Confieso que no pude preparar la égida de la indiferencia, para aquella irrupción de tu rostro que hoy me destruye, que se multiplica en los fragmentos de un libro de poemas y en los espejos de los charcos de lluvia.
No lo comprendo. Creí que esta vez era verdad. Yo mismo me hice un teatro en mi mente de marionetas inconexas, donde tú y yo bailábamos, en nuestro refugio de estrellas con bigotes y lunas de tela. Yo mismo compuse una sinfonia para cellos, barranqueros y guacharacas, para conmemorar nuestra pasión, nuestro viaje al centro del cosmos y los cuerpos. Yo hablé con los árboles para preguntarles tu verdadero nombre y su respuesta, que aún late como un eco, me dejó sin aliento.
Sé que es mi culpa, esta fantasía, perdóname por regalártela, se me olvida que en ocasiones la poesía es mentira y yo, el más ridículo de los poetas, he creído, por un instante que bien vale un universo, en ella. Sólo te pido me perdones, mi inquietante mujer de la sabana, me he dejado llevar un poco, solo un poco. Y se me olvida que al final el silencio y el olvido es el material del que estamos hechos.
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