Las puertas habían desaparecido. Todas las puertas. Las de madera, las de bronce, las de hierro. Con las puertas se fueron también las aberturas como ventanas y balcones. Los muros se apoderaron de todo, invadieron las casas, no dejaron ningún espacio vacío por rellenar. Nos convertimos de un día para otro en prisioneros. Aparecimos de repente encerrados en nuestros cuartos, en las escuelas y en las oficinas. O quedamos afuera atrapados en las rutas, las calles, en callejones sin salida. Sin ninguna oportunidad.
Algunos murieron de hambre encerrados en sus cuartos, comiéndose partes del armario o carne de colchón. Otros sobrevivieron, pero quedaron sin nada, sin poder entrar a sus casas por sus objetos de valor. La madre fue separada del hijo, el esposo de la esposa, el hermano de la hermana, el niño de su mascota. Los amantes besaban y abrazaban las paredes, como si sus besos pudieran traspasar los muros y darle a la persona amada un poco de su calor. Las madres gritaban desesperadas los nombres de sus hijos y golpeaban con fuerza. Las lágrimas se fundieron con el frío del cemento y algunas huellas de rasguños y sangre se ven aún en la pared. Algunos intentaron abrir brechas con explosivos y maquinas demoledoras, pero fue inútil. Los muros se habían hecho más fuertes, como si la ausencia de las puertas les hubiera dado un nuevo vigor.
Lo que vino después, fue sencillamente el horror. El horror de no poder entrar por nuestras cosas. El horror de dormir a la intemperie y aguantar el frío. El horror de volver a defecar en agujeros en el piso, en improvisadas letrinas. El horror de no poder guarnecer nuestros alimentos, comer comida producida el mismo día. El horror del fin de la “intimidad” y tener que copular al aire libre. Hacerlo frente a cientos de miradas lascivas. La vida se había vuelto una lucha por la supervivencia. Sobrevivir al fascismo de los muros, a su yugo, a su espacio comprimido.
No podíamos rendirnos. Los pomos y picaportes pasaron a ser una suerte de símbolo de nuestra resistencia. Los muros y paredes empezaron a llenarse de violentas consignas de rechazo contra la opresión. Dibujos llenos de colores, guitarras, arcoíris y sobre todo…puertas. Puertas que se abren, puertas que se cierran, puerta que cantan, puertas que sueñan. Pero los muros siguieron manteniendo sus tesoros guardados y encerrados. Las casas se habían convertido en tumbas impenetrables, donde se guardaba más que cosas materiales: secretos y recuerdos de tiempos pasados.
Algunos convirtieron aquellas paredes en templos, en espacios sagrados de oración y penitencia. Esperando que algún día se abriera una abertura, para volver a entrar. Otros iniciaron violentas guerras y luchas por comida, espacio y poder. Violaciones, robos, asesinatos. La moral se diluía en ríos de sangre y carroña para gallinazos. Los cadáveres se reunían cerca a los muros en una suerte de último tributo a su inmensidad.
No obstante quedaban algunos, incluyéndome, que nos dimos cuenta que el mundo había cambiado. Que las puertas en realidad nunca existieron, que siempre hubo muros, en cada sonrisa, en cada rostro, en cada transeúnte de este mundo gris. Así que empezamos a aceptarlo. Aceptar el mundo sin puertas. El cual debíamos reconstruir.
Cuando habíamos perdido la esperanza nos dimos cuenta que, irónicamente, la ausencia de las puertas inició algo inesperado, algo que nadie vio venir. La necesidad de calor en la noche y el frío, hizo que se empezaran propagaran los abrazos, las caricias y los besos en algunos hombres y mujeres. Se acabaran los prejuicios y se fortaleciera la unión. El amor impregno a estos hombres, lleno sus espacios de fuego y abrió nuevas puertas, de un cuerpo a otro cuerpo, del cuerpo al corazón.
