Un hombre está sentado en una sala de espera, va a reclamar una orden, para un examen que debe hacerse en los pulmones. El tablero, lentamente, cambia un cinco por un seis. No le gusta esperar, se levanta y toma una revista. No hay nada interesante. Sólo un par de artículos sobre leones y cómo cuidar la piel. Se sienta de nuevo. Juega con sus dedos y observa la batería de su celular que está a punto de descargarse. En la sala hay algunos pacientes en su situación: una anciana, una madre y un niño, una mujer embarazada y un hombre con un tapabocas. No son muchos, pero aun así la chica de la eps destaca por su indolencia y lentitud. El tiempo no existe en los salones blancos de los enfermos. Ni en la mente de los hombres de bata blanca. Ni en el sudor de las lámparas azules.
Aburrido, mira por la ventana: el mismo escenario de siempre, nubles negras, transeúntes distraídos, pitidos de carros, anuncios que prometen la felicidad con una llamada o una hamburguesa. Mira de nuevo hacia atrás el número, no se ha movido. Suspira. Concentra de nuevo su mirada en la ventana. Nada ha cambiado. Observa detenidamente. Nada ha cambiado. ¿Seguro? Hay un punto verde en el horizonte. ¿Ha visto bien? Un punto verde en el cielo, ¿un ovni? ¡Una locura!, imposible. Debe ser un avión verde. El punto crece, ¿crece? No más bien se expande. Se alarma al ver que aquel verde terrible tiene la forma de una nube. Le dice a los demás con señas que algo no anda bien afuera. Ninguno de los pacientes le presta atención. El hombre del tapabocas hace una seña con los dedos que indica que está mal de la cabeza. La nube se sigue expandiendo. El hombre grita y agita los brazos. La gente lo mira sorprendido. Una de las enfermeras lo amenaza con llamar a seguridad. Nadie mira por la ventana, la sala parece estar extraída del mundo y sus trayectos imposibles. Era un cubo de lego que había sido reubicado.
La nube ha alcanzado varias edificaciones, se empiezan a escuchar los primeros gritos, algunas personas ante la invasión se lanzan desde las ventanas. Al interior de la sala la señora embarazada sigue leyendo la revista, la madre con el niño intenta calmar su impaciencia contándole historias, el hombre del tapabocas entrecierra los ojos. ¿Cómo no se dan cuenta? Sabe qué se acerca el fin. Todos morirán. Decide esconderse en algún lugar donde pueda estar a salvo y, corriendo, pasa por entre las piernas de una enfermera y se esconde debajo de una de las mesas de la recepción.
La enfermera grita. El recepcionista le reprende y le pide que retorne a su puesto. El paciente no obedece. Muy molesto decide llamar a seguridad para que lo expulsen. Extrañamente nadie le responde a través del móvil. El hombre lo sabe, comprende muy bien que les pasó, la nube verde está cada vez más cerca. Alarmado se para y corre a través de los pasadizos. Ninguno de los presentes alcanza a reaccionar. Intenta abrir una de las salas, la de cirugía, pero las puertas no le responden. Molesto, golpea el cristal con todas sus fuerzas y cae arrodillado. En ese momento llegan varios enfermeros que intentan hablar diplomáticamente y calmarlo. El hombre les grita que, afuera, aunque no lo crean, el mundo, este pequeño mundo que habitamos, se está acabando, los humanos caen como piezas de domino en un juego de ángeles.
El enfermero hace un gesto cabizbajo y le incita a que continúe hablando. Mientras, al otro lado, por su espalda otro enfermero se acerca despacio. El hombre intenta hacer un último gesto con su brazo, pero una inyección en el hombro le hace perder el sentido. Su cuerpo cae contra los enfermeros, que lo atan y lo ponen en una camilla. Lo retiran. El sujeto del tapabocas dice:
— Era aquel loquito del 302, lo traen aquí todas las tardes para que intente socializar
La madre sonríe por su comentario. Todos se alegran de volver a su cotidianidad, sin irrupciones, sin violencias, sin asaltos imprevistos de catástrofes imaginarias.
¿Es el final que esperan no?
¡Pues no!
La niebla verde pronto se regó por el mundo, producto de las malas decisiones: de incendios intempestivos en la selva, de ensayos nucleares en lejanos desiertos, de plástico navegando inquietos por los mares, de petróleo que se riega en las quebradas cristalinas, de la oscuridad inefable que habita en la mano agrietada del hombre. El desenlace inevitable es la aniquilación, el juego de los dioses ocultos, que, cansados, lanzan su maldición sobre la tierra.
El hombre lo vio. Lo vio, pero ahora duerme.