Despedida de la Maga
Sobre "Devenires Prosaicos":
Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!
domingo, 17 de noviembre de 2019
Arroz con camarones
Me he sentado en la mesa de cristal. Mi mano derecha sujeta un tenedor que intenta capturar el filo de una llama. El crustáceo se agita nervioso. Sabe que ha terminado el baile y que todo el océano puede caber en un vaso plateado. La brisa deposita una hoja de palma en la punta de mis pies. Es una advertencia. El tenedor se clava en la carne del crustáceo, sus puntas traspasan sus órganos invisibles. Y un lamento, que es más un silencio, irrumpe en forma de salsa de coco. El camarón es llevado a la boca y las cavernas del tiempo difunden sus ecos oscuros. Hay un sabor antiguo, el de un templo profanado, que se implanta en la lengua.
La cicuta es un pastel de manzana cuando se piensa en el invertebrado que cruza la garganta. Allí, con once años, me sentí ligeramente abandonado. Adentro, en mi esófago un sol agonizaba entre lánguidas protestas. Y por un instante no era el crustáceo quién se sacudía bajo los pliegues de mi traquea, sino yo quien habitaba en su cuerpo de sal y agua. Era mi propio infierno personal, no más grande que una canica de plata o una perla de la realeza. El veneno estaba adentro y adquiría el color de una sirena varada en la playa, vieja y decrepita.
Vomité. Vomité el excremento de ballenas, vomité lo inconmensurable, vomité para vivir un día más, vomité jazmines y camelias.
Vomité el pequeño camarón. Ya no se sacudía. Lo sabía todo de mí. Pero ahora sus bigotes alimentarían la tierra.
domingo, 6 de octubre de 2019
AHORA DUERME
Un hombre está sentado en una sala de espera, va a reclamar una orden, para un examen que debe hacerse en los pulmones. El tablero, lentamente, cambia un cinco por un seis. No le gusta esperar, se levanta y toma una revista. No hay nada interesante. Sólo un par de artículos sobre leones y cómo cuidar la piel. Se sienta de nuevo. Juega con sus dedos y observa la batería de su celular que está a punto de descargarse. En la sala hay algunos pacientes en su situación: una anciana, una madre y un niño, una mujer embarazada y un hombre con un tapabocas. No son muchos, pero aun así la chica de la eps destaca por su indolencia y lentitud. El tiempo no existe en los salones blancos de los enfermos. Ni en la mente de los hombres de bata blanca. Ni en el sudor de las lámparas azules.
Aburrido, mira por la ventana: el mismo escenario de siempre, nubles negras, transeúntes distraídos, pitidos de carros, anuncios que prometen la felicidad con una llamada o una hamburguesa. Mira de nuevo hacia atrás el número, no se ha movido. Suspira. Concentra de nuevo su mirada en la ventana. Nada ha cambiado. Observa detenidamente. Nada ha cambiado. ¿Seguro? Hay un punto verde en el horizonte. ¿Ha visto bien? Un punto verde en el cielo, ¿un ovni? ¡Una locura!, imposible. Debe ser un avión verde. El punto crece, ¿crece? No más bien se expande. Se alarma al ver que aquel verde terrible tiene la forma de una nube. Le dice a los demás con señas que algo no anda bien afuera. Ninguno de los pacientes le presta atención. El hombre del tapabocas hace una seña con los dedos que indica que está mal de la cabeza. La nube se sigue expandiendo. El hombre grita y agita los brazos. La gente lo mira sorprendido. Una de las enfermeras lo amenaza con llamar a seguridad. Nadie mira por la ventana, la sala parece estar extraída del mundo y sus trayectos imposibles. Era un cubo de lego que había sido reubicado.
La nube ha alcanzado varias edificaciones, se empiezan a escuchar los primeros gritos, algunas personas ante la invasión se lanzan desde las ventanas. Al interior de la sala la señora embarazada sigue leyendo la revista, la madre con el niño intenta calmar su impaciencia contándole historias, el hombre del tapabocas entrecierra los ojos. ¿Cómo no se dan cuenta? Sabe qué se acerca el fin. Todos morirán. Decide esconderse en algún lugar donde pueda estar a salvo y, corriendo, pasa por entre las piernas de una enfermera y se esconde debajo de una de las mesas de la recepción.
La enfermera grita. El recepcionista le reprende y le pide que retorne a su puesto. El paciente no obedece. Muy molesto decide llamar a seguridad para que lo expulsen. Extrañamente nadie le responde a través del móvil. El hombre lo sabe, comprende muy bien que les pasó, la nube verde está cada vez más cerca. Alarmado se para y corre a través de los pasadizos. Ninguno de los presentes alcanza a reaccionar. Intenta abrir una de las salas, la de cirugía, pero las puertas no le responden. Molesto, golpea el cristal con todas sus fuerzas y cae arrodillado. En ese momento llegan varios enfermeros que intentan hablar diplomáticamente y calmarlo. El hombre les grita que, afuera, aunque no lo crean, el mundo, este pequeño mundo que habitamos, se está acabando, los humanos caen como piezas de domino en un juego de ángeles.
El enfermero hace un gesto cabizbajo y le incita a que continúe hablando. Mientras, al otro lado, por su espalda otro enfermero se acerca despacio. El hombre intenta hacer un último gesto con su brazo, pero una inyección en el hombro le hace perder el sentido. Su cuerpo cae contra los enfermeros, que lo atan y lo ponen en una camilla. Lo retiran. El sujeto del tapabocas dice:
— Era aquel loquito del 302, lo traen aquí todas las tardes para que intente socializar
La madre sonríe por su comentario. Todos se alegran de volver a su cotidianidad, sin irrupciones, sin violencias, sin asaltos imprevistos de catástrofes imaginarias.