Solo los que aceptaron el amor y abrieron las puertas de sus cuerpos pudieron sobrevivir. Los demás murieron en la intemperie, en luchas sangrientas, sin amigos, ni comida, sus cenizas se las llevo el viento lejos, al reino de los muros y el olvido. Mientras que los que permanecieron juntos lograron construir una comunidad etérea. Fundaron la primera ciudad sin muros: Arcadia la libre.
En la entrada de la ciudad, había pegado a un árbol un pequeño cartel de bienvenida que decía: “A quién quiera entrar: debe dejar sus ataduras aquí. Abrir la última puerta, recoger la pluma y escribir su nombre en el cielo, para que no vuelva, para que se quede allí.”
Algunos murieron de hambre encerrados en sus cuartos, comiéndose partes del armario o carne de colchón. Otros sobrevivieron, pero quedaron sin nada, sin poder entrar a sus casas por sus objetos de valor. La madre fue separada del hijo, el esposo de la esposa, el hermano de la hermana, el niño de su mascota. Los amantes besaban y abrazaban las paredes, como si sus besos pudieran traspasar los muros y darle a la persona amada un poco de su calor. Las madres gritaban desesperadas los nombres de sus hijos y golpeaban con fuerza. Las lágrimas se fundieron con el frío del cemento y algunas huellas de rasguños y sangre se ven aún en la pared. Algunos intentaron abrir brechas con explosivos y maquinas demoledoras, pero fue inútil. Los muros se habían hecho más fuertes, como si la ausencia de las puertas les hubiera dado un nuevo vigor.
Lo que vino después, fue sencillamente el horror. El horror de no poder entrar por nuestras cosas. El horror de dormir a la intemperie y aguantar el frío. El horror de volver a defecar en agujeros en el piso, en improvisadas letrinas. El horror de no poder guarnecer nuestros alimentos, comer comida producida el mismo día. El horror del fin de la “intimidad” y tener que copular al aire libre. Hacerlo frente a cientos de miradas lascivas. La vida se había vuelto una lucha por la supervivencia. Sobrevivir al fascismo de los muros, a su yugo, a su espacio comprimido.
Algunos convirtieron aquellas paredes en templos, en espacios sagrados de oración y penitencia. Esperando que algún día se abriera una abertura, para volver a entrar. Otros iniciaron violentas guerras y luchas por comida, espacio y poder. Violaciones, robos, asesinatos. La moral se diluía en ríos de sangre y carroña para gallinazos. Los cadáveres se reunían cerca a los muros en una suerte de último tributo a su inmensidad.
No obstante quedaban algunos, incluyéndome, que nos dimos cuenta que el mundo había cambiado. Que las puertas en realidad nunca existieron, que siempre hubo muros, en cada sonrisa, en cada rostro, en cada transeúnte de este mundo gris. Así que empezamos a aceptarlo. Aceptar el mundo sin puertas. El cual debíamos reconstruir.
Cuando habíamos perdido la esperanza nos dimos cuenta que, irónicamente, la ausencia de las puertas inició algo inesperado, algo que nadie vio venir. La necesidad de calor en la noche y el frío, hizo que se empezaran propagaran los abrazos, las caricias y los besos en algunos hombres y mujeres. Se acabaran los prejuicios y se fortaleciera la unión. El amor impregno a estos hombres, lleno sus espacios de fuego y abrió nuevas puertas, de un cuerpo a otro cuerpo, del cuerpo al corazón.
Solo los que aceptaron el amor y abrieron las puertas de sus cuerpos pudieron sobrevivir. Los demás murieron en la intemperie, en luchas sangrientas, sin amigos, ni comida, sus cenizas se las llevo el viento lejos, al reino de los muros y el olvido. Mientras que los que permanecieron juntos lograron construir una comunidad etérea. Fundaron la primera ciudad sin muros: Arcadia la libre.
En la entrada de la ciudad, había pegado a un árbol un pequeño cartel de bienvenida que decía: “A quién quiera entrar: debe dejar sus ataduras aquí. Abrir la última puerta, recoger la pluma y escribir su nombre en el cielo, para que no vuelva, para que se quede allí.”