I.
Aquel día que fuimos al parque, no imaginé lo que iba a pasar, aquello que, grabado en mi memoria, sería mi tormento futuro. Estábamos cumpliendo tres años de complaciente noviazgo con Aleja y era la oportunidad perfecta para celebrar. Es verdad que, durante esos años, no habían faltado algunos tropiezos, pero debo decir, con toda honestidad, que aquella relación me había generado, al menos, una suerte de felicidad transitoria. Eran muchos los buenos momentos que habíamos compartido: besos juguetones bajo la cobija, un postre de macadamia sorpresa en una tarde de junio, una danza torpe envueltos por la lluvia, noticas que se riegan en la habitación con múltiples “te amo”, un fuerte abrazo en el balcón, dos manos enganchadas como dos vagones de un tren que recorre un amplio y colorido valle, sin saber que se acerca al abismo.
Ese día nos despertamos y, con prisa, nos arreglamos. El Parque de Diversiones nos esperaba con sus puertas abiertas. No fue difícil llegar y luego de una larga, y algo molesta fila, pudimos entrar. No sabíamos por dónde empezar, había muchas atracciones. La primer elegida fue “los carros chocones”, que estaban cerca a la entrada. Divertidos, hicimos una apuesta sobre quién era capaz de chocar más carros y, entre risas, desahogamos nuestros instintos asesinos. Ella ganó. Luego nos dirigimos al palacio de los espejos, donde jugamos a que yo tenía que encontrarla al interior del laberinto. Muy ágilmente ella se perdía entre los entresijos de los espejos. Y yo perseguía su imagen multiplicada. Luego de un buen rato logré encontrarla y la abrace muy fuerte. Ella correspondió y me dio un beso.
Si hubiera sabido lo que iba a pasar no la hubiera soltado, pues la tragedia ya estaba cerca. La tercera atracción que escogimos fue la Rueda Chicago: Una enorme circunferencia desde la que, en las alturas, se veía toda la ciudad y sus montañas circundantes. Pensamos que sería un paseo romántico, así que luego de una corta fila nos montamos en uno de esos vagones en forma de nuez. Me acuerdo muy bien, era de color rojo. Mal asunto. Desde pequeño siempre odie ese color, que asociaba a la sangre, a toros enfadados e hinchas furibundos. Igual hice caso omiso y me monté. Ella estaba conmigo. ¿Qué podía salir mal? Mientras ella estuviese a mi lado, la realidad, el planeta mismo, era tan sólo un fragmento insignificante frente a su sonrisa.
La rueda empezó su recorrido y dio la primera vuelta. Miramos el paisaje urbano y las diminutas personas que, como hormigas, salían de sus trabajos a almorzar. Nos miramos. Acaricié con mi mano su rostro. Ella estaba feliz. Segunda vuelta. La rueda empezó a agitarse un poco. No sospechábamos nada. Nos reímos pensando que era un efecto de aquel artificio que, creíamos, era controlado plenamente por el hombre. Tercera vuelta. Un sonido metálico, una ruptura. Gritos. Pedimos ayuda. Nuestra pequeña nuez, justo cuando alcanzaba la altura, quería caerse del árbol. El mecanismo de la rueda se paró y el metal se agrietó. Estábamos sostenidos por muy poco, era cuestión de tiempo para la caída abismal y una muerte segura. Dos movimientos fuertes. La puerta se abrió. Ella, quien estaba más cerca, cayó y quedó sujeta con su mano izquierda al vagón y la derecha a mi brazo. Un poco más y caería al vacío. Yo intentaba agarrarla con toda mi fuerzas mientras me sujetaba al centro cilíndrico del vagón. Pero el metal era muy resbaladizo y era cuestión de tiempo para que mi mano se soltará. Le grité que pasará lo que pasará no la soltaría. Pero poco a poco se fue extinguiendo la voz. Ella se quedó callada y me miró tranquila. Debí saber que venía lo peor.
“Te amo” fueron sus últimas palabras.
Nunca entendí porque lo hizo. Quizás comprendió que inevitablemente estaba condenada y que, al sacrificarse, permitiría que yo me salvará. El momento de su caída me marcó para siempre y se repite, en mis pesadillas, como una constante. Un instante tan sólo es suficiente para romper tu vida. Y lo que pasó allí, en las alturas, fue un quiebre de todo posible sentido, el fin da la música de las estrellas.
