Despedida de la Maga

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Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


sábado, 24 de agosto de 2019

LA REVELACIÓN AUSENTE




I.

¿Me creerían cómo pasó? Aún siento ese dolor. Aún vive en mí. Y antes de volverme completamente loco, de perderme en ese territorio donde las neuronas son una montaña rusa de desencuentros eléctricos, quiero dejar un registro de quién fui y de lo que queda de mí, ahora que todo se ha perdido. Todo empezó con un pequeño sangrado en una encía. “Gengivitis” decía mi madre señalándome con el dedo y, en un suspiro, me aseguraba que no me preocupara. “Lávate los dientes y usa la seda. Es por esas salsas que le echas al arroz”. Obedecí a regañadientes, subí las escaleras y entré al baño. Me froté una y otra vez la encía lastimada con el cepillo, un molesto dolor aparecía en cada frotación, en cada caricia de sus hebras. Aun así, insistí con un ánimo masoquista, no muy propio de mí. Apretando la encía. El resultado fue el mismo: dolor y sangre.

Decidí dejar descansar la boca, y echarme sobre mi cama, cerrar los ojos y pensar en los senos de Manuela. Eso me distraía. Me llevaría la mente lejos de ese dolor. La técnica parecía funcionar, por un instante, aquella molestia desapareció. Y, poco a poco, aquellas montañas salvajes fueron desplazando toda queja. Mi mano derecha apretó un poco el aire, pero no obtuvo resistencia. Cayó sobre la cama y mis ojos se cerraron lentamente. No me acuerdo que soñé ese día, quizás con algún río que se desbordaba y destruía un pueblo que se asentaba en sus orillas. Lo último que se veía era el enorme crucifijo de la Iglesia central engullido por la creciente infinita. Era, sin temor a decirlo, horrible.

Cuando me desperté, en la mañana, mi boca dolía peor que el día anterior y sentía en mi lengua ese sabor metálico tan característico de la sangre. Me levanté inmediatamente y me dirigí de nuevo al baño. El espejo me devolvió una imagen de pesadilla. Mis dientes estaban impregnados con una capa roja y la encía no paraba de sangrar. Horrorizado, de mi garganta intentó surgir un grito, pero en vez de ello se transformó en una fuerte tos, que me hizo doblarme en dos sobre el suelo. Mi madre subió apresuradamente y al ver mi estado se alarmó. Me preguntó si le había hecho caso con lo del cepillo, le dije que sí, me tomó del brazo y decidimos ir a urgencias odontológicas. Mi madre me bajó rápidamente por las escaleras y me montó en el carro. Me sorprendía esa habilidad de acróbata de circo ruso de esquivar obstáculos como floreros, puertas y muebles atravesados.

Ella prendió el carro y arrancamos. Recosté mi cabeza sobre la silla, intentando frenar la hemorragia, pero era inútil. Mi madre manejaba en silencio. La comunicación nunca fue nuestro fuerte. Así lo fue siempre, desde que era un pequeño muchacho, hasta ahora. A veces me preguntaba si era realmente su hijo. Hasta físicamente éramos diferentes: Ella tenía su cabello rubio y crespo, yo negro y largo; ella tenía un color de piel claro, yo era trigueño; a ella le gustaba el baile y la música; yo era más bien retraído y, en definitiva, un maniquí bailaba mejor que yo. Pero sobre todo, ella siempre tenía una respuesta para cada pregunta, sin importar cual fuese, yo tenía muchas preguntas, pero no me servía ninguna de sus réplicas absurdas. Por eso el silencio habitaba en aquel vehículo, que me llevaba a través de un paisaje urbano de edificios, carros y transeúntes teñidos de rojo.