¿Es el final que esperan no?
¡Pues no!
La niebla verde pronto se regó por el mundo, producto de las malas decisiones: de incendios intempestivos en la selva, de ensayos nucleares en lejanos desiertos, de plástico navegando inquietos por los mares, de petróleo que se riega en las quebradas cristalinas, de la oscuridad inefable que habita en la mano agrietada del hombre. El desenlace inevitable es la aniquilación, el juego de los dioses ocultos, que, cansados, lanzan su maldición sobre la tierra.
El hombre lo vio. Lo vio, pero ahora duerme.
sábado, 24 de agosto de 2019
LA REVELACIÓN AUSENTE
I.
¿Me
creerían cómo pasó? Aún siento ese dolor. Aún vive en mí. Y antes de volverme
completamente loco, de perderme en ese territorio donde las neuronas son una
montaña rusa de desencuentros eléctricos, quiero dejar un registro de quién fui
y de lo que queda de mí, ahora que todo se ha perdido. Todo empezó con un
pequeño sangrado en una encía. “Gengivitis” decía mi madre señalándome con el
dedo y, en un suspiro, me aseguraba que no me preocupara. “Lávate los dientes y
usa la seda. Es por esas salsas que le echas al arroz”. Obedecí a
regañadientes, subí las escaleras y entré al baño. Me froté una y otra vez la
encía lastimada con el cepillo, un molesto dolor aparecía en cada frotación, en
cada caricia de sus hebras. Aun así, insistí con un ánimo masoquista, no muy
propio de mí. Apretando la encía. El resultado fue el mismo: dolor y sangre.
Decidí
dejar descansar la boca, y echarme sobre mi cama, cerrar los ojos y pensar en
los senos de Manuela. Eso me distraía. Me llevaría la mente lejos de ese dolor.
La técnica parecía funcionar, por un instante, aquella molestia desapareció. Y,
poco a poco, aquellas montañas salvajes fueron desplazando toda queja. Mi mano
derecha apretó un poco el aire, pero no obtuvo resistencia. Cayó sobre la cama
y mis ojos se cerraron lentamente. No me acuerdo que soñé ese día, quizás con
algún río que se desbordaba y destruía un pueblo que se asentaba en sus
orillas. Lo último que se veía era el enorme crucifijo de la Iglesia central
engullido por la creciente infinita. Era, sin temor a decirlo, horrible.
Cuando
me desperté, en la mañana, mi boca dolía peor que el día anterior y sentía en
mi lengua ese sabor metálico tan característico de la sangre. Me levanté
inmediatamente y me dirigí de nuevo al baño. El espejo me devolvió una imagen
de pesadilla. Mis dientes estaban impregnados con una capa roja y la encía no
paraba de sangrar. Horrorizado, de mi garganta intentó surgir un grito, pero en
vez de ello se transformó en una fuerte tos, que me hizo doblarme en dos sobre
el suelo. Mi madre subió apresuradamente y al ver mi estado se alarmó. Me
preguntó si le había hecho caso con lo del cepillo, le dije que sí, me tomó del
brazo y decidimos ir a urgencias odontológicas. Mi madre me bajó rápidamente
por las escaleras y me montó en el carro. Me sorprendía esa habilidad de
acróbata de circo ruso de esquivar obstáculos como floreros, puertas y muebles
atravesados.
Ella
prendió el carro y arrancamos. Recosté mi cabeza sobre la silla, intentando
frenar la hemorragia, pero era inútil. Mi madre manejaba en silencio. La
comunicación nunca fue nuestro fuerte. Así lo fue siempre, desde que era un
pequeño muchacho, hasta ahora. A veces me preguntaba si era realmente su hijo.
Hasta físicamente éramos diferentes: Ella tenía su cabello rubio y crespo, yo
negro y largo; ella tenía un color de piel claro, yo era trigueño; a ella le
gustaba el baile y la música; yo era más bien retraído y, en definitiva, un
maniquí bailaba mejor que yo. Pero sobre todo, ella siempre tenía una respuesta
para cada pregunta, sin importar cual fuese, yo tenía muchas preguntas, pero no
me servía ninguna de sus réplicas absurdas. Por eso el silencio habitaba en
aquel vehículo, que me llevaba a través de un paisaje urbano de edificios,
carros y transeúntes teñidos de rojo.
Llegamos al hospital. Tenía ya un fuerte dolor de cabeza. Inmediatamente fui ayudado por algunas enfermeras que me llevaron hasta la zona de odontología. Allí me recostaron en una camilla y fui ingresado a una habitación blanca llena de elementos quirúrgicos. El odontólogo me miró con preocupación y abrió mi boca para examinarme más detenidamente. Algo debió encontrar allí, en aquellas grietas de hueso, algo que le sorprendió (y no gratamente), porque aquel odontólogo abrió la boca para gritar, pero su grito no pasó del tapabocas, que lo protegía de la indiscreción selectiva. Hizo algunas indicaciones a las enfermeras y salió a toda prisa, como quien acaba de encontrarse con un fantasma o un asesino serial. Una de las enfermeras se encogió de hombros, la otra hizo una seña y me pusieron una inyección. Era anestesia. Como no podía ser de otro modo perdí el conocimiento.
Cuando
volví a abrir los ojos me encontraba en un cuarto oscuro. Estaba sólo. Los
médicos y enfermeras habían desaparecido. No sentía mis dientes y mi lengua.