No les contaré los detalles de mi insidioso rescate y como milagrosamente pude salir con vida. Igual ya no me importaba. Cuando los rescatistas y la policía lograron bajarme de aquella rueda asesina, yo ya estaba en un limbo, en el cual las palabras ya no llegaban y todo ruido exterior se transformaba en un silencio absoluto.
Lo que vino después fue el fin. Poco a poco fui perdiendo el interés en la vida. Renuncié a mi trabajo, me alejé de todo círculo social y me encerré en mi apartamento. No volví a salir, excepto para lo estrictamente necesario, como si tuviera una enfermedad terriblemente contagiosa. Algunos amigos y familiares, a pesar de mi situación, se preocuparon por mí y me siguieron enviando toda clase de ayudas. Eso fue, supongo, lo que impidió que me muriera de hambre. Pero en el fondo sabía que no podía durar para siempre y que, en verdad, anhelaba la muerte. Sólo que ella no se hacía presente, sino que al contrario me castigaba con su mutismo. Y yo sólo anhelaba ser imperceptible y desaparecer.
De vez en cuando, triste, me daba por intentar cantar, me inventaba las letras y las melodías, donde expresaba mi dolor de náufrago. Al parecer sólo me escuchaban los zancudos y las telarañas. O eso creía…
II.
Un día intentaba dormitar fallidamente en mi cama cuando una carta entró por debajo de la puerta. Sentí el ruido, porque era poco común en mi nueva cotidianidad, sin ruido, sin latidos. Me paré, bostezando, y tomé la misiva. Abrí el sobre y leí. Abrí mis ojos de par en par, era la letra de ella:
“Carlos Andrés,
Hay una pequeña luz que entra, insistentemente, por los entresijos de mi cuarto. Intento capturarla pero se escapa de mis manos…
He regresado (no preguntes nada aún). Han sido días difíciles sin poder verte. Pero te espero en el parque, aquel lugar mágico donde nuestros sueños despertaron alguna vez. Quiero contarte algo importante. No me hagas esperar.
Te amo,
E.”
Asustado dejé caer la carta sobre el piso. La volví a tomar, no cabía duda, era la letra de ella. Pero, ¡Era imposible!, tenía que tratarse de una broma. Y ese fue el primer pensamiento que me vino a la cabeza, que un desadaptado o tipo de muy mal gusto había intentado imitar la letra de mi difunta novia. Furioso, abrí la puerta principal para intentar rastrear al atrevido. Pero no encontré a nadie. No había rastro de ningún remitente.
Pensé en cuál era el lugar especial al que se refería. Sin duda no podía ser otro que aquel parque donde una tarde de junio nos habíamos sentado a conversar mientras contábamos hormigas. Allí nos habíamos dado un beso. Yo le había leído un poema de Huidobro y ella acercó su boca y el fuego que ardió tenía una cadencia propia de la percusión de los astros. Había sido un buen día y, cada mes, en una suerte de improvisada tradición volvíamos al parque. Comprábamos un helado, nos sentábamos en una de las bancas y nuestra mente divagaba entre los acontecimientos cotidianos, los abrazos y los graznidos de los patos que mendigaban un poco de comida. A nuestro frente una vista privilegiada, el gran lago, y, a mi lado, ella recostaba su cabeza sobre mi hombro. Cerraba sus ojos y yo acariciaba su cabello en un intento torpe de apresar un poco de esa esencia celeste que desbordaba su cuerpo.
La muerte era algo lejano para nosotros en aquellas tardes. Pero ahora se hacía presente en nuestro sitio especial y yo debía volver una vez más. Me arreglé lo más rápidamente que pude, me afeité la barba y me puse algo de perfume. Algo dentro de mí, un eco racional me señaló lo estúpida que era mi conducta. Pero por alguna razón no podía evitarlo. Era como si me dirigiera a una primera cita. Bajé las escaleras y tomé el primer taxi que se asomó por entre las calles funestas. El recorrido se me hizo eterno y todo tipo de pensamientos cruzaban mi mente. Eran sobre todo preguntas que abrían heridas bajo las cavernas de la piel: ¿estaba viva? ¿Había sido mi culpa? ¿Hay alguien que se burla de mi dolor? ¿Pero si es ella realmente? ¿Cómo sobrevivió? ¿Y si sobrevivió cómo se verá ahora? ¡Pero yo estuve en el funeral! ¿A quién enterramos entonces? ¿Dónde había estado ella todo este tiempo? Quizás mi problema, precisamente, era ese exceso de racionalidad.