Llegamos al hospital. Tenía ya un fuerte dolor de cabeza. Inmediatamente fui ayudado por algunas enfermeras que me llevaron hasta la zona de odontología. Allí me recostaron en una camilla y fui ingresado a una habitación blanca llena de elementos quirúrgicos. El odontólogo me miró con preocupación y abrió mi boca para examinarme más detenidamente. Algo debió encontrar allí, en aquellas grietas de hueso, algo que le sorprendió (y no gratamente), porque aquel odontólogo abrió la boca para gritar, pero su grito no pasó del tapabocas, que lo protegía de la indiscreción selectiva.  Hizo algunas indicaciones a las enfermeras y salió a toda prisa, como quien acaba de encontrarse con un fantasma o un asesino serial. Una de las enfermeras se encogió de hombros, la otra hizo una seña y me pusieron una inyección. Era anestesia. Como no podía ser de otro modo perdí el conocimiento.

Cuando volví a abrir los ojos me encontraba en un cuarto oscuro. Estaba sólo. Los médicos y enfermeras habían desaparecido. No sentía mis dientes y mi lengua. Seguía dormido. No podía saber si la operación había sido un éxito. Tampoco era capaz de moverme. Tenía algunas nauseas producto del volver de la anestesia. Quise llamar a alguien pero desde luego no podía hablar. Intenté mover las manos pero no tenía muchas fuerzas. La impotencia se apoderó de mí. No me gustaba enfrentarme ante la incertidumbre y la imposibilidad, me sentía indefenso, como un cordero ante un lobo en medio del bosque. ¿Dónde estaban todos? ¿y por qué tenía ese horrible presentimiento de que algo no iba bien?

La puerta se abrió y alguien encendió la luz. Un hombre, de barba blanca y unos enormes anteojos, se me acercó y me examinó lentamente. Su cara era bastante seria. “Malas noticias, amigo” anunció con un tono de voz pausado, pero seguro. “Hemos tenido que extirpar su boca”. Creí que no había escuchado bien, tenía que ser una broma. Es imposible extirpar la boca. Eso se sabía. Pero no pude hacer ninguna replica. No podía hablar. Levanté mi mano y toqué mi rostro. Solo sentía una venda que tocaba mi cara. No sentía mi boca. Pero ya no era efecto de la anestesia. ¡Realmente mi boca había desaparecido! Quise gritar, quise patalear, pero no podía. Aquel hombre me pidió que calmara. “Por favor, cálmese, con el tiempo se acostumbrara, lo hicimos para salvarle la vida”. Me levante, me fui corriendo al baño. Una enfermera intentó detenerme pero el doctor le hizo una seña negativa.

Llegué al baño, me quité la venda rápidamente. Estaba desesperado. La imagen que me devolvió el espejo fue impactante. Mi rostro seguía tal cual, pero la boca simplemente no estaba. Sólo había una pared de piel. Era como uno de aquellos fantasmas de las películas, un rostro sin aberturas, un monstruo de aquellos que aparecen en las noches para asustar a los infantes incrédulos y los hacen orinar en sus camas. El impacto fue tanto que, no pude aguantar, y me volví a desmayar. Cuando me desperté estaba de nuevo en la cama. A mi lado estaba mi madre, quien lloraba, y el doctor, quien me miraba fijamente. Poco a poco la desesperación fue dando paso a la depresión y la impotencia. No tenía energías. Simplemente los miré con desprecio. No quería saber nada: ni de mi enfermedad, ni sus falsos lamentos, ni del hecho que mi boca había desaparecido como un gusano en la tierra, a partir de ahora se me retiraba la palabra y se me condenaba al silencio sempiterno.

II.