Seguía dormido. No podía saber si la operación había sido un éxito. Tampoco era
capaz de moverme. Tenía algunas nauseas producto del volver de la anestesia.
Quise llamar a alguien pero desde luego no podía hablar. Intenté mover las
manos pero no tenía muchas fuerzas. La impotencia se apoderó de mí. No me
gustaba enfrentarme ante la incertidumbre y la imposibilidad, me sentía
indefenso, como un cordero ante un lobo en medio del bosque. ¿Dónde estaban
todos? ¿y por qué tenía ese horrible presentimiento de que algo no iba bien?
La
puerta se abrió y alguien encendió la luz. Un hombre, de barba blanca y unos
enormes anteojos, se me acercó y me examinó lentamente. Su cara era bastante
seria. “Malas noticias, amigo” anunció con un tono de voz pausado, pero seguro.
“Hemos tenido que extirpar su boca”. Creí que no había escuchado bien, tenía
que ser una broma. Es imposible extirpar la boca. Eso se sabía. Pero no pude
hacer ninguna replica. No podía hablar. Levanté mi mano y toqué mi rostro. Solo
sentía una venda que tocaba mi cara. No sentía mi boca. Pero ya no era efecto
de la anestesia. ¡Realmente mi boca había desaparecido! Quise gritar, quise
patalear, pero no podía. Aquel hombre me pidió que calmara. “Por favor,
cálmese, con el tiempo se acostumbrara, lo hicimos para salvarle la vida”. Me
levante, me fui corriendo al baño. Una enfermera intentó detenerme pero el
doctor le hizo una seña negativa.
Llegué
al baño, me quité la venda rápidamente. Estaba desesperado. La imagen que me
devolvió el espejo fue impactante. Mi rostro seguía tal cual, pero la boca
simplemente no estaba. Sólo había una pared de piel. Era como uno de aquellos
fantasmas de las películas, un rostro sin aberturas, un monstruo de aquellos
que aparecen en las noches para asustar a los infantes incrédulos y los hacen
orinar en sus camas. El impacto fue tanto que, no pude aguantar, y me volví a
desmayar. Cuando me desperté estaba de nuevo en la cama. A mi lado estaba mi
madre, quien lloraba, y el doctor, quien me miraba fijamente. Poco a poco la
desesperación fue dando paso a la depresión y la impotencia. No tenía energías.
Simplemente los miré con desprecio. No quería saber nada: ni de mi enfermedad,
ni sus falsos lamentos, ni del hecho que mi boca había desaparecido como un
gusano en la tierra, a partir de ahora se me retiraba la palabra y se me condenaba
al silencio sempiterno.
II.
Ha
pasado un año entonces desde aquellos acontecimientos. A partir de allí debo
decir que lo que siguió ha sido un auténtico infierno. Mi vida dio un giro, no
de 180 grados, sino vueltas y vueltas como un trompo. Lo primero fueron los
cambios en mis hábitos de vida: como un mudo me tocó aprender a comunicarme por
señas, también todos los días tienen que conectar un tubo a mi garganta por
donde introducen mi comida (¡Cómo extrañó el sabor de unos frijoles o de unas
buenas pastas con bologñesa!). La boca no la pueden abrir, porque según los
médicos, el mal permanece allí encerrado, una bestia que espera impaciente en
su caverna. La gente empezó a llamarme el “sin boca”, el “careglobo”,
“Mutante”, “el monstruo de la calle 36”, “el zombie”, “el extraterrestre del
planeta Sinbocalis” y toda clase de epítetos. Los pocos amigos que tenía se
habían alejado, poco disimuladamente, de mí. Extrañaba el sabor de los
spaguettis, del helado de macadamia, del vino, de una carne bien asada. No
salía casi de mi casa, y cuando lo hacía me acostumbre a usar máscaras para la
parte inferior de la boca. Lo que motivo un nuevo apodo: “Sub-zero”. Pasaba
largas jornadas de depresión recostado en mi cama, mirando al techo y,
exigiendo a esa oscura divinidad que me había castigado, una explicación por mi
dolor.
Pasaba
mis días en el extravío. Sin rumbo. No tenía trabajo. No estudiaba. ¿Quién
contrataría un tipo deforme como yo? Mi madre al principio simuló comprensión y
ternura, pronto aquella actitud fue deviniendo una suerte de asco y
resignación. La veía evitarme lo más posible, eran pocas las veces que
cruzábamos nuestras miradas. Y aquella brecha que existía entre nosotros, se
aumentó. Vivíamos juntos, pero a la vez, estábamos muy lejos el uno del otro,
había un abismo infranqueable. Decidí abandonarlo todo y encerrarme. Pasaba
tardes enteras leyendo libros o viendo videos en el internet. También me volví
adicto a los crucigramas. Los crucigramas proponían un diálogo, una
conversación, me preguntaban y por un momento sentía que respondía, que
hablaba, que mi boca ausente invocaba la respuesta y quedaba allí impregnada en
el papel. Eran, quizás, los últimos amigos que me quedaban.
¡Ay
del silencio! ¿Cuánto se necesitaba para comprar una palabra? ¿Un grito? En
medio de esta monotonía. Días que no tenían oídos, y se arrastraban,
lentamente, como gusanos en el asfalto. Había instantes en que creía ver bocas:
bocas en las paredes que se abrían y cerraban, pero que no emitían ninguna
palabra, sólo sonreían burlonas. A veces parecían pronunciar algo, pero me
costaba escuchar sus susurros. Mi propia cama eran dos enormes labios,
dispuestos a abrirse y a tragarme a través de la abertura del mundo. Yo era un
prisionero de aquel mutismo y quietud. Mi madre su cómplice. No teníamos
visitantes. Ni el viento se atrevía a entrar por la ventana de mi casa. Quien
no puede hablar está condenado al ostracismo y la vergüenza. Sin embargo: es
curioso, y quizás esa sea la razón por la que no me suicidaba, a pesar de todo
se sentía un fresco, como una suerte de revelación que esperaba ser escuchada.
A veces, miraba de un lado al otro, escuchando atentamente y esperando las
palabras precisas. Era un monje que habitaba en los bosques del silencio.
En
esos pensamientos estaba cuando me llama mi madre. Voy a su habitación. Está
enferma, recostada en su cama, tiene su rostro demacrado con dos enormes
ojeras. Incluso en aquel momento evita colocar su mirada sobre mi rostro. ¡Qué
tan lejos estamos! A pesar de que era mi madre no podía sentir lástima por
ella. Ni siquiera por mí mismo. El mecanismo de la compasión se había
atrofiado. Cierro el puño fuertemente buscando disimular la tensión. Ella me
pide que por favor fuera al super y comprara una bolsa de leche, unas papas y
una libra de arroz, ya que ella no tenía fuerzas. Simplemente asiento y me
retiro. Voy y busco aquella máscara que busca disimular lo imposible. Odio
salir, de hecho creo que llevaba un par de semanas sin hacerlo, pero morir de
hambre no es una opción.
Trato
de caminar por las calles rápidamente, pero es difícil no notar algunas miradas
curiosas sobre mí. Ese teatro improvisado es lo que odio. No estoy preparado
para la función. Acelero el paso. Finalmente llego al súper que está a tres cuadras de mi casa,
pero que para mí fueron muchos kilómetros. Es un súper pequeño atendido por un
sujeto bonachón de bigote. Tengo suerte de que tan sólo hay dos clientes: uno
es una anciana de vestido de florecitas
y la otra es una chica muy atractiva de gafas negras, más o menos de mi misma
altura, un vestido negro y unas buenas tetas. No pude evitar mirarla. Pensé que
me haría algún reclamo, pero la chica sólo sonrió y siguió agregando algunas
cajas de cereal a su carrito. Decido no perder el tiempo, y rápidamente voy a
seleccionar las cosas que necesito. Cuando llego, la chica de gafas negras ha
desaparecido y el tendero bonachón, acostumbrado a verme un par de veces me
sonríe con una falsedad, pero tras sus ojos detecto ese asco que habita en todos
lo que me miran. Le entrego los billetes y me dispongo a irme. Él me dice que
espere, que tengo un mensaje. Le miro asustado. Me entrega una hojita. Agarro
mis cosas y salgo del Súper. Afuera, a buen recaudo, abro el mensaje. Dice: “Te
espero en el baño. Tengo algo muy importante que decirte. Te conviene. Besos”,
acompañado de una carita feliz.
¿Qué
clase de broma de mal gusto es esta? Debía irme. No prestar atención al
mensaje. Pero, ¿por qué ese mensaje de repente? Y si fuera la revelación que
estaba buscando. No puedo evitar dejarme llevar. ¿Qué tenía que perder? La
muerte hace tiempo había dejado de ser un riesgo para mí. Ese miedo se fue con
mi boca, enterrada en algún tierrero, con mi lengua, llena de gusanos de colores grisáceos, alimentándose de las
palabras que nunca diré. Entro con decisión al súper, el tendero me miró con
sorpresa. Me dirijo al baño y abro la puerta. No veo a nadie. Sabía que era una
broma. Lo sabía. Decido acercarme al espejo y lavarme la cara. Froto mis manos
con fuerza contra mis ojos. Cuando los vuelvo abrir algo ha cambiado. Unos
brazos femeninos me abrazan la cintura. A través del espejo veo aquella mujer
atractiva que horas antes había visto en la tienda. Todavía lleva las gafas
negras. En silencio besa mi cuello. Creo estar en una suerte de sueño. Me
vuelvo a frotar los ojos. No, no es un sueño. Ella es real y habita en el
espejo y en mi piel que es tocada por sus manos juguetonas.
No
puedo reclamarle. Así que intento hacer algún gesto de protesta frente a esa
invasión inesperada. Ella río. Luego me dice: “Pobre tonto qué eres. No sabes
lo mucho que he buscado a alguien como tú”. Hago una seña con los dedos que
intenta reflejar torpemente la palabra “imposible”. “No lo entiendes verdad”
dice acariciándome la cara. Niego con mi cabeza. “Tú tienes una ausencia,
esperas una revelación”. La miré sorprendido. “Ahora te preguntas cómo lo sé.
Pues bien. Ambos somos de la misma especie. Yo también lo he sentido. Ese
viento que no respira. Los lagartos como tú y yo, que pierden su cola,
necesitan de otro desgraciado, para que vuelva a crecer. Ambos somos la
manifestación de la ausencia”. Diciendo esto se quitó las gafas. No pude menos
que sorprenderme. Aquella mujer no tenía ojos. Al igual que mi boca solo tenía
piel donde deberían estar. Parecía, en verdad, así, un visitante ajeno a este
mundo, quizás un ángel o un espíritu de otro plano de la realidad. No caí ante
el horror, seguía siendo atractiva para mí. Ella tenía razón: la ausencia nos
conectaba.
