra: “LAYO”. Al fondo, una mujer
embadurnada de sangre, recostaba en una esquina, devoraba un trozo de carne
roja. Tenía el cabello negro y muy largo, sus ropas estaban completamente
desgastadas, sucias y roídas. Al lado de la mujer un cadáver humano tenía el
estómago abierto de par en par y las vísceras salían como flores sin pétalos
hacia el exterior. El perro había desaparecido.
Jacobo no aguantó y
vomitó. Vomitó como nunca. No sólo por la fuerte visión. No. Había algo allí
que le hacía sentir que él tenía que ver con todo aquel paisaje macabro. Él era
el elemento que faltaba en el cuadro. Aunque no era capaz de racionalizarlo del
todo. Tenía que salir de allí. Pronto. Debía escapar. Intentó recuperar la compostura,
abrir y cerrar los parpados varias veces para despertar. Entonces escuchó un
grito, un grito terrible, surgido del fondo mismo del abismo. Un grito
innombrable que sacudió sus cavernas auditivas. Se agachó y agarró su cabeza.
Intentó taparse los oídos. Abrió los ojos. Era la bruja quien gritaba. En su
mano derecha llevaba un largo y afilado cuchillo que antes no había detallado.
Su mano izquierda se apretaba en un puño que reflejaba el peso de una decisión
tomada.
Pretendió de nuevo
levantarse, pero sus pies no le obedecían. La bruja se levantó y se acercó
lentamente. Sus pasos, en la madera, tenían el ritmo de un tambor macabro.
Debía escapar, levantarse y correr, lejos, muy lejos, de aquella mujer y sus
ojos brotados. Pero seguía sin poder moverse. La bruja sonrió, y su sonrisa era
terrible: evocaba una imagen oscura y turbia de su pasado, una tormenta que no
estaba dispuesto a acoger en su cuerpo, ni en su piel. Empezó a silbar, su
tonada le recordó alguna canción de su infancia, probablemente una de las
tantas nanas que su madre le cantaba antes de ir a dormir. Intentó de nuevo
moverse, pero sus músculos permanecían quietos frente a la melodía. Había
perdido dominio sobre su propio cuerpo, le pertenecía ahora a ella y a aquella
cabaña, o quizás siempre le había pertenecido y él no lo sabía.
La mujer estaba más
cerca. Justo encima de él. Lo miró un momento detenidamente. Jacobo esperó la
descarga del cuchillo sobre su piel. Pero eso no pasó. La bruja se sentó encima
de su torso y acercó su rostro, sus miradas se cruzaron. Su semblante estaba
más cerca y su ropa salpicada de sangre se unía a la suya.
— Por favor, no me haga nada…— imploró
— Yo. Yo no te haré nada— dijo la bruja en un susurro— Esto te lo has
hecho vos mismo. Y cuando finalice nuestra conversación: tú mismo me pedirás
que te clave el cuchillo.
— ¿Qué? ¿qué dices vieja loca? ¡Aléjate de mí!— exclamó confuso
— ¿No lo adivinas?— dijo y clavó el cuchillo en un costado, cerca a su
brazo— Mira atentamente esta cabaña. ¿No te parece conocida?
— ¿De qué hablas? ¡Nunca he pisado este lugar en mi vida!
— ¿Seguro?
Jacobo miró a su
alrededor. Se repitió de nuevo aquella sensación: a pesar de ser la primera vez
que entraba en la cabaña, se le hacía un lugar tan cercano, tan íntimo. Hizo un
esfuerzo por recordar, pero la niebla habitaba en los recintos de su memoria.
— No lo recordaras. Pero es algo que tu yo racional jamás podrá controlar
y menos esa traviesa memoria que tienes— dijo la bruja aún encima de él y mirándole
detenidamente—. Pero hoy se acaba el engaño, es hora de que baje el telón y los
actores se quiten las máscaras.
— Yo…yo no necesito nada de eso— dijo aterrado, por alguna razón sus
palabras le generaban una angustia peor que la de la amenaza del cuchillo— Por
favor, déjeme ir.
— Lo que ves aquí está en lo profundo de las mazmorras de tu cuerpo y de
tu mente. Pues eres un monstruo y, esto que ves, no es más que un pedazo de ese
excremento que sale de tu boca, de tu ano, de tu ombligo y, desde luego, de tu
mente
— No recuerdo haber consumido ninguna droga
— No se necesita ninguna droga. Has llegado a un punto terminal.
Hizo un último
esfuerzo por zafarse pero su cuerpo no respondió. Recordó aquella sensación que
había sentido ya, un par de veces, aquellas noches en que sufría parálisis de
sueño. Era muy parecida, respirando, con los ojos abiertos y sin poder mover su
cuerpo. Pero ahora no estaba en el mundo onírico. Aunque tampoco estaba muy
convencido, ante el terror de la bruja y
el entorno lúgubre y marchito, de encontrarse en un lugar real. ¿Dónde estaba?
— La pregunta que te haces no es la correcta— dijo la bruja como si
leyera su mente— Estoy seguro de que serás capaz de formular la pregunta
exacta.
— Creo…sí…hay una más: ¿De quién es el cadáver de ese hombre?
— Muy bien— dijo la bruja riéndose—. Mucho mejor.
La bruja tomó el
cuchillo y lo arrancó del suelo, lo pasó lentamente por su lengua,
seductoramente. Le susurro unas pocas palabras en un idioma desconocido al oído
y, posteriormente, se paró, despacio, dejándole libre. Luego se acercó a la ventana
y, mirando fijamente algún punto fijo en aquel bosque desconocido, le dijo:
— Acércate y compruébalo tú mismo.
Su cuerpo al fin le
respondió. Rápidamente se puso en pie. Era su oportunidad de escapar. Se acercó,
sin pensarlo dos veces, corriendo a la puerta, tenía que salir de allí. Pero al
llegar al umbral algo le detuvo, no era capaz de seguir. Sin embargo no había
nada sobrenatural que se lo impidiese, más que su curiosidad por resolver el
enigma. Tenía que ver el cuerpo de aquel hombre, quizás estaba allí, rodeado de
sangre y vísceras, la respuesta que estaba buscando.
Volvió la cabeza
para ver si la bruja lo había seguido, pero la mujer seguía parada mirando por
la ventana. ¿Por qué no lo perseguía? ¿Por qué de repente ya no parecía una
asesina demente? Todo su ser racional le decía que pusiera pies en polvorosa,
pero aun así, por un instante, pudo más la curiosidad, el anhelo de una verdad
esquiva. Decidido, sin mirar a la bruja, se dirigió hacia dónde se encontraba
el cadáver. Cuando llegó no lo reconoció bien. El rostro estaba algo desfigurado.
Pero entonces se acercó un poco más y, ante la inminencia de la revelación, no
pudo evitar lanzar un grito. Un grito terrible que explotó en la pequeña cabaña
y que se perdió en medio de la canción del viento en la noche.
Era su padre.
— No…
— ¿Ahora recuerdas?
— sí…
— Esta sangre, la bruja, el perro, la noche no son más que habitantes que
pueblan tu ser múltiple. Y aquí está tu última deuda.
— Entonces, ¿Qué debo hacer?
— Tú ya lo sabes
Jacobo respiró
profundamente y, sin pensarlo mucho, ordenó:
— Clávame el cuchillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario