Y aquí estamos de nuevo, la misma mesa roída, el mismo maldito líquido, la embriaguez, inspiración sucedánea de versos mediocres. Bebo y bebo, y no puedo evitar recordar: tu efigie, tu figura, tu rostro que desarmaba toda pretensión con una sonrisa juguetona. Sí, lo recuerdo muy bien. Está allí, en este vaso de whisky barato, tu aliento, tu olor. Huelo y huelo el vaso. El aliento sigue allí. No se va. Dudo que alguna vez pueda irse. Decido entregarme y dar un sorbo más. No los he contado. Pero para mí, han sido más de mil. Mil sorbos. Mil lamentos. Mil instantes perdidos. Quizás quiero inundarme un poco, desbordarme, sacar todo el excremento de ballena que tengo en mis tripas.
— Eh, poeta, ya vamos a cerrar— grita el Barman— ¡Largo de aquí barril sin fondo!
— Pero, si apenas son las cuatro de la mañana— digo en un susurro lento— Aún falta. Aún me falta. Aún le falta.
— ¿Le falta a quién?
Señalo con mi dedo índice al cielo y luego doy otro sorbo.
— Ajamm…— dice burlón— ¿y más o menos cuándo se llenará?
— No lo sé. Desconozco las propiedades del sistema gástrico celeste. Pero supongo que no antes de que los pájaros se despierten y empiecen a entonar la vieja y primitiva canción.
— ¡Fuera de aquí imbécil!— grita el barman ya exasperado y con el rostro rojizo
Rápidamente me retira el vaso del alcohol. Intento protestar. Pero luego me agarra fuerte y me saca a trompicones del lugar. No sé cómo lo hizo. Es fuerte, es verdad, tiene una contextura de gladiador romano. Pero me sorprende como logra esquivar en tan solo unos segundos la cantidad de mesas y sillas hasta la entrada. En fin, ya no importa. Estoy fuera y la puerta ha sido cerrada con doble chapa. Miro al cielo. Hace una bonita noche a pesar de todo. No hay casi nubes y unas cinco o seis estrellas (o tal vez planetas que se travisten) resaltan en el cielo. La luna es esa sonrisa felina que se burla de esta ciudad de máscaras, de buitres cobardes que se esconden en las montañas. Ya qué, me largo a la mierda.
Camino por las calles sin prestar atención a los mendigos y carreteros que pasan a esas horas buscando un poco de esperanza dorada en medio de una ciudad sin luz. No, no tengo, le digo a alguno que pasa, cuyo rostro sucio es un espejo del alma de la ciudad. Me gustaría sentir lástima tan solo un momento, pero ahora no puedo, mi mente divaga en otro lugar lejos de estas calles vacías. Me gustaría tomar otro trago. Pero no tengo nada a la mano, más que un par de cigarros, una candela y un llavero con un triángulo que me regalaron alguna vez. ¿Algo especial en el llavero?, no, supongo. Al menos no tiene un significado emocional. Pienso que quizás lo que me atrae es su perfecta simetría. No porque yo sea un ser simétrico, estoy lleno de abismos y fisuras, sino porque es aquel lugar al que me gustaría llegar alguna vez. Es difícil de explicar. Solo digamos que me atrae y punto.
A lo lejos creo ver a alguien. Es una mujer. Se me hace familiar. ¿La conozco? Quiero acercarme un poco más. Sí, yo le conozco. Es imposible olvidar ese rostro. Iris, ¿eres tú? ¿Cómo? ¿a esta hora y precisamente en este espacio de avenidas inconclusas? Eres tú. Lo sé. Tengo que acercarme, no puedo perder tiempo. ¡Realmente eres tú! Piiiiiiiiiiiiii. Un fuerte pitido atronador me saca de mis reflexiones. Escucho el trueno de un carro que casi se estrella contra mi cuerpo.
— ¡Quítate del medio imbécil!— grita un sujeto en un carro levantando la mano furioso
— Disculpe señor— dije intentando levantar el dedo, pero mi mano se tambaleaba en el aire— pero, ¿se puede colapsar contra un cuerpo que ya está colapsado?
La respuesta no se hizo esperar y un nuevo pitido irrumpió en mis cavernas auditivas. Casi me tumba.