Entonces
ella se acerca. Me quita la máscara. Me dejo. Y besa aquel lugar donde alguna
vez estuvo mi boca. Una descarga eléctrica invade mi cuerpo. Mis brazos la
agarran. Es un beso profundo, increíble. Y, en medio de ese baño, húmedo y
semioscuro, de un súper de la ciudad, siento que tengo boca otra vez. Aún
quedan al menos dos palabras por decir.
sábado, 8 de junio de 2019
EL BAZAR DE LAS EXPLICACIONES
EL BAZAR DE LAS EXPLICACIONES
A pesar del calor, de encontrarme en el fin del mundo, rodeado de un océano de arena y ventisca, me pareció increíble encontrarme aquel mercado lleno de vida y beduinos solitarios. Ya me habían hablado de él, en Damasco, pero lo creía un mito, una historia contada por ancianas errabundas. Esperaba encontrar allí la respuesta a la pregunta que atormentaba mis días. Estacioné mi dromedario, que estaba cansado luego del largo recorrido, y pregunté qué era ese lugar. Uno de aquellos mercantes, un sujeto barbado y de ojos marrones, me aseguró que era El bazar de las explicaciones. No le entendí muy bien.
— Es muy
sencillo— explicó—. Aquí habitan gran parte de las explicaciones del mundo,
todas las que alguna vez fueron y las que serán, guardadas en pequeños
pergaminos, reutilizadas una y otra vez y clasificadas sabiamente por temáticas
— Sí eso es
así— pregunté torpemente y buscando generar sorpresa—. Entonces ustedes deben
tener una explicación a la pregunta fundamental: ¿por qué existimos?
— Las tenemos
todas— dijo sin inmutarse—: por una deidad ebria, por el azar de un universo
maldito, por el eructo de un gran elefante en el desierto, ¿cuál quiere?
— La verdadera.
El mercader abrió los ojos de par en par. Luego no pudo evitar reírse. Se quitó con un movimiento rápido el sudor de su frente y continuó:
— Me temo que
usted no entiende. Nosotros no vendemos verdades. Ya existe una verdad y está
en el libro del profeta, bendito sea su nombre, las explicaciones no pretenden
ser verdaderas, ni tampoco obedecen a un patrón ético. Son simplemente
explicaciones, miles de ellas, listas para ser usadas en cada ocasión.
— Es absurdo.
— ¿En verdad
piensa eso?— dijo guiñándome el ojo—. ¿Y si le vendiera la explicación adecuada
para explicarle a su mujer porque aquel 12 de octubre se encontraba con la
mujer de vestido rojo? ¿o la explicación de por qué llegó una hora tarde al
trabajo el día de ayer? ¿o la explicación que debe a su hija, la niña pecosa de
ocho años, para aquellas preguntas incomodas sobre sexo? ¿o una explicación
apropiada para zafarse de una aburrida pregunta en una conferencia de algún
molesto pseudo-intelectual? ¿o una explicación de por qué precisamente hoy, 23
de mayo, está usted aquí, en medio del desierto, alejado del mundo?
— Esa la
tengo
— Tal
vez…pero no nos quedemos en estos detalles insustanciales. ¡Mire!
Aquel
beduino me llevó por todo el bazar. No mentía, aquel lugar estaba lleno de
tiendas con muchos pequeños cofres con pergaminos, cada uno de ellos marcado de
acuerdo a criterios temáticos. Más sorprendente aún fue encontrar que las
tiendas tenían varios clientes y que no era el único visitante. Observé
detalladamente los cofres, algunos mercaderes me dejaron ver. Los clientes
preferían ocultar su identidad tras algún trapo o velo, sentían vergüenza, como
si estuvieran en una tienda de artículos eróticos. Me sorprendió ver que muchos
de los compradores los recordaba de la tv o los medios de prensa escritos. Eran
políticos y funcionarios importantes de países lejanos.
— ¿Por qué se
sorprende querido amigo?— dijo el beduino—. El poder se sustenta en juegos de
palabras, en explicaciones, y entre más efectivas, verosímiles y bien
argumentadas mejor. Nosotros tenemos una tienda especializada en explicaciones
bien razonadas. La mejor del país.
Seguimos
recorriendo el bazar y haciendo algunos recorridos en círculo, me sorprendía
ver las diversas temáticas: Política, sexo, religión, metafísica, deportes,
defensas, negocios, astronomía, hasta ovnis estaban allí.
— Ya veo que
han intentado cubrir todos los frentes— dije—. ¿de dónde salen las
explicaciones?
— Somos
artesanos de las palabras, medio poetas, aunque más pragmáticos y menos
idealistas, al igual que el alfarero, nosotros sabemos como trabajarlas. Es un
conocimiento que se ha pasado de generación en generación. El bazar de las
explicaciones existe desde la antigüedad, dicen que el mismo Alejandro el
Grande, compró un par de explicaciones dedicadas a sus soldados, cuando pretendía
llevarla a la India en una campaña suicida.
— Pufff, son
todo patrañas. Probemos: si le pregunto, ¿por qué el cielo no cae sobre
nuestras cabezas?, ¿tendrá una explicación guardada en sus pequeños cofres?
— ¡Claro!
Sígame.
Nos
dirigimos a una de las tiendas, cubierta por una tela rojiza desgastada. Allí
el mercader estuvo un momento inmerso en la búsqueda y luego de unos minutos
nos tendió tres cofrecitos sellados y empolvados.
— ¿Tres?
