Despedida de la Maga
Sobre "Devenires Prosaicos":
Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!
domingo, 20 de septiembre de 2015
La mosca que quería ser inmortal
La tierra da vueltas y vueltas, siempre en un constante giro, su eje no se detiene, no para, ni siquiera cuando una flor abre su abrazo al cielo. Ni la muerte, ni la vida pueden detener su ritmo. Irremediablemente todos somos esclavos de su movimiento, de su danza en el océano negro infinito. Y así desde el principio, en los albores del tiempo, desde que observamos nuestro primer sol, estamos sumergidos en un movimiento constante, que no se puede detener. En algún momento de nuestras vidas deseamos reposar tan solo un momento, que se nos otorgue un instante para reflexionar sobre el porqué de las cosas, sin ser acosados una y otra vez por la turbulenta voz del tiempo. Aquella horrible voz que parece ser la del capataz encargado de que todo funcione, somos obreros que desempeñan siempre la misma función. No podemos pensar quien compra nuestro producto o si hacemos algo que valga la pena en medio de esa danza crepuscular. Es el movimiento, nacemos, crecemos y morimos, el ciclo debe continuar.
Mientras el péndulo se mueve, mientras que cada segundo transcurre, solo los humanos sospechan acerca de la muerte y, tal vez, los elefantes, o eso me dijo una amiga una vez. Pero ni siquiera el gato astuto o el zorro intrépido son conscientes de su propia finitud. Viven su vida de una manera desordenada, instintiva, sin preocuparte por el pasado o el futuro. Sin embargo, hoy las cosas han cambiado. Algo terrible ha pasado y una verdad ha iluminado mi pequeña cabeza. ¿Qué hay de nosotras, las moscas? Algunas, especialmente las más inteligentes de nosotras, solo vivimos un día ¡Es casi un destello!, todo se va en un parpadeo. ¿Cómo lo sé? Aún es un misterio para mí la irrupción de esta conciencia. Supongo que ver caer a una amiga en medio del pastel me ha abierto mis múltiples ojos, ¡tan joven!, me duele muy adentro. ¿seré una mosca dotada de algún don? el movimiento hace que mis sentidos se alboroten y que mis alas desfallezcan.
¡Les digo que moriremos, solo tenemos veinticuatro horas! les grito desesperada a mis compañeras. Pero ellas me ignoran y se burlan de mí. La misma palabra muerte evoca en ellas algo siniestro e incomprensible. Se rieron y volvieron a entregarse al placer de buscar su droga azucarada que les daba esperanzas de una falsa realidad. Al ver su actitud grité: ¡Esperaré y veré como cae el crepúsculo y aplasta vuestros deseos de volar! Nuevamente se oyeron risas. Indignada me retiro, es momento de hacer que mi pequeña mente funcione y generé una pequeña explosión.
Estoy desesperada, tengo que encontrar la forma de perpetuar mi existencia y solo quedan veinticuatro horas, veintidós de hecho porque he desperdiciado las primeras dos. Todo segundo es un chocolate de una caja, como esos que se ven en algunas reposterías; cada segundo debe saborearse rápidamente, para probar uno nuevo y no dejar perder el éxtasis de su rico sabor. Supongo que el último es el chocolate amargo, nadie quiere comérselo al final. El tiempo es un enemigo infalible e invencible, el péndulo sigue ondulando de lado a lado.
Tal vez seré la primera, ¡Sí señores!, la primera mosca que logrará vencer el tiempo. Me compadezco de los humanos y su afán de vencer la muerte. Porque será una mosca con tan solo un día la que los superé, la que encuentre el esquivo elixir de la inmortalidad. Quizás el problema es que los hombres se concentran en vencer a la muerte, sin darse cuenta que ella sólo es una criada, una oscura funcionaria, que solo cumple órdenes. Es él, el sujeto de las mil barbas, que brinca de un lado a otro, quien activa el funcionamiento del mecanismo pendular. ¡Hay que vencer el tiempo!, era la consigna y la grité con todas mis fuerzas.
Pero, ¿Qué podía hacer una mosca diminuta y sin fuerza como yo? Los humanos tenían más recursos, pero sólo había que mirarlos, tranquilos, sentados en la mesa, obesos, fuman y comen, le facilitan a la muerte su entrada y ella ya pone su sello de aprobación. Mis compañeras ni me prestan atención, a pesar de que les he revelado mis intenciones, prefieren revolotear alrededor de la mesa en busca de algún residuo de azúcar empalagoso. Inevitablemente me doy cuenta de algo: tengo un poco de hambre, pero no quiero malgastar mi tiempo en ello.
