Cuando se piensa en la guerra, en su fluir incesante y destructivo, es inevitable pensar que somos pequeños pedazos de tierra, de polvo, de nada. Y este pensamiento inevitablemente carcome como un gusano la tierra en busca de alimento o una salida hacia un exterior que no existe ya. Lo digo en serio, ¿Quién le dará valor a aquello que diariamente hacen los hombres de la guerra? ¿a su sacrificio? ¿A su dolor? No hay nadie, no hay dios, no hay nada. Y él, pobre soldado, lo sabe. Lo sabe como yo. Esta allí parado, esperando, quizás lo inevitable. Las hojas caen desvergonzadamente de los árboles y una brisa húmeda toca su piel. Pronto pasara el comandante guerrillero, el famoso Negro Arcadio. El soldado es solo un peón sin importancia, parte del batallón que le tendera la emboscada. La vida del Negro Arcadio se ha convertido más en un símbolo, en una representación lejana de lo que para ellos es el mal.
Acabar con el mal, con el
terrorismo, eso es lo que gritan los comandantes. Pero, ¿quién en cierta medida
no es terrorista? ¿O es que todos anhelamos ese orden que nos han obligado a
cumplir? Estado, familia, pueblo son palabras que se hacen vacías en el monte.
Caen en el abismo ocasionado por la tempestad y el sufrimiento de este existir
bélico, de una bala que irrumpe con fuerza a través de los cuerpos y que entra
como Prometeo para robar algo que no regresara jamás.
El capitán del ejército habla por
el radio teléfono. Pelea con algún superior. Todos preparan sus fusiles y se
preparan para el momento del ataque. El ambiente se ha vuelto tenso. Francisco (Prefiero llamarlo Francisco, no
Gonzales como lo llama el capitán), nuestro soldado, empieza a sudar. El miedo está
presente en sus ojos, su deseo de escapar. El fusil no le luce. Francisco piensa
su antiguo sueño de ser un gran pintor. Mejor un pincel que un arma. Mejor un
paisaje de colores, a uno de balas. Pero dudo que, luego de lo que ha vivido,
pueda volver a pintar. Serían lienzos oscuros y tétricos que absorberían
cualquier luz, cualquier brillo de felicidad. Él lo sabe y se ha resignado. Se
escucha un movimiento a los lejos. Se empiezan a ver figuras que caminan a
través de la selva. Sus pasos son firmes, parecen ir con algo de afán. El
comando guerrillero se acerca y los soldados deben actuar.
La muerte es compañera, camina a su lado y al
de ellos, se esconde con la mayor profundidad. Sólo espera el momento preciso,
aquel instante, una oportunidad. Ellos desperdician balas y energías, la muerte
en cambio no desperdicia un segundo, es paciente, espera con su guadaña fusil
al hombro, cuando llegue el momento de acribillar. No teme pasar por encima del
que sea, sea soldado, capitán o presidente.
Y hoy está allí, lo sé. Está
riéndose, expectante, ella celebra su propio carnaval. Empieza a llover. Uno de
los hombres del bando contrario se acerca, mira hacia ambos lados, otea a ver
si encuentra algo diferente, ese león que espera a su presa devorar. Pero no
encuentra nada, ni siquiera el silencio, pues las luciérnagas se lo niegan.
Hace una señal a los demás guerrilleros, que le siguen en silencio, tratando de
no hacer ruido, de confundirse con la selva al pasar. Pero Francisco y los
soldados ya lo han visto, lo han visto y los guerrilleros, sin saberlo, ya en
ese momento están muertos. Están muertos y no lo saben. El futuro es algo que
no podrán vivir ya.
Entonces el capitán da la orden y
empieza la balacera. Los guerrilleros van cayendo uno y otro como piezas de
dominó. Intentan ofrecer resistencia. Pero es demasiado tarde. No los ven. Son
fantasmas en la noche. Son el laberinto de sus pesadillas. Son su demonio de la
selva, las balas de frío metal. No hay piedad, no hay lugar aquí para la pausa.
Sólo sobrevivir, solo matar. Es la predica. Salvar la patria. La sangre se
mezcla con el pantano y la lluvia, un pequeño riachuelo rojo, que atraviesa la
tierra y fluye como una vena que transporta
a la muerte, el olvido y el adiós. ¿Cómo pintaría eso Federico? ¿Cómo
representar los cadáveres y la sangre?, ¿qué colores y tonalidades le daría?, ¿cómo
podría representar el miedo de sus caras?.
Uno de los guerrilleros intenta
escapar, huye despavorido. Los soldados le disparan, pero no logran acertarle.
El guerrillero se resbala y cae. Ve muy cerca su fin. El Capitán se le acerca.
El guerrillero pide piedad, habla de su familia, tiene siete hijos. “Sucio
terrorista”, le responde el capitán y le pega una fuerte patada en la cara. Luego
lo acribilla con un fulminante disparo en la cabeza. Ninguno de los soldados deja
de parpadear. Ninguna lágrima. Ya estan acostumbrados.
Mientras tanto Federico sólo piensa en matices y colores, en aquel rojo intenso, que no cree poder nunca en un lienzo poder representar.
Mientras tanto Federico sólo piensa en matices y colores, en aquel rojo intenso, que no cree poder nunca en un lienzo poder representar.
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