Por: Fernando Cuártas
Los poetas tienen las plumas ocultas en la espalda, su vuelo siempre está en disposición de viento, sólo basta con seres que le ayuden a descubrir lo oculto de sus posibles vuelos. Tal vez sean ángeles de una región desconocida, de morada incierta, portavoces de un mundo siempre por descubrirse. Así se presenta el autor de ritual de vuelo, Daniel Acevedo Arango. La poesía es ese vuelo vertiginoso del lenguaje, ese viaje hiperbóreo, a mundos desconocidos y míticos. Como lo dice Pedro Arturo Estrada en su breve prólogo: “Daniel Acevedo nos entrega aquí poemas de gran factura y rigor expresivo que, sin embargo, mantienen a su vez la frescura natural propia de la juventud y, sobre todo, el carácter irónico, trasgresor que le preserva de toda solemnidad o retoricismo vacuo”.
En todo el libro hay una confesión o postura sobre la acción
poética, retomando a Huidobro, el poeta no sólo es la luciérnaga, la
iluminación en las trampas de la selva, es a su vez, el aire en que vuela. Una vocación integral, donde cada partícula
del mudo hace parte de él y él mismo es cada átomo de toda existencia,
parodiando a W Whitman.
El libro hace El paracaídas y el parasubidas juntos de un
Altazor, que le hace preguntas a las ciudades en ruinas, que cuestiona a toda
ese rémora de saltimbanquis, banqueros de la nada, brindando en opulencias,
mientras se desconoce el mudo abierto del poeta, el pájaro que no deja de ser
pájaro, el registro de los parpadeos del sol, el acto de poetizar lo
impoetizable, buscando los cimientos de las raíces de las palabras. Un mudo que
se abre, con un consciente artificio, la palabra, escaldada, sufrida, expuesta,
pero a la vez el aire, esa metáfora de nubes que nos cubre.
Los cocuyos son letras de nombres que ya no se podrán
nombrar, las ausencias, en medio de oscuridades, esa luz que titila despide el
tiempo, todo se detiene, el poema es un acto innatural. Siempre cruzan en cada
poema hay fantasmas de los cielos,
guerreros entre cúmulos y cirros, navegantes de aire, son los que conocen el
sendero del trueno, mientras entre sombras se dibuja un crucificado en la
tormenta. Un mundo poblado de imágenes atmosféricas, lamen la atmosfera,
cuchichean en voces de ondinas y se hermanan con los vientos y los huracanes.
Todo el libro está hecho de Ícaros, sin mitologías sacras,
aquí el héroe juega a la pelota y se le ensucian las alas, dolo existe la
tormenta, la humana condición de perder la conciencia del abismo y millones de
voces agrietadas escarban sobre las montañas los lechos de los ángeles muertos.
Existe un despido profundo de una Arcadia que ya no fue más, el vacío en el
cemento partido, cadáveres de deseos y una humedad sin nombre, pájaros
agónicos, un mundo que parece estar partido en un abismo tan hondo como los que
juegan con los nombres del viento. No se busca el misterio de lo absoluto, se
trata de ver el espejo roto de todo lo que hacemos, ciudades sin parpados, ojos
rayados y sangrantes, heridas profundas, el acto de arrastrar en la penumbra un
carro de escarcha, como emisarios del silencio, abriendo murallas en medio del
pavoroso olvido. Daniel invoca el acto de hacer volver a las palabras con aire,
con vientos, con fuerzas, sin ser sarcófagos de nubes. Él Advierte, las palabras
se agotan, el silencio devora y hacen estallar los mausoleos de las frases, las
criptas de carbono en una sociedad de hormigas que laboran para hacer que la
poesía parezca muerta, en fosas apiñadas de tragedias. Es un lenguaje que
resbala, que se unta, que sirve para dejarlo a uno impregnado de preguntas, ni
el olvido ni el recuerdo, sólo ese viento audaz que se lo lleva todo y todo lo
devuelve.
