Hubo un día, hace años ya, que entre a una particular librería. Esta quedaba cerca a la glorieta de la calle Colombia y tenia un enorme mago barbudo en su entrada, que parecía esconder un secreto, pero al mismo tiempo parecía guiñarnos el ojo e invitarnos a entrar. Al principio tuve el temor que se tiene siempre frente a algo nuevo, a algo desconocido. Sentí una suerte de paranoia kafkiana ante lo que podía encontrar al otro lado o quizás pensé como Atreyu cuando cruzo la segunda puerta del oráculo del sur, que corría el riesgo de encontrarme con una parte de mi mismo que no me atrevía a enfrentar. Nada de esto paso, o al menos no de la manera en que lo esperaba. Solo recuerdo de mi primera entrada en Sim Sala Bim, dos cosas que me impactaron hondamente. Lo primero fue desde luego la diversidad de libros cercanos a mis propios gustos de ese entonces, relacionados con el Fantasy y la novela histórica. Lo segundo y más importante fue, creo yo, la amabilidad y el buen recibimiento que entonces me dieron. Yo era un pobre niñato, de los últimos años de bachillerato, sin un claro proyecto de vida. Sin conocer muchos autores, épocas y contenidos. No tenia mucho que ofrecer. No era nadie, más que otra sombra que deambula en medio de la multitud nebular de la urbe. Pero aun así me recibieron, como se recibe a un hijo proscrito que retorna a su casa, que se queda, para no volver a partir.
Mi propia historia personal desde entonces, siempre estuvo ligada a la librería. A veces, escapando de la universidad me refugiaba en este pequeño espacio, que siempre sin importar horario o mi estado de ánimo estaba abierto. Me sentaba. Tomaba un poco de café. Para luego reflexionar sobre la tragedia detrás de la pequeña broma de Ludvik al partido comunista. Luego tomaba tal vez un pequeño libro del filósofo de bigote y me cuestionaba la existencia de la moral y sus esbirros. Para culminar, en un crescendo confuso y rizomatico acompañando a Lyra en sus aventuras que la llevaron a concluir que la única certeza que hay en todos los universos posibles es la existencia del amor. Todo eso en una sola tarde sentado en una cómoda silla, acompañado de un café y un poco de ese olor a sueños que acompañada a cada libro, a cada pasión.
Siempre que me voy, que vuelvo a partir de la librería, me voy anhelando el volver. Parece como si dejara algunos pequeños hijos huérfanos, que aun desde sus estanterías, piden ser leídos, desean el toque de las manos y la vista de un lector fugaz. En el centro de la librería hay un pequeño árbol que asemeja a Ygdrassil, el árbol de la vida, cuyas raíces invisibles entran con fuerza en la tierra y se confunden con las páginas perdidas de libros por doquier. Un poco de polvo de hadas se riega en cada estantería, en cada pared. Algunos libros acumulados simulan torres, muros y murallas quizás de esa ciudad extraña, que soñó Borges cuando pensó en la biblioteca de babel. Entonces, luego enclaustrado en mis reflexiones, no me queda más que partir, dejando siempre atrás, en un pequeño cobre escondido en una página recóndita, una importante parte de mí.
Si algún día vas a Medellín, te pasas cerca a Unicentro y observas una librería de color amarillo, como el preámbulo de algún cuento de hadas. Entra sin miedo, disfruta la experiencia de la lectura y no te olvides saludar a Adri, a Edith y a todas las amables mujeres que allí trabajan. Diles que hay un pobre poeta divagante en el sur que no olvida, que siempre recuerda. Su pequeño territorio, su tierra de Nuncajamas, donde ansia siempre volver.
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