I.
¿Me
creerían cómo pasó? Aún siento ese dolor. Aún vive en mí. Y antes de volverme
completamente loco, de perderme en ese territorio donde las neuronas son una
montaña rusa de desencuentros eléctricos, quiero dejar un registro de quién fui
y de lo que queda de mí, ahora que todo se ha perdido. Todo empezó con un
pequeño sangrado en una encía. “Gengivitis” decía mi madre señalándome con el
dedo y, en un suspiro, me aseguraba que no me preocupara. “Lávate los dientes y
usa la seda. Es por esas salsas que le echas al arroz”. Obedecí a
regañadientes, subí las escaleras y entré al baño. Me froté una y otra vez la
encía lastimada con el cepillo, un molesto dolor aparecía en cada frotación, en
cada caricia de sus hebras. Aun así, insistí con un ánimo masoquista, no muy
propio de mí. Apretando la encía. El resultado fue el mismo: dolor y sangre.
Decidí
dejar descansar la boca, y echarme sobre mi cama, cerrar los ojos y pensar en
los senos de Manuela. Eso me distraía. Me llevaría la mente lejos de ese dolor.
La técnica parecía funcionar, por un instante, aquella molestia desapareció. Y,
poco a poco, aquellas montañas salvajes fueron desplazando toda queja. Mi mano
derecha apretó un poco el aire, pero no obtuvo resistencia. Cayó sobre la cama
y mis ojos se cerraron lentamente. No me acuerdo que soñé ese día, quizás con
algún río que se desbordaba y destruía un pueblo que se asentaba en sus
orillas. Lo último que se veía era el enorme crucifijo de la Iglesia central
engullido por la creciente infinita. Era, sin temor a decirlo, horrible.
Cuando
me desperté, en la mañana, mi boca dolía peor que el día anterior y sentía en
mi lengua ese sabor metálico tan característico de la sangre. Me levanté
inmediatamente y me dirigí de nuevo al baño. El espejo me devolvió una imagen
de pesadilla. Mis dientes estaban impregnados con una capa roja y la encía no
paraba de sangrar. Horrorizado, de mi garganta intentó surgir un grito, pero en
vez de ello se transformó en una fuerte tos, que me hizo doblarme en dos sobre
el suelo. Mi madre subió apresuradamente y al ver mi estado se alarmó. Me
preguntó si le había hecho caso con lo del cepillo, le dije que sí, me tomó del
brazo y decidimos ir a urgencias odontológicas. Mi madre me bajó rápidamente
por las escaleras y me montó en el carro. Me sorprendía esa habilidad de
acróbata de circo ruso de esquivar obstáculos como floreros, puertas y muebles
atravesados.
Ella
prendió el carro y arrancamos. Recosté mi cabeza sobre la silla, intentando
frenar la hemorragia, pero era inútil. Mi madre manejaba en silencio. La
comunicación nunca fue nuestro fuerte. Así lo fue siempre, desde que era un
pequeño muchacho, hasta ahora. A veces me preguntaba si era realmente su hijo.
Hasta físicamente éramos diferentes: Ella tenía su cabello rubio y crespo, yo
negro y largo; ella tenía un color de piel claro, yo era trigueño; a ella le
gustaba el baile y la música; yo era más bien retraído y, en definitiva, un
maniquí bailaba mejor que yo. Pero sobre todo, ella siempre tenía una respuesta
para cada pregunta, sin importar cual fuese, yo tenía muchas preguntas, pero no
me servía ninguna de sus réplicas absurdas. Por eso el silencio habitaba en
aquel vehículo, que me llevaba a través de un paisaje urbano de edificios,
carros y transeúntes teñidos de rojo.
