Despedida de la Maga

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Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


miércoles, 4 de marzo de 2015

El forjador del Viento




Cuentan que hace mucho tiempo, en lo alto del Aconcagua, el dios Kon estaba terriblemente aburrido. Miraba el horizonte ensimismado en sus propios pensamientos. Después de cientos de años se había quedado sin que hacer. Abrumado se da cuenta que la obra de la creación de la cual él fue actor participe junto a su rival Pachácamac le aburría terriblemente. Los seres humanos seguían una vida tan monótona y silenciosa que todo le parecía una repetición del mismo deprimente relato.  Decidió tomar medidas, tal vez una suerte de renovación, empezar de cero, podía volver a divertirse y encontrar con que entretener su mente. Debía acabar con la creación y buscar algo diferente, innovador, nuevos territorios con nuevas criaturas que alegraran su acontecer.

El dios decidió, no obstante, darle una última oportunidad a la humanidad. Cómo última advertencia hizo que el sol se levantará orgulloso encima de las montañas, suspendió la lluvia y la tierra y las cosechas se empezaron a secar. La gente entró en pánico y el desespero se apoderó de sus corazones. Los niños morían de hambre y las madres que enloquecían corrían por la espesura. No había retorno. El dios envió a sus mensajeros por todo el mundo, los sacerdotes-shamanes de los pueblos supieron leerlo muy bien en el agua y las nubes: “Los hombres tenían diez días para encontrar algo que entretuviera o divirtiera al dios Kon, quien se encontraba en la cima del Aconcagua, sino lo lograban sería el fin de la humanidad”.

En una pequeña aldea en los Andes se preguntaron que podían hacer para salvar a la humanidad. Todos discutían en voz alta. Un pequeño y desgarbado joven llamado Pikin sugirió que tenía la solución, pero nadie le paraba bolas pues tenía fama de ser artista, músico y poeta.  Lo insultaron y lo sacaron de la reunión. Luego la voz de uno de los líderes del pueblo se alzó: Era un hombre de ojos negros como el pantano y manos largas como de mono. Lo llamaban Dichamec. Dijo que tenía la solución, tenía en sus manos una preciosa joya que había encontrado en lo más profundo de la tierra: Una suerte de esmeralda resplandeciente. Todos se asombraron. El hombre se comprometió en persona en ir a donde el dios y salvar a su pueblo. Fue despedido entre vivas, abrazos y muchos buenos deseos. Las mujeres de la aldea le lanzaban pequeñas hojas de astromelia y algunos músicos tocaban odas y poemas en honor al salvador de la humanidad

Dichamec cruzó desiertos, valles y montañas montado en una pequeña llama. Se dirigió al Aconcagua y allí empezó a escalar a través del muro abismal de la terrible cumbre del silencio. Era un hombre de una agilidad asombrosa y una fuerte resistencia y logró superar las terribles dificultades. Así llegó a la pequeña caverna, donde vivía el dios. El dios lo esperaba tranquilo, sentado en su trono. Todo estaba muy oscuro y lo único que pudo ver Dichamec fue el rostro del dios, sus ojos de fuego, sus rasgos felinos y su sonrisa que parecía ser el preámbulo de la catástrofe. Escuchó su gruesa voz: “Dime, humano, ¿qué has traído para demostrar el valor de tu especie, para demostrar que vale la pena salvarlos, de que son más que pequeñas hormigas que se apegan al poco tiempo que se les ha otorgado?”

Dichamec sacó orgulloso la esmeralda y su verde fulgor ilumino la zona dónde estaba. “He aquí supremo dios el fruto de la tierra, la joya más bella, la hemos traído para tu entretenimiento. Ella iluminara tus triste estancias y te llenará de vida”. El dios sonrió e hizo una mueca. Dichamec no comprendió. Luego Kon hizo un chasquido con los dedos y todo el lugar se iluminó. El guerrero miró aterrado, toda la caverna era en realidad un enorme templo en cuyas paredes brillaban cientos de piedras preciosas: rubíes, zafiros, ópalos, lapislázulis, onyx, pequeñas piedras de oro y plata. Pero lo más triste era confirmar que en medio de la pared se asomaban traviesas algunas esmeraldas. Algunas de mayor tamaño que la que llevaba. Intentó argumentar un discurso, pedir una oportunidad. Pero era demasiado tarde. El dios no perdonaba el fracaso, pronto su piel y la carne se desprendió de sus huesos, su muerte fue rápida. El cadáver de Dichamec fue lanzado fuera de la caverna y se perdió en el abismo.

Mientras tanto en la aldea esperaban ansiosos el regreso del héroe, un regreso que se vio entorpecido y que sumo a todos en una nueva depresión. El tiempo avanzaba rápidamente y no había minuto que perder. Se convocó una segunda reunión y de nuevo se buscó encontrar una posible solución al problema. Pikin, el artista, de nuevo dijo que tenía la solución. Pero todos se burlaron de él y nuevamente fue expulsado. Esta vez quien logro poner su voz en alto fue un joven flaco, de ojos verdes como la serpiente. Se llamaba Kalami. Calmó los ánimos y dijo que él poseía la solución. Les preguntó a todos: “¿Qué es aquello a lo que ningún dios u hombre puede resistirse?” Todos se miraron, unos pocos sospecharon la respuesta. “Yo les diré: el cuerpo y la compañía de la mujer”. Todos aplaudieron emotivos, era sin duda un pensamiento muy acertado. Kalami propuso que una mujer del pueblo se ofreciera a ser consorte del dios y que el mismo se encargaría de llevarla a la cima del Aconcagua. La propuesta fue aprobada por unanimidad.

Pronto hubo varias mujeres que se sentían orgullosas de ser consorte de un dios y de sacrificarse por su pueblo. Kalami escogió la más atractiva. Emprendieron el viaje y fueron despedidos como héroes. Ambos eran considerados la última esperanza de la humanidad. De nuevo, al igual que su predecesor Dechamec, Kalami atravesó con la recién nombrada princesa: ríos, valles y montañas, hasta llegar al Aconcagua. Allí, con mucho esfuerzo sobre todo de parte de Kalami, ya que la mujer era débil y desfallecía en ocasiones, lograron subir hasta la cima. Entraron con seguridad en la cueva. Kalami sabía que el dios no se negaría al don que pretendía ofrecerle: los senos redondos y bien formados, el trasero abundante, los labios carnosos y la mirada picarona de esa mujer eran un templo de placer.

El dios Kon los esperaba paciente. Kalami empezó su discurso: “He aquí gran dios, la fuente de todo aquello que es bello y digno de nuestra especie, el lugar donde los cuerpos confluyen, la mirada, el beso, la caricia, el placer”. El dios lo miraba curioso. La mujer se acerco al dios y empezó a acariciarle el rostro. Dijo sentirse honrada de ponerse al servicio del gran dios. Lo acarició lentamente y le besó. Pero el dios era poco lo que le correspondía o se movía. Su rostro era una pared, carente de alguna emoción. La mujer se preguntó que estaba haciendo mal. Entonces, de repente, Kon estalló en carcajadas. No paraba de reír. Kalami y la mujer se miraron sin entender que pasaba. Entonces el dios se paró y prendió la luz. De nuevo la caverna se iluminó y se asombraron ante lo que vieron.

La caverna estaba llena de mujeres desnudas, algunas de ellas con alas de condor. Eran mujeres de un atractivo resplandeciente. El lujurioso Kalami quedó hipnotizado ante la vista del tal espectáculo. Dos de aquellas mujeres se sentaban en las piernas del dios, le acariciaban, le besaban, le consentían. Y el dios miraba burlón, picaresco a sus visitantes. Su empresa había fracasado. Kalami intentó pedir una segunda oportunidad, se arrodilló y suplicó clemencia. Pero el juicio del dios era certero y furibundo. Un rayo cayó sobre Kalami que cayó muerto inmediatamente. La mujer gritó e intentó huir. El dios no se preocupó en perseguirla. Sabía que la terrible montaña se encargaría de hacer el resto.

Cuando la noticia llego al pueblo la gente entró en pánico, ya no hubo asamblea. Todos empezaron a correr por sus vidas, creyendo que, tal vez, en algún lugar lejos podían escapar de la furia y el poder del dios. Solo Pikin parecía tomarse el asunto con calma. Mientras los gritos y el desespero se apoderaba del pueblo, Pikin preparaba su equipaje y provisiones. Él pensaba enfrentarse y establecer un diálogo con el dios. No moriría al menos sin haberlo intentado. El joven músico se preparó para partir al Aconcagua, se montó en su llama y arrancó. No tuvo despedida de héroe, nadie le lanzó pequeñas hojas de astromelia, ni le cantó odas a su pronta victoria. Y así, él no era más que un simple viajero silencioso, solo le movía su voluntad y su valor. Pikin era pequeño en tamaño, pero era grande en carácter y resolución.

Llego al Aconcagua y empezó su complicado ascenso. Al contrario que los anteriores héroes, Pikin no tenía ninguna experiencia en alpinismo, la montaña se convirtió en un rival terrible. Se cayó en varias ocasiones, creyó que nunca llegaría a la cima. Esta cada vez estaba más arriba y en el horizonte solo podía ver gruesas capas de hielo. En ocasiones, creía ver los fantasmas de los héroes que habían muerto intentando convencer al dios. Vio a Dechamec y Kalami surtir con su llanto el suave eco de la montaña. Pronto creyó que el mismo se les uniría y que sería la tumba y el fin. Se dejó llevar por el sueño y decidió entregarse. Pensó en su madre, en su hermana, en la pequeña Igulu, su llama. Pensó en los crepúsculos, en las canciones, en los tragos de chicha con amigos. Pensó en la lluvia, en el beso de su madre, en el cántico de las olas. Pensó en la caricia de Aleka, en el pequeño concierto en la capital, en los aplausos de la multitud vacilante de historias y de nuevas pasiones. Sonrió, quizás una última vez.