Al llegar al parque me detuve un momento. Me temblaban las manos. Mis piernas no me obedecían. No sabía que le diría. Estaba muy nervioso. Intenté tomar fuerzas del último centímetro de mi cuerpo que aún no sometía a la dictadura del miedo. Di el primer paso y seguí. Siete pasos más, cerca al pino ciprés. Y entonces la vi. Realmente era ella, sentada en nuestra banca, con el mismo corte que tenía aquel día que nos conocimos y su vestido de flores. ¡Era Imposible! Me acerqué despacio, con un profundo respeto, como el que se tiene a los relámpagos. Ella me miró. Sonrió. Me invitó a sentarme.
Al principio no dijimos nada. Un silencio demarcaba la ruta. Yo tenía tantas preguntas, pero a la vez no me salían las palabras. Ella estaba allí como una grieta en la realidad. Y en mí se despertaba una esperanza, como una luz incandescente, que parpadeaba.
Al fin me saludó. Yo también. Le pregunté si era realmente ella y no un fantasma. Ella sólo dijo: “Soy yo”. Le pedí que me lo demostrara y me pidió que la tocará, aquello que no fue permitido al incrédulo apóstol. Toqué sus brazos, sentí su piel, su olor a margaritas secas. Era definitivo: era ella. Aunque aún no entendía muy bien cómo era posible.
— Te vi caer…
— Y caí
— Te vi morir…
— Y morí.
— Entonces…
— Entonces, ni yo misma lo entiendo, últimamente todo lo que he visto ha sido una especie de niebla, blanca y prolongada. Allí han pasado segundos, minutos, horas, días y años. Estaba perdida.
He caminado a través de sus aberturas buscando a alguien, llamándote, aunque sin poder escuchar mi voz. Y ahora estoy aquí viéndote a los ojos y pensando en lo feliz que me siento. Y que quisiera que durará para siempre.
— Esto es una locura…— dije mirándola fijamente
— Lo sé. Hay algo…— dijo pausadamente y evitando mi mirada— Una advertencia. La escuché o creo haberla escuchado. Allí al fondo, una voz latente y gruesa: “He forjado, con la esencia del rocío, un volver. Sólo una condición te pongo: tu nombre, tu amante o tú, no pronunciar o volverás al fondo del pozo”
— Qué miedo…mejor no decirlo
— Será difícil...
— Más no imposible. A partir de ahora te llamaré Alejandra para olvidarme de tu verdadero nombre.
— ¡Ohh!...yo…
No aguantamos y nos abrazamos fuertemente. Nos quedamos así quietos un buen rato, unos veinte minutos tal vez. Estábamos juntos de nuevo y nos aseguraríamos que nada ni nadie nos volviera a separar y nuestros brazos debían ser cadenas lo suficientemente fuertes para no dejar que irrumpiera de nuevo la fuerza del olvido.
No quise indagar más sobre su misterioso regreso y lo tomé como una verdad absoluta, tal vez el regalo de un demiurgo compasivo. No hablamos mucho. No había lindas historias para contar, habían sido tiempos aciagos. Volvimos a casa e hicimos el amor varias veces. Había un afán de abrazos, besos y caricias, una urgencia que venía desde la rueda y su catástrofe. No sé cuánto tiempo nos quedamos allí abrazados, sin despegarnos. ¿Pasaron dos o tres días? Luego, cuando concluyó aquel período, era como si no hubiera pasado el tiempo de duelo y dolor, como si hubiéramos vuelto a esa normalidad anterior al accidente: el trabajo, la comida, las salidas, las risas, el juego, los besos, las películas, los paseos al parque, todo. Sin embargo, había algo allí en el fondo que, muy a mí pesar, por más de que intentaba negarlo, me hacía sentir que había cierta falsedad, cierta ilusión que mis sentidos no lograban captar.
¿Cómo fue nuestra adaptación al exterior? Bueno, ante las preguntas que pudieran hacer los conocidos, decidimos ocultar por ahora la noticia del regreso. Si alguien nos veía, decía que ella era una prima de mi difunta novia: Alejandra. La mentira reforzaba aquella absurda prohibición, que sólo nos cubría a ella y a mí, de no poder decir su nombre y evitar caer en la tentación. Al principio me costó, más de una vez se escapó una “Eu...”, pues estaba demasiado grabado en mi mente, pero rápidamente era acallado por su mano y sus deditos pequeños, que evitaba un error garrafal. Eso nos permitió sobrevivir los primeros meses, casi siempre juntos.