Llegamos al hospital. Tenía ya un fuerte dolor de cabeza. Inmediatamente fui ayudado por algunas enfermeras que me llevaron hasta la zona de odontología. Allí me recostaron en una camilla y fui ingresado a una habitación blanca llena de elementos quirúrgicos. El odontólogo me miró con preocupación y abrió mi boca para examinarme más detenidamente. Algo debió encontrar allí, en aquellas grietas de hueso, algo que le sorprendió (y no gratamente), porque aquel odontólogo abrió la boca para gritar, pero su grito no pasó del tapabocas, que lo protegía de la indiscreción selectiva. Hizo algunas indicaciones a las enfermeras y salió a toda prisa, como quien acaba de encontrarse con un fantasma o un asesino serial. Una de las enfermeras se encogió de hombros, la otra hizo una seña y me pusieron una inyección. Era anestesia. Como no podía ser de otro modo perdí el conocimiento.
Cuando
volví a abrir los ojos me encontraba en un cuarto oscuro. Estaba sólo. Los
médicos y enfermeras habían desaparecido. No sentía mis dientes y mi lengua.
Seguía dormido. No podía saber si la operación había sido un éxito. Tampoco era
capaz de moverme. Tenía algunas nauseas producto del volver de la anestesia.
Quise llamar a alguien pero desde luego no podía hablar. Intenté mover las
manos pero no tenía muchas fuerzas. La impotencia se apoderó de mí. No me
gustaba enfrentarme ante la incertidumbre y la imposibilidad, me sentía
indefenso, como un cordero ante un lobo en medio del bosque. ¿Dónde estaban
todos? ¿y por qué tenía ese horrible presentimiento de que algo no iba bien?
La
puerta se abrió y alguien encendió la luz. Un hombre, de barba blanca y unos
enormes anteojos, se me acercó y me examinó lentamente. Su cara era bastante
seria. “Malas noticias, amigo” anunció con un tono de voz pausado, pero seguro.
“Hemos tenido que extirpar su boca”. Creí que no había escuchado bien, tenía
que ser una broma. Es imposible extirpar la boca. Eso se sabía. Pero no pude
hacer ninguna replica. No podía hablar. Levanté mi mano y toqué mi rostro. Solo
sentía una venda que tocaba mi cara. No sentía mi boca. Pero ya no era efecto
de la anestesia. ¡Realmente mi boca había desaparecido! Quise gritar, quise
patalear, pero no podía. Aquel hombre me pidió que calmara. “Por favor,
cálmese, con el tiempo se acostumbrara, lo hicimos para salvarle la vida”. Me
levante, me fui corriendo al baño. Una enfermera intentó detenerme pero el
doctor le hizo una seña negativa.
Llegué
al baño, me quité la venda rápidamente. Estaba desesperado. La imagen que me
devolvió el espejo fue impactante. Mi rostro seguía tal cual, pero la boca
simplemente no estaba. Sólo había una pared de piel. Era como uno de aquellos
fantasmas de las películas, un rostro sin aberturas, un monstruo de aquellos
que aparecen en las noches para asustar a los infantes incrédulos y los hacen
orinar en sus camas. El impacto fue tanto que, no pude aguantar, y me volví a
desmayar. Cuando me desperté estaba de nuevo en la cama. A mi lado estaba mi
madre, quien lloraba, y el doctor, quien me miraba fijamente. Poco a poco la
desesperación fue dando paso a la depresión y la impotencia. No tenía energías.
Simplemente los miré con desprecio. No quería saber nada: ni de mi enfermedad,
ni sus falsos lamentos, ni del hecho que mi boca había desaparecido como un
gusano en la tierra, a partir de ahora se me retiraba la palabra y se me condenaba
al silencio sempiterno.
II.
