Con sus patas puestas hacia arriba, intenta, tal vez, captar el verso de un poema escrito por Céfiro, el audaz; intenta que sus patas sean pinceles que invadan, lentamente, el cuadro profano de un cosmos ilusorio y sempiterno, pero no le alcanzan, no puede abarcar su inmensidad. Su danza, que alguna vez cortejó a las aladas ninfas de los lagos, hoy no es más que una caricatura yuxtapuesta en el espacio del silencio. No hay más. No puede salir de allí. Sus alas ya no se mueven. No se agitan con el rocío que cae de las hojas. Sabe que hay otros ángeles que seguirán el legado del viento. Pero él ya no...
Y duele...
Duele en cada fragmento luminoso de su piel. No puede llorar. Solo puede esperar. Esperar a que aparezca la mujer de mil ojos. La que ha visto el pasado, el presente y el futuro en los rostros moribundos, la que solo sonríe dulcemente con el último latido, con aquel grito terrible que quiebra el instante antes del amanecer.
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