— ¡o te quitas o te piso borracho hijueputa!— volvía a gritar
Esta vez opto por retirarme y no discutir. El carro acelera y desaparece en medio de la noche. En otras circunstancias tal vez le habría respondido apropiadamente, pero ahora me preocupa Iris. Ya no está. Pero estoy seguro de que estaba allí. Yo le vi ¿o es el alcohol que engaña mis sentidos? No, no es el alcohol. Era ella. Ese rostro podría reconocerlo en cualquier lugar, desde algún lejano pueblo de alemanes bigotones en la Patagonia hasta alguna aldea de renos y mujeres de sonrisas cansadas en Canadá. Era ella, pero ahora ya no estaba. Y la conciencia de que por un momento la tuve cerca me atormenta terriblemente. Un ligero temblor se asoma en mis labios para desaparecer en mi garganta. Era Irís, lo sé. En verdad lo sé. Decido buscar aquel fantasma en medio de las calles, aquel espejismo de la mujer que me ha abandonado y que juraba que nunca volvería a ver. Me muevo a través de los pocos transeúntes buscando su rostro pálido y sus ojos marrones.
Iris fue mi amante, mi compañera, era ¿cómo decirlo sin sonar cómo un idiota romanticón? Era una moneda para este vagabundo errante en búsqueda de un sentido. Una moneda para comprar un pequeño pan, tal vez, una breve ilusión de que un beso dura más que una misa en jueves santo y que la muerte se ha distraído tomando tequila en un bar. Sí, esa fascinante ilusión. Iris, la efusiva, la pasional, la revolucha, la mujer que quería cambiar el mundo con sus pequeños deditos. Que parecía volar cinco centímetros por encima del suelo, levitaba, su existencia era un desafío a la gravedad. Porque ninguna ley le ataba. Resistía a todo, contra la estupidez, contra la miseria humana, contra las carnes rojas, contra el cemento. Respiraba resistencia. Incluso, en algunas ocasiones, contra la vida misma. Eso la condenó.
Iris creció, adoptada, en un hogar pequeñoburgues del occidente de la ciudad. Nunca conoció a sus verdaderos padres, ni a su hermana, ni a su hermano, de los cuales solo conocía el nombre de ella: Beatriz. Como el personaje de Dante siempre se le hizo lejana, habitaba, tal vez, en alguno de los cielos de las comunas de la ciudad. Iris creció saludable, activa, inquieta por conocer, rechazó el confort que le ofrecían sus padres, su deseo era salir y enfrentarse a la realidad misma, hacer que se amoldara a Iris, a su encanto, a ese color verde intenso, como la estela de sus pasos. Se aproximó a toda clase de textos: literatura, historia, filosofía y ciencia que le permitieran entender aquel caos inherente al mundo. Decidió que sus manos podían ser picos y palas, que podía luchar para construir un mundo mejor. Participó en agrupaciones de izquierda, asistía a todas las marchas en contra del régimen político de derecha, se ensartaba en debates intensos acompañada de una pola en un bar. Participaba en grupos que cuidaban a gatos sin hogar y chanditas indefensas, no tenía problema en no comer por darle de alimento a algún habitante de la calle y tenía una palabra de afecto y un abrazo para él que lo necesitará.
No sé qué vio ella en mí. Aún me lo preguntó y me sorprende. Yo nunca he querido cambiar el mundo. Soy solo un beduino que escribe versos mediocres y que vive en desierto lejano, donde no llegan los ecos de esta realidad absurda, solo hay dunas y estrellas infinitas. Tal vez pensó que podría cambiarme. No lo sé. Debo decir que tampoco es que ella fuera la mujer perfecta, era terca, reaccionaria y en algunas ocasiones voluble con su estado de ánimo. Podía tener largas crisis de depresión y maldecir a sus padres, a sus amigos y a quienes la queríamos por nuestra apatía al dolor ajeno. Se encerraba en un mutismo indefinido que no daba lugar a un diálogo o al encuentro, sino al silencio, peor que la palabra peyorativa o la maldición. Pero la mayoría del tiempo era un albatros que te incitaba a querer volar. Sí, supongo que ese era es el animal indicado: un albatros, como el del poema de Baudelaire, alguien con unas alas enormes pero con unos pies pequeños. Y que cae de la misma forma al final.
Su pasión lo desbordaba todo, no sólo en su actividad cotidiana, también en la cama, donde provocaba latidos intensos, explosiones de galaxias y lluvias de sudor. Cocinaba unas pastas en salsa blanca deliciosas, escribía poemas sobre gatos y brujos, escuchaba y cantaba tangos mientras se duchaba y dibujaba rostros de personas que veía en el metro en un cuadernillo gris. Tenía una muletilla en su habla, que en vez de chocarme, sólo le daba un aire más encantador: Solía decir “Cocholis” cuando se sorprendía o se daba cuenta que algo le había salido mal.