— ¡Claro!,
¿qué explicación quiere? ¿la religiosa, la poética o la científica? ¿la que
daban los antiguos egipcios cuando copulaban Geb y Nut? ¿el hecho de la
existencia de una atmosfera separada del planeta? ¿o simplemente que el cielo
es un eterno enamorado de la tierra e, introvertido, no sabe cómo cortejarla.
No pude
evitar reírme.
— Ya, ya,
pero a mí sólo me interesa una explicación. Solo una y quiero que, si se encuentra
en este bazar, me la pase.
— ¿Cuál?—
preguntó curioso el hombre
— Quiero
saber por qué no tengo un hogar, por qué llevo años y años caminando a través
de bosques, montañas y valles, por qué siempre que intentó establecerme en un
lugar algo sale mal
— Hummm… le
recuerdo que nosotros no vendemos verdades
— No importa.
Servirá para consolarme y además usted mismo dijo que algunas veces, por azar,
surgían verdades.
El mercader
se quedó un momento pensativo rascándose la barbilla. Su silencio me
sorprendió.
— No creo que
en estas tiendas encuentre algo que le satisfaga
Suspiré
resignado. Pero luego continúo:
— Creo que
tengo lo que necesita. Necesito que me siga y, sobre todo, le pido que no le
cuente lo que va a ver a nadie
— Lo prometo—
dije sin dudarlo.
Salimos de
las tiendas. El bazar estaba en una pequeña aldea en medio del desierto, que
tenía un oasis y un pozo de agua que, a duras penas, lograba satisfacer las
necesidades de la corta población. Afuera de sus casas solo se veían hombres,
unas pocas mujeres cubiertas de negro y un solo niño que jugaba con la pelota
contra una pared. Seguí al mercader por fuera de la aldea. El sol estaba en su
cenit y, a pesar de estar protegido, aquel calor me hacía desear lanzarme en el
primer charco que apareciera sobre la arena. Llegamos, luego de un corto camino
empedrado, a lo que parecía ser un pozo, una abertura en la tierra de corta
profundidad, estaba llena de pergaminos y papeles diversos.
— ¿Qué es
esto?
— Es el pozo de las explicaciones perdidas. Aquí
echamos todos nuestros productos fallidos, aquellas explicaciones que nadie
desea
— ¿Y por qué
me trae aquí?
— Por qué la
explicación que usted busca está ahí
— ¿Está usted
loco?
— No, no. No
lo estoy. Hace unos días un joven mercader, un novato del oficio descartó una
explicación sobre el hogar, recuerdo haberla escuchado. Creo que cometió un
error. Pero me aseguró que a nadie le interesaría. Bien, no somos perfectos, a
veces nos equivocamos. Debería intentarlo. Métase al pozo y búsquela
— Es una
locura
— Es su única
oportunidad— dijo mirándome fijamente.
No perdía
nada con intentarlo, quizás sólo algunos minutos de mi tiempo. Así que, animado
por el mercader, me lancé al pozo a buscar la explicación perdida. Me sumergí
en una multiplicidad de pergaminos y papeles escritos. Leía, pero todo me
parecía incoherente, otros eran argumentos pobres, otros sencillamente no
tenían sentido. No encontraba ninguno que se asociará con mi hogar. Estornude
por la acumulación de polvo y arena. El mercader me miraba desde arriba,
curioso, como esperando. Me volví a sumergir, esta vez más profundo. Seguía sin
encontrar algún papel o pergamino que sirviera, era un cerdo sumergido entre
palabras. Justo cuando pensaba esto escuché un sonido, como un chasquido, que
provenía de las profundidades. Empecé a temblar. Algo no andaba bien. Era
momento de retirarme. Intenté volver a subir, logré asomar mi cabeza y uno de
mis brazos. Pero algo me sujetó la pierna y no me dejaba ascender. El mercader
me sonreía.
— ¡Qué pasa!—
le exigí —Ayúdeme
— Ya lo he hecho
— ¿De qué habla? ¡Le exijo que me saque de aquí!
— Usted
quería un hogar, se lo he dado. Aquí no tenemos verdades, eso lo sabe, pero si
nos compadecemos de nuestros clientes
— ¡Esto no es
ningún hogar!
— Nosotros los artesanos de palabras sabemos que
hogar es una palabra, una construcción como cualquiera. Su problema es que no
ha querido poner el primer ladrillo. Se niega a aceptar esa posibilidad. Sus
piernas lo llevan a evitarlo. Yo le ofrezco la forma en que esas piernas no
caminen más y al fin encuentre lo que añora
— ¡Déjeme
salir! ¡Pagará por esto!
— Salude a la
mascota del Bazar, ¡La señorita Alcalá!
La señorita
Alcalá resultó ser una serpiente de enormes proporciones, asomó su rostro por
encima de papeles y pergaminos y escuché con horror el sonido zigzagueante de
su lengua. No podría escapar de ninguna manera. Mientras la sierpe me engullía
comprendí con horror a qué se refería aquel hombre, mi nuevo hogar sería el
estómago de la serpiente: una prisión de escamas. Me dejé llevar, acepté la
situación resignado. No era comida. Era un nuevo habitante de aquel pueblo.