Ha pasado un año entonces desde aquellos acontecimientos. A partir de allí debo decir que lo que siguió ha sido un auténtico infierno. Mi vida dio un giro, no de 180 grados, sino vueltas y vueltas como un trompo. Lo primero fueron los cambios en mis hábitos de vida: como un mudo me tocó aprender a comunicarme por señas, también todos los días tienen que conectar un tubo a mi garganta por donde introducen mi comida (¡Cómo extrañó el sabor de unos frijoles o de unas buenas pastas con bologñesa!). La boca no la pueden abrir, porque según los médicos, el mal permanece allí encerrado, una bestia que espera impaciente en su caverna. La gente empezó a llamarme el “sin boca”, el “careglobo”, “Mutante”, “el monstruo de la calle 36”, “el zombie”, “el extraterrestre del planeta Sinbocalis” y toda clase de epítetos. Los pocos amigos que tenía se habían alejado, poco disimuladamente, de mí. Extrañaba el sabor de los spaguettis, del helado de macadamia, del vino, de una carne bien asada. No salía casi de mi casa, y cuando lo hacía me acostumbre a usar máscaras para la parte inferior de la boca. Lo que motivo un nuevo apodo: “Sub-zero”. Pasaba largas jornadas de depresión recostado en mi cama, mirando al techo y, exigiendo a esa oscura divinidad que me había castigado, una explicación por mi dolor.

Pasaba mis días en el extravío. Sin rumbo. No tenía trabajo. No estudiaba. ¿Quién contrataría un tipo deforme como yo? Mi madre al principio simuló comprensión y ternura, pronto aquella actitud fue deviniendo una suerte de asco y resignación. La veía evitarme lo más posible, eran pocas las veces que cruzábamos nuestras miradas. Y aquella brecha que existía entre nosotros, se aumentó. Vivíamos juntos, pero a la vez, estábamos muy lejos el uno del otro, había un abismo infranqueable. Decidí abandonarlo todo y encerrarme. Pasaba tardes enteras leyendo libros o viendo videos en el internet. También me volví adicto a los crucigramas. Los crucigramas proponían un diálogo, una conversación, me preguntaban y por un momento sentía que respondía, que hablaba, que mi boca ausente invocaba la respuesta y quedaba allí impregnada en el papel. Eran, quizás, los últimos amigos que me quedaban.

¡Ay del silencio! ¿Cuánto se necesitaba para comprar una palabra? ¿Un grito? En medio de esta monotonía. Días que no tenían oídos, y se arrastraban, lentamente, como gusanos en el asfalto. Había instantes en que creía ver bocas: bocas en las paredes que se abrían y cerraban, pero que no emitían ninguna palabra, sólo sonreían burlonas. A veces parecían pronunciar algo, pero me costaba escuchar sus susurros. Mi propia cama eran dos enormes labios, dispuestos a abrirse y a tragarme a través de la abertura del mundo. Yo era un prisionero de aquel mutismo y quietud. Mi madre su cómplice. No teníamos visitantes. Ni el viento se atrevía a entrar por la ventana de mi casa. Quien no puede hablar está condenado al ostracismo y la vergüenza. Sin embargo: es curioso, y quizás esa sea la razón por la que no me suicidaba, a pesar de todo se sentía un fresco, como una suerte de revelación que esperaba ser escuchada. A veces, miraba de un lado al otro, escuchando atentamente y esperando las palabras precisas. Era un monje que habitaba en los bosques del silencio.

En esos pensamientos estaba cuando me llama mi madre. Voy a su habitación. Está enferma, recostada en su cama, tiene su rostro demacrado con dos enormes ojeras. Incluso en aquel momento evita colocar su mirada sobre mi rostro. ¡Qué tan lejos estamos! A pesar de que era mi madre no podía sentir lástima por ella. Ni siquiera por mí mismo. El mecanismo de la compasión se había atrofiado. Cierro el puño fuertemente buscando disimular la tensión. Ella me pide que por favor fuera al super y comprara una bolsa de leche, unas papas y una libra de arroz, ya que ella no tenía fuerzas. Simplemente asiento y me retiro. Voy y busco aquella máscara que busca disimular lo imposible. Odio salir, de hecho creo que llevaba un par de semanas sin hacerlo, pero morir de hambre no es una opción.