A pesar de todo nos complementábamos, no como el sol y la luna, sino como una orquídea y un colibrí (Yo era la orquídea). Ambos teníamos, en cierta medida, un poco de delirio poético y de eso que llaman felicidad. En fin, ¿de qué vale recordarla ahora? ¿De qué sirve a esta hora? En esta maldita calle. A todos esos mendigos y recolectores de periódicos les vale una mierda. A mí también debería de valerme, al fin y al cabo la muerte es una potencia activa, el agujero al que todos vamos a llegar. Pero te extraño Iris y hoy, más que nunca, intento comprender por qué te fuiste. Por qué me abandonaste sin siquiera avisarme. Por qué decidiste que serían veinte y no veintiuno las pastillas de trazedone, que te llevarían al sueño sempiterno.
Iris no aparece por ningún lado. No está. Solo rostros vacíos y decadentes. Era ella. Repito. Era ella, lo juro. Iris, Iris, vuelve a mí, por favor, vuelve. Te lo pido, vuelve. Solo quiero decirte unas dos palabras, solo dos te pido. Aquellas dos palabras cliché de las comedias románticas. Le pego con los puños a la pared, me recuesto sobre ella. Mi cabeza da vueltas un poco y no logro tener alguna idea coherente. Las enormes edificaciones se me hacen enormes jirafas asesinas. El cielo y mi casa están muy lejos. ¡Todo tan lejano! Mi vista no alcanza a fijarlos en un punto fijo en un mapa mental. Estoy perdido. Un breve temblor recorre mi sien y mi boca. Iris. ¿Por qué? No puedo evitar que los ojos se inunden un poco. Es solo el ácido de la remembranza. Debo volver a mi refugio. Solo he sido un estúpido.
Sí, debo olvidarlo simplemente, llegar a mi cama, ya he divagado lo suficiente. Debo tan solo cerrar los ojos y hacer que el mundo desaparezca un poco, tan solo por unos segundos. Pero mi casa está algo lejos (o solo cerca, muy cerca, pero imperceptible). Después de todo un nómada, ¿puede tener realmente un hogar o un territorio que amé? No aguanto más. Llego a un pequeño parque, hay algunas bancas y una estatua de algún prócer bigotudo. No le reconozco, no me da la cabeza. No hay nadie, solo algunos fantasmas tal vez. Y mi cabeza lo sabe, sabe porque escucha sus ecos, sus gritos de desasosiego. Son lamentos contra el olvido. No puedo más. Vomito al lado de un árbol. Vomito. Vomito. No es una liberación, es simplemente el flujo de corrientes subterráneas, es la vida que fluye. Y es precisamente lo que nuestro estomago rechaza lo que tiene más vida, pues es lo marginal y lo profano, lo que le da la mística a nuestro cuerpo, lo que demarca nuestra imperfección absoluta.
Me recuesto en una de las bancas. Espero que no aparezca por aquí algún poli a joderme la existencia. Ya he tenido suficiente con esos grillos del orden. El otro día pasé media noche en un Cai envuelvo en medio de un diálogo (o un no-diálogo) con los tombos cargado de ciertas palabras que para mí no significaban nada: “orden” “buen comportamiento” “responsabilidad civil” “poetucho marihuanero” “borracho de mierda”. En el momento que los grillos empezaban a tocar su tonada yo prefería no escucharla, me perdía en mis propios pensamientos de lunas, senos prominentes y volcanes en estado de erupción. Luego, cansados, me liberaban del tormento. No sin antes advertirme que si me volvían a ver sería sometido a castigos más severos. Hasta ahora la amenaza no se había hecho real, supongo que los grillos en el fondo me veían simplemente como lo que soy, el arlequín bermejo, el que hace reír a la noche.
Miro de nuevo al cielo, me olvido de los grillos, y me enfoco en las estrellas. Las veo por última vez, ya que pronto saldrá el sol. ¿Estará Iris allí? Aún me queda un vestigio de un porro que me fumé hace unos días, una colilla moribunda. Lo saco y lo prendo con algo de esfuerzo. No es mucho lo que puedo sacar. Qué deprimente. Una anciana, de esas madrugadoras, pasa a mi lado paseando un puddle. Aquel engendro no tarda en ladrarme, en convertirme en víctima de sus aullidos inútiles. Pues, ¿qué puede ser más inútil que el ladrido de un perro con cara de peluche? La anciana me mira con repugnancia y se aleja rápidamente buscando evitar mi presencia. Me hace gracia y no puedo evitar reírme. La primera vez que me rio en esta noche. Me sentía como el protagonista de una caricatura mala de la tv. Aquella anciana bien que tenía talentos actorales, su rostro deformado por el asco bien vale algún performance humorístico en uno de esos programas del sábado por la noche.
