Puede pensar, puede mirar,
puede sentir. Esteban Grisales, es muy consciente de lo que ha hecho.
Consciente de aquella sangre. De esa sangre marchita que no es suya. Sangre de
autómata. Los barros, la panza profusa, los lentes enormes, la
camisa de bazinga, el afiche de Star Wars, le producían un profundo asco y
ganas de vomitar. El ambiente entero le generaba nauseas. Había,
puestas al lado del escritorio, columnas de revistas de comics y sobre una
repisa unos figurines que representaban personajes de series de culto como
Star Trek y Doctor Who. Había ropa sucia tirada en un rincón. Encontró unas
pocas revistas pornográficas escondidas debajo de la cama. La papelera estaba
llena de papel higiénico enroscado que no quise confirmar a qué clase de fluido
correspondía. Esteban pateó un Yoda enorme de juguete en un rincón con signos
de repulsión. Luego volvió a posar su vista sobre aquel hombre. Ahora no
parecía tan ñoño. Su aspecto en cierto sentido había mejorado. Esteban se
sintió por un momento un estilista, el mejor que le hubieran recomendado. Ahora
que el ñoño se encontraba allí, acostado en la baldosa, rodeado por migas de
papitas y doritos, con los ojos abiertos, le pareció que había vuelto de alguna
forma a sus orígenes, como un bebe que vuelve tranquilamente a la placenta.
Tomó sus gafas y las guardó. Sonrío
Era momento de irse. No podía
pasar un segundo más en aquel lugar. Aquel grito, esa voz tan gruesa
y desafinada, seguramente habían alertado a los vecinos. La policía pronto estaría
por llegar. La entrada principal no era una opción. Así que se puso unas gafas
oscuras y salió por la ventana del departamento. Era de noche. El viento
soplaba con furia, acusativo, quizás por lo que acababa de hacer. No le
importaba. Estaba convencido de la importancia de su empresa y de la ceguera de
los demás. Se movió sujetándose a la fachada, tres ventanas a la derecha.
Como la fachada del edificio daba contra una pálida medianera era muy
difícil que alguien siquiera notara su presencia.
Abrió la ventana utilizando
una ganzúa y entró en el departamento. Estaba vacío. Lo sabía. Él mismo había
estudiado detenidamente los movimientos de aquella familia durante los últimos
meses. Sabía que todos los fines de semana salían a una finca que tenían en el
oriente. No prendió ninguna de las luces. Se escondió debajo de la
cama y esperó. No movió ni un músculo. Esteban esperó que se
escucharan los gritos y rezos de las ancianas. Esperó que el edificio
fuera rodeado por policías. Esperó a que el sitio se llenara de
personas curiosas. Él mismo había preparado el escenario. Les había
abierto el telón. Era tiempo de que disfrutaran la obra.
Así paso un largo rato. Cuando
recogieron el cadáver y todo se había calmado, eran aproximadamente las tres de
la mañana. Se paró despacio. Sacó de su chaqueta un cigarro, abrió un poco la
ventana y se lo fumó. Abajo dos policías torpes hacían la guardia. Como
esperando que el asesino volviera. Esteban se rió. Pequeños pitufos ciegos que
no pueden ver como se mueve el gato a través de la ciudad. Inhaló un poco de
humo.
Soy un artista. Pensó. Un
creador. Eliminó lo que estorba, lo inútil. Estaba creando una
sociedad sin raros. No más gente que prefiera preocuparse por el
futuro del planeta Namek, o de mundos mágicos o con dragones, que del propio.
Son egoístas. Son herejes. La muerte es el único olvido y el único perdón.
Tenía que escapar del lugar.
Pero no era el momento adecuado, esperó dos días. Cuando consideró que era el
momento oportuno salió por la puerta principal. Nadie noto su presencia.
Excepto, tal vez, una anciana que barría el primer piso. Sin embargo no le
presto mayor atención. De vuelta a las calles era momento de replantear sus
posibilidades. ¿Qué hacer a continuación? Primero debía retomar su trabajo,
volver a la oficina, entrar de nuevo a esa normalidad trémula que le generaba
una sensación de somnolencia y aburrición. Trabajó los cino días de la
semana. Era el empleado ejemplar. De alguna forma aquella adrenalina, aquella pulsión
de muerte le alimentaba. Cargaba sus energías. Todo lo hacía mejor. En la
oficina nadie sospechaba. Ni siquiera cuando desapareció el freak obeso del
sector 3. Su primera víctima. Ahora sólo era carne para gallinazos que
seguro debían tener una terrible indigestión.
En su casa, Esteban Grisales colgó las
gafas del ñoño que había matado en la pared. Allí había puesto los lentes de
cada una de sus víctimas. Era su trofeo, la prueba de su hazaña y la razón por
la cual, la policía y los periódicos, le apodaban “El coleccionista”. Los días
siguientes caminó a menudo por las calles. Lo observó todo. Estudió el
comportamiento de todos y cada uno de los trauseuntes. Era cuestión de tiempo
para que el siguiente raro o ñoño apareciera.
Fue una mujer. La primera
mujer rara. Fue como un flechazo. Sola en una banca, pelo castaño,
gafas enormes, cara barrosa. Leía un manga de Naruto. Era la victima
perfecta. Fue tanto el placer que sintió con solo verla que no pudo evitar
humedecerme los labios con satisfacción. Era enorme la felicidad que
me generaba ver su rostro salpicado en sangre. ¡Oh pequeña mía! Mañana estarás
en el país de los ñoños muertos. Donde los ñoños arden en una
hoguera, chuzados por diablillos picarones, que se comen sus pezones y tetillas
con sal y limón.
Se puso en camino. Se preparó
para dar el golpe. Debía planearlo muy bien. Lo primero era seguirla, estudiar
sus trayectos, saber dónde vivía, encontrar el momento oportuno. Así se enteró
de muchas cosas. Se enteró de que era universitaria. Estudiaba ingeniería. Todas
las tardes le gustaba ir a alimentar un par de gatos callejeros, los cuales les
gustaba reunirse a maullar como viudas abandonadas. Se enteró que le gustaban
los cosplays y vestirse como Hinata de Naruto. Se enteró que le
gustaban Game of Thrones y que soñaba con tener tres dragones. Se enteró
que le gustaba el helado de macadamia los jueves en la tarde en una esquina del
café bar. Se enteró que se llamaba Daniela, que tenía pocos amigos y que se
recluía como si estuviera en cuarentena, en su cuarto, como si el mañana no
quisiera llegar jamás.
Pronto el coleccionista tuvo
los datos de su Facebook y su Twitter.
Estudió sus frases. Su conducta. Su aire tímido, su necesidad de
conseguir compañía en medio de su soledad. Le costaba aceptar que ella
tenía algo diferente a las otras víctimas. Algo que no lograba del todo
dilucidar. Eso le fascinaba y aumentaba un poco su ansiedad. Se sentía
impaciente y quería que llegara al fin el día señalado. En la oficina se empezó
a notar su malgenio y su impaciencia. Se sentía incómodo, como si no tuviera un
espacio donde realmente estar. Pero pronto el día llego. Esa mañana se puso su
mejor traje. Después de todo era momento de iniciar el ritual. El gran lienzo
debe completarse y necesita unos lentes más. Salió con una sonrisa de
satisfacción porque ya había calculado todas las variantes de sus actos. Sabía
que irremediablemente hoy aquella ñoña estaba perdida.
Eran la una de la mañana. Las
calles estaban solas y el edificio donde ella vivía permanecía en silencio y en
la más penetrante oscuridad. Pocas personas habían esa noche en la edificación.
Lo sabía. Era viernes. Todos estaban en algún bar intentando ligar o bailaban en
un boliche. Pero ella no. Estaba allí encerrada, como ñoña que
era, en ese caparazón, que él debía penetrar. El
portero estaba dormido. Lo sabía. Se dormía escuchando los debates políticos de
las 11 pm. En el más completo silencio aprovechó una falla de la puerta y
entró. Subió a través de las escaleras emocionado, como un niño que se acerca a
su juguete nuevo. Subió y se paró en la puerta. Pronto empezaría el carnaval.
