(Por: Georges Bataille)
Es vano considerar en el aspecto de las cosas únicamente los signos
inteligibles que permiten distinguir elementos diversos. Lo que afecta a
los ojos humanos no determina solamente el conocimiento de las
relaciones entre los diferentes objetos, sino también cierto estado
mental decisivo e inexplicable. De modo que la visión de una flor
denota, es verdad, la presencia de esa parte definida de una planta;
pero es imposible detenerse en ese resultado superficial: en efecto, la
visión de la flor provoca en la mente reacciones de consecuencias mucho
mayores debido a que expresa una oscura decisión de la naturaleza
vegetal. Lo que revelan la configuración y el color de la corola, lo que
descubren las máculas del polen o la lozanía del pistilo, sin duda no
puede ser expresado adecuadamente por medio del lenguaje; sin embargo,
es inútil desatender, como generalmente se hace, esa inexpresable
presencia real y rechazar como un absurdo pueril ciertas tentativas de
interpretación simbólica.
Que la mayoría de las yuxtaposiciones del
lenguaje de las flores tienen un carácter fortuito y superficial es algo
que se podría prever aun antes de consultar la lista tradicional.
Si
el diente de león significa expansión, el narciso egoísmo o el ajenjo
amargura, vemos la razón con demasiada facilidad. Obviamente no se trata
de una adivinación del sentido secreto de las flores, y de inmediato
discernimos la propiedad bien conocida o la leyenda que se debió
utilizar. Por otro lado, en vano buscaríamos aproximaciones que
manifiesten de una manera contundente la inteligencia oscura de las
cosas que estamos considerando. Poco importa, en suma, que la aguileña
sea el emblema de la tristeza, el dragón de los deseos, el nenúfar de la
indiferencia... Parece oportuno reconocer que esas aproximaciones
pueden ser renovadas a voluntad, y basta con reservar una importancia
primordial a interpretaciones mucho más simples: como las que vinculan
la rosa y el euforbio con el amor. Sin duda, no es que esas dos flores
exclusivamente puedan designar el amor humano: aun si hay una
correspondencia más exacta (como cuando se le hace decir al euforbio
esta frase: "Usted ha despertado mi corazón", tan conmovedora, expresada
por una flor tan equívoca), es a la flor en general, antes que a tal o
cual de las flores, a la que se ha intentado atribuir el raro privilegio
de declarar la presencia del amor.
Pero tal interpretación corre el
riesgo de parecer poco sorprendente: en efecto, el amor puede ser
considerado desde el principio como la función natural de la flor. De
modo que la simbolización se debería también en este caso a una
propiedad precisa, no al aspecto que afecta oscuramente la sensibilidad
humana. No tendría entonces sino un valor puramente subjetivo. Los
hombres habrían relacionado la eclosión de las flores y sus sentimientos
debido a que en ambos casos se trata de fenómenos que preceden a la
fecundación. El papel otorgado a los símbolos en las interpretaciones
psicoanalíticas co-rroboraría además una explicación de ese orden. En
efecto, casi siempre es una relación accidental lo que da cuenta del
origen de las sustituciones en los sueños. Es bastante conocido, entre
otros, el sentido dado a los objetos según sean puntiagudos o huecos.
Nos
libraríamos así fácilmente de una opinión según la cual las formas
exteriores, ya sean seductoras u horribles, revelarían en todos los
fenómenos algunas decisiones capitales que las decisiones humanas se
limitarían a amplificar. De modo que se debería renunciar inmediatamente
a la posibilidad de sustituir la palabra por el aspecto como elemento
del análisis filosófico. Pero sería sencillo mostrar que la palabra sólo
permite considerar en las cosas los caracteres que determinan una
situación relativa, es decir, las propiedades que permiten una acción
exterior. No obstante, el aspecto introduciría los valores decisivos de
las cosas...
En lo que concierne a las flores, se advierte en primer
término que su sentido simbólico no deriva necesariamente de su función.
Es evidente, en efecto, que si se expresa el amor por medio de una
flor, será la corola, antes que los órganos útiles, la que se vuelva
signo del deseo.