El porro se ha terminado, desecho lo que queda. Mis ojos se entrecierran, el sueño empieza a hacer lo suyo. Pero no quiero ir a casa, no hoy, no ahora, quizás nunca. Deseo quedarme en este lugar tan tranquilo, tan silencioso, tan propio. Más propio que cualquiera de las habitaciones donde he dormido, sólo o acompañado, parodias de un hogar que nunca se construyó. Deseo dormir, pero mi cabeza tiene un par de elefantes que bailan el vals. Sus largas trompas perforan mis tímpanos y juguetean con la corteza cerebral. No puedo dormir. Abro los ojos. Veo una sombra difusa. ¡Qué importa quién sea! Vuelvo a cerrarlos. Quiero dormir. No puedo dormir. Los abro de nuevo. La luz titilante de un farol me encandila los ojos. Parpadeó un poco. La veo. No es posible. Me froto los ojos. Es ella. ¿Iris? ¿Eres tú?
Me levanto como un resorte. Es ella. Cerca al viejo roble del parque, una aparición incandescente. Es ella. No se mueve de su lugar. Me mira detenidamente, me examina como a una muñeca de su infancia o una vieja carta de amor. ¡Eso soy querida! Un texto que no termina de escribirse, qué aún no logra las palabras definitivas. Intento acercarme, voy despacio, desconfío un poco. ¿Estaré tan borracho y trabado? No, no. No me siento ya tan mal, el vómito siempre libera un poco. Solo tengo un poco de sueño, pero su rostro es para mí el despertador primigenio. Intento hablar, pero no soy capaz de pronunciar palabra alguna. Cada vez estoy más cerca. Estoy parado justo al frente de ella.
Nos miramos un momento detenidamente. No sé qué decir.
— ¿Iris? ¿eres tú? Iris…
Actúo como un idiota lo sé, pero… Ella no dice nada. Me sonríe, o eso creo entrever. Luego me da la espalda y se dispone a irse.
— Iris, no te vayas, por favor, ¡Iris! Soy yo…mírame…¡Iris!
No me obedece. Su paso y huida cada vez es más acelerada. La persigo desesperado, estiro mi brazo e intento agarrarla. Me lanzó sabiendo que si no lo intento me arrepentiré el resto de mis días. Me tropiezo y caigo, caigo y te veo partir. ¡Adiós Iris! Perdona…
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Una luz incandescente cae sobre mis ojos. Los abro molesto. ¿Dónde estoy? El mismo parque, estoy recostado en una banca. Miró al cielo y veo su rostro. Iris. No soy capaz de moverme. El cielo ha clareado un poco y algunos pájaros empiezan el canto primigenio, está amaneciendo sin duda. Aún siento un terrible dolor de cabeza. Me cuesta hablar o moverme. Ella me mira en silencio como esperando ver mi reacción. Siento una acidez en la garganta. Empiezo a toser. Escupo a un lado.
— Cocholis, señor, ¿se encuentra usted bien?
— Iris…
— No sé quién será la Iris de la que habla- dice preocupada- No es mi nombre.
— Iris…— repito levantando mi mano e intentando tocar su rostro
— Le repito, no soy Iris. Quizás debería llevarlo a un centro médico.
Calló por un momento. Mi mente se despeja un poco y logro articular palabras más coherentes
— No, Iri…señorita. No es necesario, no se preocupe. Estoy bien.
— Pero…
— No.
— ¡Pero qué terco es usted! Venga, tome un poco de agua…
Tomo agua de un termo que ella tiene. Ese desprendimiento con extraños y miserables personajes, esa actitud altruista, ¿cómo no puedes ser Iris?
— Si no eres Iris, ¿quién eres? ¿un ángel con su rostro tal vez?
Ella sonrío. Era esa misma sonrisa calcada de un lienzo de Bouguereau
— Mi nombre es Beatriz.
La miré atónito. Mis ojos se abrieron de par en par. Al final todo había sido una broma, una ingeniosa broma de la noche y su delirio. Había jugado conmigo. Una deidad se divertía jugando catapis con mis tripas y mis desvaríos. Una broma, una jodida broma. Los astros se reían a carcajadas, los fantasmas del parque también. ¡No te preocupes noche! Mañana abriré otra vez el telón y el arlequín bermejo comenzará, con su danza torpe, una nueva función.