El coleccionista saco su
ganzua y abrió la puerta con sumo cuidado. Todo había salido perfecto. Ninguna
falla. Se sentía contento con su trabajo. Se sentía un profesional. Entonces la
vio. Estaba allí, en silencio, parada, mirando por la ventana. En la cama un
felino dormía con placidez. La pc estaba prendida y sonaba una música japonesa.
En una esquina había una columna de libros desgastados y rayados que tenían una
cubierta de polvo. Era la ocasión perfecta. Se acercó lentamente. Un paso. Dos
pasos. Aún no se percataba de mi presencia. Tres pasos. ¡Crac! Algo sonó bajo
sus pies. Había pisado uno de sus
converse pintados con muñequitos de anime. Maldijo en sus adentros. Pero era
demasiado tarde. Ahora ella le veía.
Le miraba fijamente. No
grito. Le extraño su actitud. Todas sus víctimas al notar su presencia gritaban
e intentaban avisar a sus vecinos. Pero ella no. Ella permanecía mirándole en
silencio. Como estudiándole. Esperando que iba a hacer a continuación. Cualquier
asesino que se respete la hubiera matado en ese instante. Pero él no fue capaz.
Sus ojos cargados de una tristeza melancólica le conmovieron profundamente.
—
¿Quién eres? — preguntó—. ¿Qué
haces aquí?
—
He venido a matarte— le dijo.
—
¿Por qué? – preguntó ella sin
bajar la vista.
—
Eso es algo que a vos no te
incumbe— dijo con la mano temblando.
—
Creo que sí me interesa.
Máxime tratándose de mi propia vida – dijo ella mientras
se quitaba los lentes y los ponía a un lado.
Ñoña tenía que ser. Seres
detestables. Preguntona. Intentando hacerse la ingeniosa. Pensó el
coleccionista
—
Mátame entonces. La verdad, no
hay mucho que me ate a este lugar – agregó luego de unos instantes—. Sólo
te pido una cosa. Si puedes consíguele una casita a Akuno, mi gato. No me gusta
dejarlo solo. Él no tiene la culpa de los desvaríos humanos ¿lo prometes?
—
No puedo asegurarlo- dijo el
coleccionista algo incomodo.
—
¡Qué lástima!- dijo ella muy triste.
Luego dejó caer una
lágrima y cerró los ojos entregándose a su cuchillo. Y él no podía hacerlo Quería matarla,
pero no era capaz. ¿Por qué no era capaz? Ella era sólo una ñoña. Sus
labios parecían susurrar algo. Parecían invocar un nombre o un beso, llamar
fuerzas que se escapaban de su control. Entonces en ese momento la vio
hermosa.
Por un momento pensó en que
tal vez hubiera sido mejor conocerla de otra manera. Invitarla a salir. A
tomar un café. Mostrarle sus trofeos de ñoños. Quizás unirla a su causa. Crear
otra asesina ñoños que se moviera en la noche, que se camuflara entre ellos y
los matara cuando durmieran. Pensó en su cuerpo de pseudo ñoña desnudo,
recibiéndole. En sus besos marchitos. Pensó en un baile. Un baile que podrían
hacer juntos. El baile del loco y la freak. Pero ella debía dar el siguiente
paso, y lo dio.
–
¿Dudas? Pues yo no cabrón hijo de puta
El coleccionista sintió un
profundo punzón en su estómago. Cuando se tocó, sus manos estaban llenas
de sangre. Ella no dudo. Lo había enterrado hasta el fondo. Cayó al piso
desangrándose. Ella se preparó para rematarlo y entonces se dio cuenta que
había sido engañado. Lo que le había fascinado de ella no era la tristeza de
sus ojos o su entrega. Sino ese extraño terreno que ambos habitan. Ella era
igual que él.