Amarró la mula al poste y se
limpió un poco las alpargatas llenas de tierra. Había sido una jornada larga y
deseaba algo de comida y de aguardiente Descargó el par de costales, que
contenía una valiosa carga procedente de las Minas del Zancudo, y la guardó en
la bodega. La fonda estaba abarrotada ese día, habitada por arrieros,
campesinos y prostitutas. El licor fluía de un lado al otro de las mesas y la
música, algunos pasillos, coplas y bambucos, distraía a los arrieros, allí presentes,
de las penurias de su cotidianidad. Juan María tomó asiento en una de las
esquinas. No estaba de humor para la compañía, sólo deseaba comer y descansar.
Pidió frijoles con arepa de mote y se los devoró al instante. Aunque solía
comer poco en la noche, ese día tenía el hambre de una guacharaca perdida en el
páramo. Miró detenidamente una
fotografía desgastada de una mujer y una niña, la acarició con cariño. Se
dispuso a dirigirse a la habitación que le habían asignado, pero algo
interrumpió su decisión: un hombre de bigote refinado, sombrero y, algo
flacuchento para ser un arriero, se montó al escenario y sacó un tiple.
Robusto, con sus 12 cuerdas, y su presencia inquietante.
Juan María quería ver lo que
sucedería a continuación. El silencio se apoderó del recinto. El hombre empezó
a tocar suavemente el instrumento, intentando con aquella caricia robarle
algunos ritmos secretos. Pero el instrumento se negaba a ayudarle. El resultado
era una disfonía, una voz que no se articulaba con el instrumento, un abismo
donde rebotaban las piedras. Una prostituta, furiosa, se paró y entre gritos y
groserías de alto calibre, le reclamó al arriero que se bajará del escenario.
Otra, entre risas, conversando con un sujeto bonachón, le dijo que le recordaba
los gritos de la Marcelita, su compañera, en aquellas noches de amor barato. El
hombre no se resignaba a perder el control y a mostrar que dominaba el tiple
como el mejor. Su rostro sudaba, sus piernas temblaban. Sus dedos se
encendieron y por un momento parecía como si fueran cinco llamas vibrando con
las cuerdas. Pero aun así fue inútil. El instrumento se negaba a hablarle.
Exhausto cayó desmayado en el escenario. Una mujer exclamó con preocupación y
se llevó la mano al rostro. Dos arrieros y el dueño de la fonda se acercaron,
lo cargaron y lo retiraron.
El ánimo empezó a decaer y las
conversaciones se volvieron susurros con palabras malsonantes. Juan María, sin
prestar atención, se paró de su asiento y miró a la concurrencia. Su mirada era
estoica, en sus ojos no había fuego, sino unas cuantas palabras que armaban los
retazos de una tragedia inenarrable. Se acercó al tiple y lo tomó entre sus
brazos. Lo acarició con cariño. Luego dijo unas palabras inentendibles. Todos
estaban a la expectativa. Desgarró dos primeras notas, decidió probar primero
cuales eran las reglas de juego que el instrumento le imponía. Al principio
solo salieron algunos sonidos torpes, que los arrieros y prostitutas tomaron
por ignorancia en la técnica y se burlaron de nuevo. Pero Juan María estaba
decidido y su mano volvió a acariciar al tiple, intentó seducirlo, tocar sus
caderas, sus curvas femeninas. Recorrer un cuerpo de madera de encenillo para
encontrar sus puntos sensibles.
Alguna vez le había dicho a su
hija que el tiple era el instrumento del diablo y que no debía acercarse bajo
ninguna circunstancia. Hoy él pasaba la línea. Necesitaba hacerlo. Era el
momento que, en sus sueños, se aparecía bajo la forma de un ataúd custodiado
por cuatro gallinazos. La música era la vida, que triunfaba sobre el silencio. Y aconteció que el local se llenó de nuevos
parroquianos porque las notas, poco a poco, seducían con su tonada. El bambuco,
aunque alegre, desgarraba las paredes y el aguardiante sabía más amargo, era la
cachetada de la nigua que aparecía en la más terrible noche. Los comensales se
quedaron callados, nadie habló, sólo la música del tiple hablaba y lo que
contaba era una tragedia, un abismo, una historia de montañas y riachuelos que
se marchitan bajo la luz del sol. Hubo algunas lágrimas. Alguna exclamaciones
de admiración. Pero, ante todo, cuando Juan María soltó las cuerdas el local se
llenó de aplausos y felicitaciones por su admirable interpretación. El arriero
miró al cielo y levantó las manos como intentando agarrar la luz intermitente
de la lámpara que, torpe, colgaba del techo, rodeada de zancudos y vientos
inconclusos.
— He
cumplido mi palabra.
El arriero se retiró del
escenario y, a pesar de las invitaciones de algunos compadres a que bebiera con
ellos, el juglar de las montañas se retiró a su habitación. El resto de la
noche se la pasaron hablando de aquel misterioso personaje, tan lacónico y
taciturno. Algunos dijeron que lo habían visto arriando una mulada por un
despeñadero peligroso en el cañón del Cauca, otros que lo habían observado batirse
a peinilla con tres bandidos en un sendero inhóspito cercano a Riosucío. Como
fuera todos tenían alguna historia que contar que se ubicaba en los terrenos
entre el mito y lo real. La imagen del arriero tocando el tiple había quedado
grabada en la mente de todos y se evocaba con cierto nerviosismo como si se
hubiera profanado con la música un espacio sagrado. Los susurros se escucharon
hasta la madrugada, cuando un gallo cojo y tuerto, anunció el fin del ritual
nocturno.
Nadie vio salir al arriero
misterioso. Cuando unos pocos comensales preguntaron por su paradero, el
posadero dio a entender que aquel hombre había partido muy temprano, como un
fantasma, por la puerta trasera. Nadie lo había visto partir, excepto un par de
mulas, que bien callaban el secreto, adormecidas en los establos.
Durante una semana no se volvió a
hablar del arriero y su tiple. Hasta que un día un hombre delgaducho, de
sombrero roto y que repetía la palabras “¡Cómo le parece!” una y otra vez,
trajo una particular noticia. Un arriero con un tiple roto había sido
encontrado muerto a las orillas del Cauca, tenía los ojos abiertos de par en
par, la boca torcida y una expresión en el rostro que señalaba que lo último
que había visto debía lindar con un horror innombrable. A su lado, aquella foto
de su hija, hundiéndose en el fango, expresaba la misma sonrisa, aunque, como
si alguien la hubiese intervenido con una tijera, habían desaparecido sus ojos.
La anciana que trapeaba en las mañanas, en medio de una suerte de débil epifanía,
dijo: “¡Se los ha llevado el diablo!”