Y es aquí,
desde donde, sin explicación, en un acto inútil, escribo estas líneas.
domingo, 24 de marzo de 2019
El Canto del Azulejo
Cuento ganador de Mención de Honor en el VI Concurso Nacional de Cuento de EPM
Pequeño,
¿Qué miras en esta pobre anciana? No tengo nada de asombroso. Llevo mucho
tiempo aquí parada, esperando, ¿esperando qué? No lo sé. Una caricia nocturna,
tal vez, o una revelación que brote de la tierra. Cada vez siento que hago
menos falta en este mundo. Lo único que me acompaña y suele alegrar mis tardes
es aquella música. ¿No la escuchas? Sí, me refiero al trinar de los pájaros,
del azulejo, del barranquero, de la mirla sinsonte. A veces siento que soy la
única que piensa que el canto de los animales, del viento, de mis pequeños
dedos cuando bailan con la brisa conforma una gran sinfonía, digna de superar a
Mozart, a Tchaikovsky o a cualquiera de tambores explosivos que escuchan en sus
artefactos electrónicos. Es triste tener esta perspectiva en soledad y solo
compartirla conmigo misma o con la pequeña ardilla que pasa, que me mira con
sorpresa para luego recluirse de nuevo en mi corteza donde tiene su hogar.
Pero
parece muchacho que te estás quedando dormido. Dime, ¿tienes amigos? ¿O en
verdad eres tan solitario mi pequeño dormilón? Comprendo. Tiemblas, murmullas
palabras extrañas, tienes una pesadilla. Calma, no hay monstruos aquí, puedes
estar tranquilo. El silencio es tu aliado. Duerme tranquilo mi pequeño, duerme
tranquilo lirón.
Una
niña pronuncia tu nombre. Miro a la recién venida, realmente está asustada. Me
pregunto qué razón podrá ser tan importante para despertarte, niño durmiente.
Entre bostezos le dices que quieres dormir, ella te pide que vayan a trabajar. La
niña te mira suplicante y pone sus manos en posición de ruego. Entonces te
quedas callado, lo piensas detenidamente. Veo un poco de tu propia desgracia,
de aquella historia trágica que se esconde bajo tus ojos somnolientos. A veces
simplemente deseas escapar, esfumarte para no volver. Por eso vienes aquí.
—
Hermanita…ven acuéstate
conmigo— dices lentamente— Este lugar es muy cómodo y confortable. Nadie viene aquí, nadie nos molestará. Y
ella…—dices apuntándome con el dedo—siempre me recibe con sus raíces abiertas.
A veces pienso que quiere hablarme, contarme algo…
—
Tomi, ¿te estas volviendo
loco?— pregunta la niña
preocupada— Padre pronto estará aquí. Lo que hago, lo hago por ti. Si vieras el
castigo que me dio la otra vez, fue horrible…
—
¡Hermanita! Olvidémonos
de padre, no más correazos, no más sufrimientos, ¡vivamos acá!— dices como si
tuvieras una epifanía o revelación— Nos lo merecemos. A la final todos estos
árboles son nuestros hermanos, son criaturas vivas como nosotros, ¿Por qué no podemos
vivir como ellos? Que sean la lluvia, el sol y el agua quienes nos provean lo
que necesitemos.
—
No hablaras en serio—dijo
la niña con un poco la duda y una ligera sonrisa intenta dibujarse en su rostro
opaco.
—
Al igual que nosotros
ellos han sido abandonados por los demás, las personas se han olvidado que
existen. Ellos y nosotros somos igualmente ignorados por la gente, que no es
capaz de ver más que su propia billetera.
¡Así
es pequeño lirón! ¡Yo te apoyo! Y alzo mi raíz enérgicamente. Y yo les diré por
qué no nos perciben. Nuestra existencia se les hace molesta, porque les
recordamos su propia decadencia, lo que han sometido al designio de las leyes
del olvido. Se han rodeado de máquinas e información innecesaria. Se han
olvidado que existen otros. Ese “otro” que ya no es más que una huella endeble
en la ciudad, que desaparece con la niebla o con un anuncio. Nosotros también somos habitantes de esta
tierra que es necesario proteger.
—
No lo sé Tomi. No sé
nada— dice con lágrimas en sus ojos
—
Piénsalo, solo recostémonos
un momento— dices seguro— Un sólo minuto. Un instante de paz. Dejémonos abrigar
por sus ramas y luego simplemente que pase lo que tenga que pasar. Descansemos
una sola vez para mañana mirar el sol con otra cara, para que nos sorprendamos
de nuevo como si fuera la primera vez…
—
Yo…lo deseo. Sólo un
poco…—dice la niña insegura— sólo un poco mucho. Un poco más
—
¿Sabes hermanita?— dices
sonriendo— Cuando vengo aquí, duermo y sueño. Entonces estamos tú y yo lejos.
En una casa enorme, con camas grandes y comida de verdad. Tenemos muchos
peluches y juguetes como los niños que caminan por la calle. ¿Te acuerdas de
esa muñeca que vimos el otro día en la vitrina, la de sonrisa traviesa?, esa la
tienes en tus manos y juegas con ella todo el día. Y yo tengo un balón ¿sabes?,
no ese desinflado que recogimos el otro día de la quebrada la Iguana. Soy como
Falcao o Asprilla. Soy un goleador y aparezco en la televisión. Soñar es lo
único que me impulsa a vivir, y quiero seguir haciéndolo, a tu lado. Ven,
recuéstate conmigo.
La
niña se te acerca y se recuesta a tu lado. Sopla una fría brisa. Intento
infundirles un poco de mi calor, a pesar de los pocos harapos que tienen. Mi
verde interior se agita y empiezan a caer lágrimas de clorofila, lágrimas de
indignación. Al final, sólo los más débiles entre los humanos nos quieren. Es
un amor de débiles, un amor de olvidados, un amor sin canciones. Un amor que
trasciende pieles u órganos, un amor por la vida que palpita. Sí, os abrigo.