Ha
pasado un año entonces desde aquellos acontecimientos. A partir de allí debo
decir que lo que siguió ha sido un auténtico infierno. Mi vida dio un giro, no
de 180 grados, sino vueltas y vueltas como un trompo. Lo primero fueron los
cambios en mis hábitos de vida: como un mudo me tocó aprender a comunicarme por
señas, también todos los días tienen que conectar un tubo a mi garganta por
donde introducen mi comida (¡Cómo extrañó el sabor de unos frijoles o de unas
buenas pastas con bologñesa!). La boca no la pueden abrir, porque según los
médicos, el mal permanece allí encerrado, una bestia que espera impaciente en
su caverna. La gente empezó a llamarme el “sin boca”, el “careglobo”,
“Mutante”, “el monstruo de la calle 36”, “el zombie”, “el extraterrestre del
planeta Sinbocalis” y toda clase de epítetos. Los pocos amigos que tenía se
habían alejado, poco disimuladamente, de mí. Extrañaba el sabor de los
spaguettis, del helado de macadamia, del vino, de una carne bien asada. No
salía casi de mi casa, y cuando lo hacía me acostumbre a usar máscaras para la
parte inferior de la boca. Lo que motivo un nuevo apodo: “Sub-zero”. Pasaba
largas jornadas de depresión recostado en mi cama, mirando al techo y,
exigiendo a esa oscura divinidad que me había castigado, una explicación por mi
dolor.
Pasaba
mis días en el extravío. Sin rumbo. No tenía trabajo. No estudiaba. ¿Quién
contrataría un tipo deforme como yo? Mi madre al principio simuló comprensión y
ternura, pronto aquella actitud fue deviniendo una suerte de asco y
resignación. La veía evitarme lo más posible, eran pocas las veces que
cruzábamos nuestras miradas. Y aquella brecha que existía entre nosotros, se
aumentó. Vivíamos juntos, pero a la vez, estábamos muy lejos el uno del otro,
había un abismo infranqueable. Decidí abandonarlo todo y encerrarme. Pasaba
tardes enteras leyendo libros o viendo videos en el internet. También me volví
adicto a los crucigramas. Los crucigramas proponían un diálogo, una
conversación, me preguntaban y por un momento sentía que respondía, que
hablaba, que mi boca ausente invocaba la respuesta y quedaba allí impregnada en
el papel. Eran, quizás, los últimos amigos que me quedaban.
¡Ay
del silencio! ¿Cuánto se necesitaba para comprar una palabra? ¿Un grito? En
medio de esta monotonía. Días que no tenían oídos, y se arrastraban,
lentamente, como gusanos en el asfalto. Había instantes en que creía ver bocas:
bocas en las paredes que se abrían y cerraban, pero que no emitían ninguna
palabra, sólo sonreían burlonas. A veces parecían pronunciar algo, pero me
costaba escuchar sus susurros. Mi propia cama eran dos enormes labios,
dispuestos a abrirse y a tragarme a través de la abertura del mundo. Yo era un
prisionero de aquel mutismo y quietud. Mi madre su cómplice. No teníamos
visitantes. Ni el viento se atrevía a entrar por la ventana de mi casa. Quien
no puede hablar está condenado al ostracismo y la vergüenza. Sin embargo: es
curioso, y quizás esa sea la razón por la que no me suicidaba, a pesar de todo
se sentía un fresco, como una suerte de revelación que esperaba ser escuchada.
A veces, miraba de un lado al otro, escuchando atentamente y esperando las
palabras precisas. Era un monje que habitaba en los bosques del silencio.
En
esos pensamientos estaba cuando me llama mi madre. Voy a su habitación. Está
enferma, recostada en su cama, tiene su rostro demacrado con dos enormes
ojeras. Incluso en aquel momento evita colocar su mirada sobre mi rostro. ¡Qué
tan lejos estamos! A pesar de que era mi madre no podía sentir lástima por
ella. Ni siquiera por mí mismo. El mecanismo de la compasión se había
atrofiado. Cierro el puño fuertemente buscando disimular la tensión. Ella me
pide que por favor fuera al super y comprara una bolsa de leche, unas papas y
una libra de arroz, ya que ella no tenía fuerzas. Simplemente asiento y me
retiro. Voy y busco aquella máscara que busca disimular lo imposible. Odio
salir, de hecho creo que llevaba un par de semanas sin hacerlo, pero morir de
hambre no es una opción.