Yo pude retomar mi antiguo empleo como docente y al llegar a la casa siempre estaba ella, con una sonrisa, esperándome con un plato de arroz y carne. Yo mismo, por instantes, no me lo creía. Todo era sospechosamente perfecto. ¿Quién era aquella mujer que me traía esa dicha que creía perdida para siempre? No sabía que pensar.
Decidimos que nos merecíamos un viaje, un descanso para no pensar en lo que había pasado. El sitio elegido fue una pequeña isla en el caribe, donde con algunos ahorros, reservamos dos pasajes. Estábamos muy emocionados y a la expectativa. Y, cuando llegamos a la playa, nos metimos como dos niños, y nos olvidamos de nosotros mismos. Nos tiramos agua y, cuando ella menos se lo esperaba, me la robaba y debajo del agua besaba su boca, su ombligo y sus pechos. La inmensidad del océano, el horizonte infinito, la brisa y la canción del mar al chocar contra la arena, despertaron nuestros más sinceros sentimientos de amor.
Cuando llego el ocaso caminábamos por la playa, cogidos de la mano. Perdidos el uno en el otro. Yo no me aguante y le dije:
— Te amo Euri...
Se escuchó un trueno. Sorprendido puse las manos sobre mi boca. Había estado a punto de decirlo y había llegado más lejos que las veces anteriores. Ella me miró pálida y empezó a correr hacia la nada. La perseguí un buen rato y cuando la alcance estaba arrodillada en la playa, llorando. La abracé fuertemente y le pedí perdón. Nos quedamos un rato tirados en la arena, mirando el cielo, cogidos de la mano y pensando en el pasado, hablando de todos aquellos instantes que bien habían valido la pena en nuestra relación: una cena sorpresa en mayo, una carta que llegó en el momento indicado, un beso intempestivo una noche en un bar, un baile torpe en la fiesta del cumple de un amigo, un abrazo bajo la lluvia, una noche de pasión bajo los escombros.
Pasaron de nuevo algunos meses y nuestra rutina había vuelto a la normalidad. Habíamos logrado habituarnos al cambio y, de alguna manera, sobrellevar la mirada atenta de la sociedad ante aquel extraño suceso y el sorprendente, aunque engañoso, parecido. Un buen día ella caminaba por la calle, como un espectro a la expectativa, cuando de repente vio algo que la sobresaltó: un vehículo se estrelló contra un poste de luz y el impacto sonó en toda la cuadra. Aquella cercanía repentina de la muerte, una vieja amiga, le paralizó. Ni siquiera fue capaz de gritar pidiendo ayuda. Se quedó, cual estatua rota, en el mismo lugar. Cuando la policía llegó la encontró en esa suerte de estado de shock.
La sangre, los cuerpos caídos, la lluvia, los gritos de la gente, era la viva imagen del infierno, del olvido, del silencio. El policía que investigaba la causa del accidente le preguntó por su nombre, para dejar un registro de los testigos. Ella empezó
— Me llamo Eurid…
Un trueno sonó en la lejanía. Inmediatamente se dio cuenta del error fatal que estuvo a punto de cometer. Gritó. Luego, ante la sorpresa de los agentes, salió corriendo por la calle, sin rumbo, huyendo hacia el velo de la ciudad.
Luego de un rato pudo retomar el control de su cuerpo y de sí misma. Cuando llegó a mis brazos, en la puerta de nuestro apartamento, estaba devastada, tuve que abrazarla fuerte. Se mantuvo tres días sin salir de la casa y el miedo la dejo casi muda. Sólo al tercer día recuperó su habla habitual. Y hasta una pequeña risa surgió de sus labios juguetones. Olvidándonos de todo, me lance sobre ella, dimos vueltas en la cama, le hice cosquillas y, entre algunas risas, hicimos el amor. Nos volvimos a olvidar de aquella infausta condena, decidimos no mirar atrás. Pero pronto me di cuenta que no sería tan fácil. Y aunque el nombre de Alejandra se fue normalizando con el tiempo un fantasma de ocho letras seguía azotando en las cavernas de la memoria.
Pasaron dos años, pero con un poco de temor sobrevivimos. Un día decidimos hacer algo que hasta ahora no habíamos hecho, volver a un Parque de Diversiones. Desde luego no teníamos ninguna intención de montar en la rueda, pero ir a aquel espacio era una forma de confrontar nuestros miedos, de ser capaces de caminar por un territorio que desde hace años nos era vedado. No fuimos al mismo parque. Fuimos a otro, que tenía muchísimas más atracciones. La montaña rusa se paraba imponente a lo lejos y nos daba la bienvenida. Entramos cogidos de la mano, pero seguros.