Pues sé que ustedes aún tienen salvación. Es hora de que duerman, que sueñen,
que emigren lejos de este lugar. Quizás a lo alto de la montaña de la
cordillera, como enormes cóndores que desafían el viento y las nubes, en busca
de un poco de paz.
Pero
déjenme, escucho algo, un ruido. ¿Qué puede entorpecer esta tranquilidad? Se
acerca alguien. Quisiera evitar que se acerque, hay algo en sus violentos pasos
que me asusta. Pero…me siento impotente. Es un hombre de mirada furibunda y
postura agresiva, se mueve rápidamente, con algo de torpeza. Lo confieso, tengo
miedo. No me gusta ese hombre. Lleva en su mano derecha una botella. Su rostro suda,
sus labios se aprietan. Sus ojos desbocados buscan devorar el mundo. Está ebrio
y no tiene control sobre su caminar. Se tambalea como un funambulista en un
circo. ¡Aléjate! No hay espacio para ti en este lugar.
—
¿Dónde estarán estos culicagados?—
grita furioso— ¡Tomás Emilio!, ¡Vanesa Alexandra!
Ustedes
no escuchan, están sumergidos en sus sueños. La voz del padre les suena lejana,
como un eco de una época que ya terminó. Su padre vuelve a llamarlos una
segunda vez. Pero sólo le responde el trinar burlesco de un azulejo.
—
¡Tomás! ¡Vanesa! Salgan
de una vez— grita el padre— ya sé que vinieron a este parque, me lo han dicho.
Estoy cansado, quiero llegar a casa a acostarme y ver el partido. Además tienen
que darme lo que recolectaron hoy. ¡Salgan de una puta vez! Mierda…
No
hay respuesta. De nuevo sólo le responde el azulejo burlón. El padre toma otro
sorbo de la botella que carga en el bolsillo de la camisa. Una pequeña vena de
su frente resalta, ese sería capaz de hacer arder el mundo por unos cuantos
pesos.
—
¡puto pajarraco! ¡Los
mataré lo juro!— grita— salgan ahora culicagados si valoran sus vidas
Nadie
sale, nada se mueve, excepto una pequeña brisa. Su padre no se percata de ello.
Se queda pensando un momento, estudia que hacer a continuación.
—
Está bien niños— dice el
padre interrumpiendo mis reflexiones-—comprendo su juego, está bien, los quiero
mucho…
Palabras, mentiras, artificios de
dolor.
—
Perdónenme, les aseguro
que he cambiado, mamá volverá pronto…— sigue su suplica absurda en tono de
lástima— Pero salgan, por favor, papá les quiere…
De nuevo el velo del sueño evita que
ustedes escuchen aquel sin sentido. Su padre de nuevo vuelve a perder los
estribos.
—
Salgan de una puta vez—
grita furioso
Pero
a su padre rabioso solo le responde un tercer y último trino del azulejo que
avisa el advenimiento de la tempestad. El hombre enloquece, sigue gritando cada
vez más incoherencias, moviéndose de un lado al otro, aproximándose lentamente.
Cada fibra de mi tronco tiembla levemente ante la cercanía y la incertidumbre
de aquellos ojos devastadores.
Pronto
se percata de nuestra presencia, sus ojos se abren de par en par. Sin embargo
esta vez no grita, esta vez el silencio se convierte en su aliado. Furioso,
quiebra su botella contra uno de mis hermanos. El viento sopla cada vez más
fuerte y las hojas pardas se mueven, como queriendo escapar. Tres pasos lentos,
un suspiro que nace de la tierra, entonces rápido, como un rayo, aquel hombre se
lanza sobre ustedes con la botella quebrada. ¡Horror de los horrores! Es
demasiado tarde, pronto aquel líquido lo salpicará todo y mi tronco se vestirá de
rojo en esta noche demencial.
Nunca
he servido para narrar finales. No quiero ser parte de este final. ¿Es este
realmente el punto donde se detiene la narración de una historia? ¿Un final
inmune a las consecuencias de los actos más explosivos y desgarradores de la
acción humana? Puedo decir que efectivamente la sangre chorrea mi tronco. Pero
no es roja, es verde como las montañas que rodean esta ciudad. Su padre ha
clavado su botella contra mi tronco y mis hojas, hiriéndome un poco, sacando
una pequeña cantidad de clorofila acumulada. Ustedes, mis niños…ya no están.
Simplemente no están.
¿Dónde
están?
Yo
no lo comprendo aún del todo o quizás no deseo comprender. Su padre no lo puede
creer: grita, patea, maldice. Lanza patadas a todo árbol o roca que se le
atraviesa. Le echa la culpa al parque maldito. Se tira al suelo desesperado. Se
frota con sus manos el rostro. Luego abre los ojos. Gruñe. Se aleja
tambaleando, sin un rumbo, sin un fin pronto para su propia historia, ni una
última oración para su hogar.
Luego
que se va puedo reflexionar, sobre lo que sucedió en ese momento y lo que creo
que pasará. La tierra defiende a los suyos, la tierra es inquieta, la tierra se
agita, se mueve y crea rupturas, crea grietas, abismos de paz.
¿Me
escuchan? Sé que aún están ahí, durmientes. Pues el río de la vida sigue
fluyendo. Aquel hermoso sueño no ha sido entorpecido. Veo entonces dos pequeños
brotes, dos pequeños árboles que recién nacen a mi lado. Entonces sonrío. Doy
la bienvenida a mis dos nuevos hermanos, que pronto se unirán a mí para
conversar, para soñar y poder disfrutar el canto del azulejo una vez más.
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