Trato de caminar por las calles rápidamente, pero es difícil no notar algunas miradas curiosas sobre mí. Ese teatro improvisado es lo que odio. No estoy preparado para la función. Acelero el paso. Finalmente llego al  súper que está a tres cuadras de mi casa, pero que para mí fueron muchos kilómetros. Es un súper pequeño atendido por un sujeto bonachón de bigote. Tengo suerte de que tan sólo hay dos clientes: uno es  una anciana de vestido de florecitas y la otra es una chica muy atractiva de gafas negras, más o menos de mi misma altura, un vestido negro y unas buenas tetas. No pude evitar mirarla. Pensé que me haría algún reclamo, pero la chica sólo sonrió y siguió agregando algunas cajas de cereal a su carrito. Decido no perder el tiempo, y rápidamente voy a seleccionar las cosas que necesito. Cuando llego, la chica de gafas negras ha desaparecido y el tendero bonachón, acostumbrado a verme un par de veces me sonríe con una falsedad, pero tras sus ojos detecto ese asco que habita en todos lo que me miran. Le entrego los billetes y me dispongo a irme. Él me dice que espere, que tengo un mensaje. Le miro asustado. Me entrega una hojita. Agarro mis cosas y salgo del Súper. Afuera, a buen recaudo, abro el mensaje. Dice: “Te espero en el baño. Tengo algo muy importante que decirte. Te conviene. Besos”, acompañado de una carita feliz.

¿Qué clase de broma de mal gusto es esta? Debía irme. No prestar atención al mensaje. Pero, ¿por qué ese mensaje de repente? Y si fuera la revelación que estaba buscando. No puedo evitar dejarme llevar. ¿Qué tenía que perder? La muerte hace tiempo había dejado de ser un riesgo para mí. Ese miedo se fue con mi boca, enterrada en algún tierrero, con mi lengua, llena de gusanos  de colores grisáceos, alimentándose de las palabras que nunca diré. Entro con decisión al súper, el tendero me miró con sorpresa. Me dirijo al baño y abro la puerta. No veo a nadie. Sabía que era una broma. Lo sabía. Decido acercarme al espejo y lavarme la cara. Froto mis manos con fuerza contra mis ojos. Cuando los vuelvo abrir algo ha cambiado. Unos brazos femeninos me abrazan la cintura. A través del espejo veo aquella mujer atractiva que horas antes había visto en la tienda. Todavía lleva las gafas negras. En silencio besa mi cuello. Creo estar en una suerte de sueño. Me vuelvo a frotar los ojos. No, no es un sueño. Ella es real y habita en el espejo y en mi piel que es tocada por sus manos juguetonas.
No puedo reclamarle. Así que intento hacer algún gesto de protesta frente a esa invasión inesperada. Ella río. Luego me dice: “Pobre tonto qué eres. No sabes lo mucho que he buscado a alguien como tú”. Hago una seña con los dedos que intenta reflejar torpemente la palabra “imposible”. “No lo entiendes verdad” dice acariciándome la cara. Niego con mi cabeza. “Tú tienes una ausencia, esperas una revelación”. La miré sorprendido. “Ahora te preguntas cómo lo sé. Pues bien. Ambos somos de la misma especie. Yo también lo he sentido. Ese viento que no respira. Los lagartos como tú y yo, que pierden su cola, necesitan de otro desgraciado, para que vuelva a crecer. Ambos somos la manifestación de la ausencia”. Diciendo esto se quitó las gafas. No pude menos que sorprenderme. Aquella mujer no tenía ojos. Al igual que mi boca solo tenía piel donde deberían estar. Parecía, en verdad, así, un visitante ajeno a este mundo, quizás un ángel o un espíritu de otro plano de la realidad. No caí ante el horror, seguía siendo atractiva para mí. Ella tenía razón: la ausencia nos conectaba.

Entonces ella se acerca. Me quita la máscara. Me dejo. Y besa aquel lugar donde alguna vez estuvo mi boca. Una descarga eléctrica invade mi cuerpo. Mis brazos la agarran. Es un beso profundo, increíble. Y, en medio de ese baño, húmedo y semioscuro, de un súper de la ciudad, siento que tengo boca otra vez. Aún quedan al menos dos palabras por decir.