Primero, mientras tomamos confianza, empezamos en atracciones suaves. Como una suerte de carrusel torpe con caballos que para mí eran deformes, pero para los niños eran lo último. No nos atrevíamos a montar en el martillo o el pulpo, e incluso los carros chocones nos parecían del mayor riesgo. Pasamos rato por allí, caminando en silencio, mirando como todos se divertían. Mientras nuestras manos temblaban y el sudor ya bajaba por nuestras caras. Era una locura, pero allí estábamos, dispuestos a enfrentar el fin del mundo. Caminamos y caminamos, dando vueltas, perdiéndonos entre la gente, como dos sombras perdidas, que desaparecen al menor rastro de la luz de un farol molesto.
Finalmente, ella me tomó fuertemente de la mano y me arrastró hacia la fila que llevaba, precisamente, a la rueda Chicago. Aquella rueda majestuosa se elevaba por encima del parque y, como una babel giratoria, llevaba por unos minutos a los torpes navegantes al cielo. De nuevo aquel temblor, pero, como locos, nos montamos en el primer vagón, uno de color rojizo, que pasaba por la fila. Nos sentamos y nos agarramos de las varillas. No dijimos nada. Estábamos a la expectativa y adentro de cada uno, se sacudía el miedo como una rata en una lavadora. Pero nos miramos fijamente y, por un momento, nos olvidamos de todo y decidimos lanzarnos al vuelo tomados de la mano. Después de todo, esta vez, estaríamos juntos pasará lo que pasará.
La rueda dio su primera vuelta. Fue corta, pero para nosotros habían sido segundos eternos. De nuevo la vista de la enorme urbe que parecía engullirlo todo. Cerré los ojos por un momento. Quería olvidar donde estaba. Los volví a abrir. La inmensidad seguía allí. No había pasado nada, más que una risa nerviosa cuando estábamos en las alturas. Las siguientes vueltas fueron menos complicadas. Nos miramos de nuevo, le sujeté la mano. Nos reímos como dos bobos que acaban de descubrir que el cielo no se cae sobre sus cabezas. Tres vueltas más. La rueda terminó su perímetro. Cuando nos bajamos no paramos de reír y la gente a nuestro alrededor nos miraba como a dos locos que se hubieran escapado de algún manicomio cercano. Habíamos pasado la prueba, habíamos derrotado a la rueda, que no era ya más ese objeto de pesadilla, sino un eco del pasado que poco a poco, al fin, se apagaba.
Estuvimos un rato más en el parque, y montamos, incluso, en la montaña rusa y gritamos durante todo el trayecto. Finalmente, cansados, nos dirigimos a la salida. Pasamos por la puerta del parque y, por un momento, me pareció que todo había sido una broma. Y una falsa tranquilidad me invadió. Sentí por un instante que ninguna ley del cosmos podía agrietar esta felicidad increíble.
— ¿La pasaste bien? Mi niña hermosa, Euridice la única
Entonces me di cuenta demasiado tarde de mi error. Ella no reaccionó. Solo me miró triste. Una suerte de nubarrones negros apareció cerca de nosotros, acompañada de una suerte de truenos pequeños. La sombra la arrastró y aunque intenté agarrarla con mi mano no fui capaz. Era demasiado tarde, su rostro se desvaneció en el velo, tras las sombras. Impactado, caí al piso, rogué por su retorno, por un volver, porque todo esto no fuera más que una pesadilla. Pero en verdad ella había desaparecido. Y con ella mi esperanza y el último de mis sueños.
III.
Y es así como escribo ahora, aturdido, anonadado, impotente, lanzado a un abismo desconocido. Ella se ha perdido para siempre. No importa lo que sucedió después. La narración ha perdido una posible ruta de escape. El dolor es tan grande que no puede ser descrito con el lenguaje de las palabras. Debe existir otro idioma que pueda aprender, que haga merito a su sonrisa que traía la calma a todas las cosas.
Estoy de nuevo en mi cuarto, mirando hacia el techo y anhelando que la muerte me lleve a su lado, que su cuchilla pase pronto por mi cuello desnudo. ¿O quizá pueda redimirme? No, no existe redención, hacía el frente solo veo la nada y unas ruinas que se extienden por un horizonte de estatuas.
Curioso. Tengo ganas de aprender a tocar guitarra…