Pero entonces fue cuando la vio. Una hermosa mujer triste como la nieve, una mujer de ojos tan antiguos como las montañas y el mar. Pikin se asustó ante la visión, creyó que finalmente estaba perdiendo la cordura. Pero la mujer le sonrió y le acarició la cara. “Pobre soñador perdido en medio de la nieve” dijo la mujer  “¿Qué es lo que buscas en medio de la tormenta y el abismo?” “Busco una respuesta, una acción, un elemento que valga lo suficiente para salvar a toda la humanidad”. “Pero si tú ya tienes esa respuesta. Sé que lo sabes” dijo la mujer. “Párate, ¡Oh pequeño Pikin!, el mundo es solo un escenario demasiado angosto para tus gigantescos ojos”.  Luego de decir esto la mujer se esfumo entre la niebla. Pikin entonces se sintió animado y se paró, no se rendiría. Llegaría hasta a donde el dios. Sacó fuerzas ya no de su cuerpo rendido y fatigado sino aquellas que se escondían en las arcas de la voluntad. Escaló y escaló. Atravesó muros, abismos y rocas puntiagudas. Herido, cansado y a punto de desfallecer de nuevo logró llegar a la cima. El dios Kon le esperaba.

Al fin llego a la caverna y se encontró frente al dios. El dios lo miró impávido, esperando cualquier otra vulgar ofrenda. Pikin no dijo nada. Ni siquiera una reverencia, nada. Simplemente sacó la ocarina que tenía guardada y empezó a tocar. La canción que tocó era única, su melodía recordaba el esfuerzo de los campos arados, el sabor del maíz, la magia del primer beso, el dolor de la partida de los moribundos, el misterio de los sueños nocturnos, la brutalidad de la guerra, el olor del chocolate en la mañana y un último abrazo de despedida, antes de partir. La melodía envolvió a toda la caverna y se iluminó con múltiples colores. La música quedaba guardada en el eco, como si no se quisiera ir. Pikin toco hasta el final sin parar. El dios no movió una sola facción de su rostro estoico. Cuando terminó de tocar, Pikin cayó al suelo rendido, cerró sus ojos, esperaba lo peor.

Kon miró en silencio a Pikin como estudiándolo. Pikin esperó lo peor: la muerte y el olvido. Pero, para su sorpresa, el dios empezó a aplaudir. La caverna se iluminó y pudo reconocer en sus ojos algunas lágrimas. Se decía que el dios Kon nunca lloraba, pero ahora lo hacía. Afuera, alrededor de las montañas, las nubes se extendían y empezaba a caer la lluvia. El dios se dio cuenta que no importaba cuantos músicos hiciera aparecer, ningún otro podría tocar aquella canción como Pikin. Era único y le había demostrado por que valía la pena la existencia de la humanidad. El arte y la música eran formas de resistencia, de sublimar, de creación dignas de cualquier divinidad. El humano había logrado sorprender al dios que no se esperaba que parte de su creación se revelará y le mostrará un aspecto desconocido para él. El arte y la música eran el picante, era el condimento perfecto, para esa esa existencia que parecía tan monótona. La llenaba de colores y juegos, pintaba de amarillo, rojo, verde y azul sus campos, villas y montañas. Resignificaba desde un nacimiento hasta la muerte, desde un beso a una flecha envenenada, desde una mirada hasta el silencio. Resignificaba todo el enigma del mundo y su existir.

El dios entonces tomó la ocarina de Pikin y empezó a tocar con pasión, su melodía fue hermosa, aunque diferente de la del músico. Pero sus notas estaban cargadas de algo más que música. En el fondo se movían pequeñas brisas que se fueron extendiendo por el mundo, acabado con la sequía y el sufrimiento. El viento cubrió los campos y llevó la música de Kon y Pikin, y de repente todo fue fiesta, pues habían sido salvados. La ocarina y la música fueron la clave, habían logrado producir un temblor en la piel de un inmortal. Pikin luego de recuperarse fue regresado por el dios a su pueblo. Las personas que escucharon su historia contada por el viento lo recibieron como un héroe. Le ofrecieron ser su gobernante, riquezas, mujeres y toda clase de recomepnsas. Pero Pikin se negó. Solo pidió un vaso de chicha y una cama en donde dormir.

Y así, durmió, sin saber que ya su pueblo nunca olvidaría su nombre, que años después se casaría con la hija del emperador, que esta no sería su última aventura y que gracias a su hazaña, a través de su música, había sido el forjador del viento. Y desde entonces se le conoció así.

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