El féretro fue bajando lentamente. Una mujer mayor lloraba desconsolada, mientras un hombre la sostenía y la abrazaba. Llovía suave, no lo suficiente para que la gente se decidiera a sacar el paraguas. En el ambiente reinaba un silencio, absoluto, extremo. Silencio que era consecuencia de un profundo dolor y falta de palabras adecuadas. Y era para eso que yo estaba allí. Aguardaba en una esquina a ser llamado para empezar mi elegía fúnebre. Una de los tantos modelos discursivos que siempre tenía guardado y que siempre repetía, una y otra vez. Las personas se sentían satisfechas, sin saber que ese mismo discurso lo había leído en otra ocasión. ¡Que importaba quien era el muerto! Si trabajaba en el correo, en un banco o en una carnicería. Si era hincha de River o de Boca. Si había sido amante de Claudia o de Patricia. Si le gustaba comer milanesa al almuerzo o pasta con albóndigas al anochecer. Nada de eso importaba. En la muerte todo se olvida. Sólo los verdaderos amigos quedan y a ellos les importa poco estos detalles.
Me llamaron. Me pare en medio de
aquel conglomerado de personas vestidas de negro. Pero el padre aun decía unas
cuantas oraciones mientras el ambiente se impregnaba de incienso. Me dijeron
que esperara unos minutos y sabía lo que venía. Pronto empezaría mi retahíla de
palabras. Hablaría de un hombre ejemplar, buen esposo, padre y ejemplo para la
sociedad. ¡A quien le importaba si no era cierto! Los asistentes querían
conservar una buena imagen del muerto. Reconciliarse con sus consciencias y
pensar que habían sido buenos con él. Decirle a un cadáver, con sus primeros
gusanos y olores malolientes lo que no fueron capaces de decirle en vida. Un
“te quiero mucho” que nunca se escuchó en vida, se lo dicen a uno al final,
cuando ya no hay oídos para escucharlo. Es como una comedia de máscaras. No
puedo evitar despreciarlo. Si no lo hiciera, seria atrapado por esa red de lamentos
y mortificaciones. No podría hacer lo
que hago y probablemente me habría consumido en el silencio espectral de un
cementerio. Quizás convirtiéndome en otra estatua de mármol oscurecida por el
tiempo, la lluvia y el olvido.
El padre ha terminado al fin. Así
que es tiempo de empezar la pantomima de nuevo. Me paro en el centro al lado del
agujero donde fue depositado el muerto y empiezo con voz solemne: “Queridos
familiares y amigos, estamos aquí en esta triste y lluviosa tarde para recordar
a nuestro querido amigo, esposo y padre, nuestro Carlitos…” Y lo que sigue
cualquiera podría imaginárselo, el mismo bla bla, el mismo toqueteo de
palabras. Así sigo por un rato, mientras veo como algunas mujeres lloran y
algunos hombres asisten en silencio. Sus caras de dolor y silencio, sus
lágrimas que fluyen como riachuelos son
para mi mejor que cualquier aplauso. El discurso termina con el típico: “Que
Dios lo tenga en su Gracia y que este en el cielo haciendo lo que más le gusta tocar
su guitarra en el bar de la esquina de la ciudad celeste, aplaudido por un
público de ángeles. Aquí siempre pueden tomarse varias opciones: patear un
balón, escribir libros nebulares, pasear los caniches de dios, vender tragos a
serafines sonrosados, convertirse en el banquero del cielo. Qué se yo, es
cuestión de buscar la opción adecuada. Requiem Scant in Pace. Amén” Termino.
Suficiente de discursear para entierros por hoy. Se me paga. Me retiro haciendo
una reverencia. Me paro en la puerta del cementerio. Me fumo un cigarro. No
dejo de preguntarme al final que pasa con todas aquellas palabras que
pronuncio. Si quedaran en algún lugar, en algún recuerdo o solo son palabras
que se las lleva el viento, allá a las puertas del olvido. El lugar de lo que
sobra, de lo que fue y ya nunca será.
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