Con un lejano eco de un Deleuze brujo, el poeta no desconoce la
necesidad de trascendencia, el rayo se convierte en pensamiento que fluye, el
brujo mueve sus manos y convoca las fuerzas del viento, es toda poesía una
invitación a estar en la cornisa, desposeído, a punto de ser convertido en
vacío, un estar a punto de vuelo, ese sensación de escalofrío y resistencia
alquímica, como un código que apenas se perfila en el momento del vértigo. Bien
podría ser esa sensación del viaje hiperbólico, la región de las brumas y de
las cortinas del silencio. La hipérbole exaltada de la región inconclusa de los
hiperbóreos, la nada llena, el estado del viajero, que es la condición de la
poesía. Todo poema verdadero es un templo en el aire, un lenguaje vestido de
música, inasible, un conjuro, el edificio de documentos vivos, el gastrónomo de
las tartas con pájaros que siempre se levantan. Siempre el poema es un acto
brujo, el libro empolvado de arenas vivas, el acto de soñar las esperanzas, y
volver siempre a iniciar en un vuelo inacabo.
El texto que la de nombre al libro es una exhortación a
caminar. Es buscar el aire incorruptible del tiempo, esa brizna donde existe el
coro de las hojas marchitas, las pisadas sobre os cerros y el respirar donde
gaviotas de papel salen al vuelo de cada inhalación venturosa. Caminar es un
intervalo entre el acto de respirar y el acto de volar. Acto de reconocer al
viejo abuelo páramo y a la misma abuela brisa, ese estar, un verdadero “estar”
que reconoce lugares de un paraíso perdido, no es una mera referencia bucólica,
es un estado de alerta, la poesía hoy en día se abre sobre el musgo, hace lienzos
de rocas, se para sobre el césped, convoca nubes, no pude haber palabra sin el
viento que la agita y la trasforma.
En trayectos nebulares,
el poeta se hace demiurgo o niño, descorre las cortinas del universo, hace el
salto como el hombre en la película El Cielo sobre Berlín, se asoma al vacío,
se despoja del “yo” y se hace Pegaso en vuelo. Desde el niño en el balcón con
su telescopio escudando el cielo hasta hacerse caballito que cabalga en las
corrientes del cosmos, mundo onírico lleno de sutilezas cambiantes, tratando de
descifrar la escritura cuneiforme de los sueños.
Es un texto dejado al viento, a lo que los labios le dicten,
es hoja a hoja el paso de un querubín asirio, la mirada entre osarios perdidos
en la montaña, un grito encerrado una grieta en el cerro. En todas esas
imágenes hay una “realidad” escondida, un mundo sepultado, en Daniel se nota
entre conejos danzantes y navíos filibusteros, hay un sol dormido entre las
montañas, una agonía latente. Entre neblinas se sienten los fantasmas de muchos
ausentes, de tumbas abiertas y olvidadas, de ríos furiosos tapando la ausencia.
El poeta como el que sufre se transfigura en libélula con las patas arriba,
impedida del vuelo, haciendo acrobacias de arlequín. Como muchos a esa libélula
se le caen las alas, se mojan se aquietan, en el poema la agonía de la libélula, se nota como desaparece la bailarina
de los pantanos, se ahoga sin vuelo, es
la súplica y el deseo de no rendirse, más la vida se agota y como el polvo
desaparece de las ventanas, ella, en esta caso la poesía, se retira, esto
duele. Hay mucho de sus poemas donde entre paginasen vestigios de versos, se
siente ese dolor de pérdida, el abandono y el sepulcro, el olvido y la muerte.
Siempre ese esfuerzo de ojo ígneo robado de la luz del sol, insecto
danzante, ese azul brillante, la parábola de la añoranza de un pueblo alado,
ese estado latente, que se ven en algunos de sus poemas, encierra una clave, el
tacto de las superficies, el roce con los límites de las cosas. El borde de la
textura de un objeto, algo que se siente entre líneas, en intersticios,
buscando la orilla del origen, el secreto de las bandadas de pájaros azules que
parecen brotar de las ventanas. En esa escritura se abren compuertas, se
pretende dar una muestra de un Edén como un habitáculo tosco, sencillo sin
pretensiones, algo sagrado pero con
arrugas, roído y desvencijado, un lugar apacible, lleno de suicidas y de
piedras cantoras. Cada inhalación es un poema añejo, arrugado, algo que reaparece
después de la velación de cirios blancos, es una imagen del esplendor y del
ocaso, pero también del despertar y de la alucinación.