Trato
de caminar por las calles rápidamente, pero es difícil no notar algunas miradas
curiosas sobre mí. Ese teatro improvisado es lo que odio. No estoy preparado
para la función. Acelero el paso. Finalmente llego al súper que está a tres cuadras de mi casa,
pero que para mí fueron muchos kilómetros. Es un súper pequeño atendido por un
sujeto bonachón de bigote. Tengo suerte de que tan sólo hay dos clientes: uno
es una anciana de vestido de florecitas
y la otra es una chica muy atractiva de gafas negras, más o menos de mi misma
altura, un vestido negro y unas buenas tetas. No pude evitar mirarla. Pensé que
me haría algún reclamo, pero la chica sólo sonrió y siguió agregando algunas
cajas de cereal a su carrito. Decido no perder el tiempo, y rápidamente voy a
seleccionar las cosas que necesito. Cuando llego, la chica de gafas negras ha
desaparecido y el tendero bonachón, acostumbrado a verme un par de veces me
sonríe con una falsedad, pero tras sus ojos detecto ese asco que habita en todos
lo que me miran. Le entrego los billetes y me dispongo a irme. Él me dice que
espere, que tengo un mensaje. Le miro asustado. Me entrega una hojita. Agarro
mis cosas y salgo del Súper. Afuera, a buen recaudo, abro el mensaje. Dice: “Te
espero en el baño. Tengo algo muy importante que decirte. Te conviene. Besos”,
acompañado de una carita feliz.
¿Qué
clase de broma de mal gusto es esta? Debía irme. No prestar atención al
mensaje. Pero, ¿por qué ese mensaje de repente? Y si fuera la revelación que
estaba buscando. No puedo evitar dejarme llevar. ¿Qué tenía que perder? La
muerte hace tiempo había dejado de ser un riesgo para mí. Ese miedo se fue con
mi boca, enterrada en algún tierrero, con mi lengua, llena de gusanos de colores grisáceos, alimentándose de las
palabras que nunca diré. Entro con decisión al súper, el tendero me miró con
sorpresa. Me dirijo al baño y abro la puerta. No veo a nadie. Sabía que era una
broma. Lo sabía. Decido acercarme al espejo y lavarme la cara. Froto mis manos
con fuerza contra mis ojos. Cuando los vuelvo abrir algo ha cambiado. Unos
brazos femeninos me abrazan la cintura. A través del espejo veo aquella mujer
atractiva que horas antes había visto en la tienda. Todavía lleva las gafas
negras. En silencio besa mi cuello. Creo estar en una suerte de sueño. Me
vuelvo a frotar los ojos. No, no es un sueño. Ella es real y habita en el
espejo y en mi piel que es tocada por sus manos juguetonas.
No
puedo reclamarle. Así que intento hacer algún gesto de protesta frente a esa
invasión inesperada. Ella río. Luego me dice: “Pobre tonto qué eres. No sabes
lo mucho que he buscado a alguien como tú”. Hago una seña con los dedos que
intenta reflejar torpemente la palabra “imposible”. “No lo entiendes verdad”
dice acariciándome la cara. Niego con mi cabeza. “Tú tienes una ausencia,
esperas una revelación”. La miré sorprendido. “Ahora te preguntas cómo lo sé.
Pues bien. Ambos somos de la misma especie. Yo también lo he sentido. Ese
viento que no respira. Los lagartos como tú y yo, que pierden su cola,
necesitan de otro desgraciado, para que vuelva a crecer. Ambos somos la
manifestación de la ausencia”. Diciendo esto se quitó las gafas. No pude menos
que sorprenderme. Aquella mujer no tenía ojos. Al igual que mi boca solo tenía
piel donde deberían estar. Parecía, en verdad, así, un visitante ajeno a este
mundo, quizás un ángel o un espíritu de otro plano de la realidad. No caí ante
el horror, seguía siendo atractiva para mí. Ella tenía razón: la ausencia nos
conectaba.
Entonces
ella se acerca. Me quita la máscara. Me dejo. Y besa aquel lugar donde alguna
vez estuvo mi boca. Una descarga eléctrica invade mi cuerpo. Mis brazos la
agarran. Es un beso profundo, increíble. Y, en medio de ese baño, húmedo y
semioscuro, de un súper de la ciudad, siento que tengo boca otra vez. Aún
quedan al menos dos palabras por decir.