Pero también puede oponerse una objeción capciosa a
la interpretación a partir del valor objetivo del aspecto. En efecto, la
sustitución de elementos esenciales por elementos yuxtapuestos
concuerda con todo lo que sabemos espontáneamente sobre los sentimientos
que nos animan, ya que el objeto del amor humano nunca es el órgano,
sino la persona que le sirve de soporte. Así sería fácilmente explicable
la atribución de la corola al amor: si el signo del amor es desplazado
del pistilo y de los estambres a los pétalos que los rodean, es porque
la mente humana está habituada a realizar ese desplazamiento cuando se
trata de personas. Pero aunque haya un paralelismo indiscutible entre
ambas sustituciones, habría que imputarle a alguna Providencia pueril
una preocupación singular por responder a las manías de los hombres:
cómo explicar en efecto que esos elementos de ostentación que
automáticamente sustituyen en la flor a los órganos esenciales se hayan
desarrollado precisamente de una manera brillante. Evidentemente sería
más simple reconocer las virtudes afrodisíacas de las flores, cuyo aroma
y cuya contemplación despiertan desde hace siglos los sentimientos
amorosos de las mujeres y los hombres. En la primavera algo se propaga
en la naturaleza de una manera rebosante, de la misma manera que los
estallidos de risa aumentan progresivamente, cada uno provocando o
haciéndose eco del otro. Muchas cosas pueden transformarse en las
sociedades humanas, pero nada prevalecerá contra una verdad tan natural:
que una hermosa muchacha o una rosa roja significan el amor.
Una
reacción totalmente inexplicable, totalmente inmutable, atribuye a la
muchacha y a la rosa un valor muy diferente: el de la belleza ideal.
Existe en efecto una multitud de flores bellas, incluso la belleza de
las flores es menos rara que la de las muchachas y es característica de
ese órgano de la planta. Sin duda, es imposible dar cuenta por medio de
una fórmula abstracta de los elementos que pueden darle esa cualidad a
la flor. Sin embargo, no deja de ser interesante observar que cuando se
dice que las flores son bellas es porque parecen conformes a lo que debe
ser, es decir, porque representan, porque son el ideal humano.
Al
menos a primera vista y en general: en efecto, la mayoría de las flores
sólo tienen un desarrollo mediocre y apenas se distinguen del follaje,
algunas incluso son desagradables cuando no repulsivas. Por otra parte,
las flores más bellas se deslucen en el centro por la mácula velluda de
los órganos sexuados. De modo que el interior de una rosa no se
corresponde para nada con su belleza exterior, y si uno arranca hasta el
último de los pétalos de la corola, no queda más que una mata de
aspecto sórdido. Es cierto que otras flores presentan estambres muy
desarrollados, de innegable elegancia, pero si una vez más apeláramos al
sentido común, notaríamos que esa elegancia es demoníaca: como ciertas
orquídeas carnosas, plantas tan ambiguas que se ha intentado atribuirles
las más turbias perversiones humanas. Pero aun más que por la suciedad
de los órganos, la flor es traicionada por la fragilidad de su corola:
de modo que lejos de responder a las exigencias de las ideas humanas, es
el signo de su fracaso. En efecto, tras un período de esplendor muy
corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol,
convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra. Extraída
de la pestilencia del estiércol, aunque haya parecido escapar de allí en
un impulso de pureza angelical y lírica, la flor parece bruscamente
retornar a su basura primitiva: la más ideal es rápidamente reducida a
un andrajo de inmundicia aérea. Porque las flores no envejecen
honestamente como las hojas, que no pierden nada de su belleza aun
después de que han muerto: se marchitan como viejas remilgadas y
demasiado maquilladas y revientan ridículamente sobre los tallos que
parecían llevarlas a las nubes.
Es imposible exagerar las oposiciones
tragicómicas que se destacan a lo largo de ese drama de la muerte
indefinidamente representado entre tierra y cielo, y es evidente que
sólo podemos parafrasear ese duelo irrisorio introduciendo, no tanto
como una frase sino más exactamente como una mancha de tinta, esta
empalagosa banalidad: que el amor tiene el aroma de la muerte. En
efecto, pareciera que el deseo no tiene nada que ver con la belleza
ideal, o más exactamente que se ejerce únicamente para ensuciar y ajar
esa belleza que para tantas mentes sombrías y ordenadas no es más que un
límite, un imperativo categórico. Concebiríamos así la flor más
admirable, sin seguir el palabrerío de los viejos poetas, no como la
expresión más o menos insulsa de un ideal angélico, sino todo lo
contrario, como un sacrilegio inmundo y resplandeciente.