Bóreas es un dios devastador, el anciano viento que hace
crujir y quebranta las cosas que se tienen por seguras y adornadas. En la
sección que corresponde dicho viento en el libro, el poeta ve el útero de la
niebla, la gestación de burócratas, el limbo necio un amor de solteronas en un
día de San Valentín, una sección de
partos desgarrados, de aguas sucias y de nefastos presagios en un mundo
convulso y atrevido. Ese viento feroz nos trae el hollín, la podredumbre, lo
escatológico, un tufillo terrible que deambula por las calles. Si ser panfleto,
ni denuncia abierta, estos poemas causan escozor, duelen, uno se unta de ellos,
quedamos impregnados, como una flota de la realidad que se hunde. Se siente
temblor sobre soles apagados, la búsqueda del renacer de Augusta, pero
profanada, tan sólo la muerte resinificada con gemidos.
Esta parte del libro tiene un tono apocalíptico, arrasador,
el ángel del exterminio sulfuroso, matando aves, en este caso el vuelo,
mostrando las montañas invadidas por desperdicios y basurales, son baladas
tristes de montaña, heridas en los aparentes sanos pavimentos de la realidad.
Hasta el viento muere al final, se abre el minero escarbando el corazón de las
montañas, deja cadáveres de rostros purpúreos, y caen uno a uno todo ,o que
vuela, los estorninos, las cacatúas, los gallinazos, los poetas, es un declive
fatal, es un baile oscuro que acapara hasta el instante de la muerte. Restos de
una luz que se apaga, dunas de arena donde vivieron seres que no están. Más en toda esa zozobra,
es ese mal estar que invade, existe un ser, hombre o mujer, que siempre está,
parado, un poco terco, un poco demente. Su verdad temblorosa, desestabiliza los
templos, busca las dos caras lunares, las junta, les habla, es quien devora
realidades, las hiperelaidades compulsas, para dejar señales subterráneas en la
piel, una sub realidad que esta entre la musculatura y el cerrojo del corazón.
Un mudo que parece se lo llevara el viento, el ser que vuela
cae, la tormenta arrecia. El poeta parece un ángel desplumado, deja ver
lágrimas con miedo, y aunque todo sea borrado por los huracanes, prevalece,
sigue ese “yo existo” borrado como una sombra sobre la arena de una playa. La
palabra, esa acción del verbo vida, sigue volando viendo cómo se decapitan los
relojes, pasa el mar volando, sigue a fronteras desconocidas, pues sólo existe
la palabra: palabra.
El poema adquiere más valor que un imperio, guarda lo abismos
de la voz, seduce y viste al cuerpo. Y pese a las explosiones, siguen
entrelazadas las palabras buscando el pubis de un ángel. Como en los Sueños de Akira
Kurosava, en el momento que Una central
nuclear cerca de Monte Fuj, ha empezado a fundirse, tiñendo el cielo
de un horrendo color rojo, una familia sabe que todo terminará con radiación,
pese a todo contemplan ese final con los ojos abiertos, la muerte inacabada, la
palabra que ayuda no olvidar como florece un loto blanco.
Por
eso su último poema en el ritual del vuelo es un canto a sus amigos, la cita a
una ceremonia donde asisten los alquimistas de la palabra. Los emisarios dela
diosa Blanca, un despido báquico entes de la desaparición de una especie de
seres que atraviesan el falso silencio del asfalto. Son voces múltiples,
albatros de la tierra, tortugas ecuestres, caballos voladores, estorninos y
aves negras, que sobrevuelan los vestigios de una ciudad en ruinas. Niñas
ninfas dormidas, la última apacible condición de ver en sueños el canto
ancestral de los pájaros. Es una invitación al verso ausente aún por escribir.
Un homenaje a sus pares, a ese colegaje de infortunios y de deseos rotos, para
asumir esas alas invisibles que se llevan a la espalda.
Un
libro lleno de resonancias vitales, cargadas de desaliento y confusas imágenes
danzantes, más un libro profundo donde el viento es protagónico y siempre hace
de ser que nos empuja a esos desfiladeros donde el riesgo de escribir nos
connota el vacío y a la vez la audacia. El acto de volar sin saber dónde vamos
a caer, eso es hacer un libro de poemas.
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