Hay que
insistir en la excepción que al respecto representa la flor en la
planta. Efectivamente, en su conjunto, la parte exterior de la planta
-si seguimos aplicando el método de interpretación que introdujimos
aquí- reviste una significación sin ambigüedad. El aspecto de los tallos
cubiertos de hojas suscita generalmente una impresión de potencia y de
dignidad. Sin duda, las locas contorsiones de los zarcillos, los
singulares desgarramientos del follaje, atestiguan que no todo es
uniformemente correcto en la impecable erección de los vegetales. Pero
nada contribuye más fuertemente a la paz del corazón, a la elevación
espiritual y a las grandes nociones de justicia y de rectitud que el
espectáculo de los campos y de los bosques, y las partes ínfimas de la
planta, que manifiestan a veces un verdadero orden arquitectónico,
contribuyen a la impresión general. Pareciera que ninguna fisura,
podríamos decir estúpidamente que ningún gallo, perturba de manera
notable la armonía decisiva de la naturaleza vegetal. Las mismas flores,
perdidas en ese inmenso movimiento del suelo hacia el cielo, quedan
reducidas a un papel episódico, a una diversión además aparentemente
incomprendida: no pueden más que contribuir, rompiendo la monotonía, a
la seducción ineluctable producida por el impulso general de abajo hacia
arriba. Y para destruir la impresión favorable, haría falta nada menos
que la visión fantástica e imposible de las raíces que hormiguean bajo
la superficie , repugnantes y desnudas como lombrices.
En efecto, las
raíces representan la contrapartida perfecta de las partes visibles de
la planta. Mientras que éstas se elevan noblemente, aquéllas, innobles y
viscosas, se revuelcan en el interior del suelo, enamoradas de la
podredumbre como las hojas de la luz. Hay que señalar además que el
valor moral indiscutido del término bajo es solidario con esta
interpretación sistemática del sentido de las raíces: lo que está mal es
necesariamente representado en el orden de los movimientos por un
movimiento de arriba hacia abajo. Es un hecho imposible de explicar si
no se atribuye una significación moral a los fenómenos naturales, de los
cuales se ha tomado dicho valor precisamente en razón del carácter
evidente del aspecto, signo de los movimientos decisivos de la
naturaleza.
Por otra parte, parece imposible eliminar una oposición
tan flagrante como la que diferencia el tallo de la raíz. Una leyenda en
particular comprueba el interés mórbido que siempre existió, más o
menos acentuado, hacia las partes que se hundían en la tierra. Sin duda,
la obscenidad de la mandrágora es fortuita, como lo son la mayoría de
las interpretaciones simbólicas particulares, pero no es casual que una
acentuación de ese orden que tiene como consecuencia una leyenda de
carácter satánico se refiera a una forma evidentemente innoble. Por otro
lado, son conocidos los valores simbólicos de la zanahoria y del nabo.
Era
más difícil mostrar que la misma oposición aparecía en un punto aislado
de la planta, en la flor, donde adquiere una significación dramática
excepcional.
No puede presentarse duda alguna: la sustitución por
formas naturales de las abstracciones generalmente empleadas por los
filósofos parecerá no solamente extraña, sino absurda. Probablemente
importe bastante poco que los mismos filósofos a menudo hayan debido
recurrir, si bien con repugnancia, a términos que toman su valor de la
producción de esas formas en la naturaleza, como cuando hablan de
bajeza. Ninguna obcecación estorba cuando se trata de defender las
prerrogativas de la abstracción. Esa sustitución correría además el
riesgo de llevar muchas cosas demasiado lejos: en primer lugar, de allí
resultaría una sensación de libertad, de libre disponibilidad de uno
mismo en todos los sentidos, absolutamente insoportable para la mayoría;
y un escarnio perturbador de todo aquello que, gracias a miserables
elusiones, aún es elevado, noble, sagrado... Todas esas cosas bellas,
¿no correrían el riesgo de verse reducidas a una extraña puesta en
escena destinada a consumar los sacrilegios más impuros? Y el gesto
inquietante del marqués de Sade encerrado con los locos, que se hacía
llevar las más bellas rosas para deshojar sus pétalos sobre el estiércol
de una letrina, ¿no cobraría en tales condiciones un alcance abrumador?
Extraído de Bataille, Georges (2003): La conjuración sagrada: ensayos 1929-1939, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.