¡Sólo quedan veintiún horas!, ¿en qué he desperdiciado mis pocos minutos? Debo salir de este horrible lugar. Las ventanas están cerradas. Buscó y buscó, pero las paredes siguen allí, muros de concreto que me separan de mi preciada búsqueda, de mi libertad anhelada. Para mis compañeras estoy haciendo un show, me apodan la “moscotrofia”, quizá porque piensan que tengo atrofiado el cerebro o algo así, empiezo a sospechar que tal vez no se equivoquen. Pero ya lo tengo decidido: ¡no dejaré pasar mi existencia en vano! tiene que haber algo más, algo más que una mesa con azúcar derretido por el sol. Pero no puedo salir, los gigantescos muros siguen allí. Afuera, a través de la ventana, se ven los árboles, la luz del sol, las calles, los niños con sus helados, todo un mundo me espera afuera y no puedo salir para disfrutarlo.
¡Veinte horas!, debo apresurarme, me lanzo como una bala contra el vidrio, pero solo logro darme un buen par de golpes. Mi testa me duele, zigzagueo sin rumbo, doy vueltas desesperada. De pronto, vislumbro un pequeño hueco por debajo de la puerta, me muevo rápidamente y logro salir de allí con suma violencia. Una pequeña herida se abre en mi espalda. Pero no me importa, no me rendiré. Mr. Tiempo tengo algo muy importante que decirle: ¡Yo Lucy la mosca, soy más grande que usted y por tanto tendrá que obedecer mis órdenes. No va a ser un hombre, un gato, un perro o alguna de las criaturas más grandes quién cambiaría el mundo, voy a ser yo, sí yo, quien lleve a cabo tal empresa. Algunos preguntarán qué tengo para ofrecer y yo les digo: solo me bastan mis alas para llegar hasta la cumbre del tiempo.
¡Maldita sea! ¡Diecinueve horas!, todo se esfuma, todo se va, la existencia se evapora como el agua que se dispone a ir al cielo. Tengo hambre. Necesito en verdad comer. Veo un niño goloso con un helado, es mi oportunidad. Debo aprovechar que no se ha percatado de mi existencia. Para los humanos solo somos seres estorbosos, pequeños entes a destruir, y no lo niego somos frágiles como el cristal. Me pregunto si tanto poder los hace sentir fuertes, les sube un poco, al menos por un momento, su autoestima. Me lanzo sobre el helado y poso mi lengua sobre su néctar dulce. ¡Ah rico chocolate! El niño se da cuenta, lanza su mano sobre mí, pero logro esquivarlo fácilmente. He perdido tiempo valioso, ¿Dónde estás?
Dieciocho horas, el camino sigue infinito, inabarcable. Empiezo realmente a perder la esperanza, ¿Qué no puede pararse? ¿Qué no puedo tener un momento de respiro? Solo deseo revolotear eternamente, como una galaxia que se expande a través del espacio infinito. ¡Cuantas cosas por hacer!, ¡tantos territorios por explorar! ¡tantos sabores de helado que están allí, esperando por mi lengua! Todo quedaría a mi merced, sería Lucy la mosca, reina del mundo y ni siquiera los humanos inmundos podrían hacer algo contra mí. Con el tiempo a mi favor les obligaría a que nos construyeran altares y nos adoraran como a ángeles alados. Sí, eso pienso, mientras revoloteo de aquí para allá, recorro calles, carros, árboles, motos y, por supuesto, personas. Siento la vida: la vida de todos aquellos seres que no se preocupan por el mañana, perdidos en medio de la selva urbana. Me dieron ganas de vomitar. Me contuve. Esquivo obstáculos, vuelo alto hasta donde mis pequeñas alas me permitían, desafió al viento y pienso por un momento que la eternidad tendría que valer la pena.
Y así fue que sólo faltan diecisiete horas y ni rastro de tiempo, ¿dónde te escondes? ¿Dónde puedo encontrarte ser esquivo y despreciable? Jamás pensé que el mundo fuera tan enorme, casi sin límite, un agonizante infinito que se expande en el horizonte. Cuando miraba por la ventana de mi casa creía que el universo, sólo podía ser aquel jardín, aquel parque en el que jugaban aquellos niños golosos. Y ahora veo que no es así, el espacio era como el tiempo, inabarcable y vil, ¿estarían aliados? Probablemente espacio le otorgara un escondite a aquel viejo cacreco, quien pelaba sus dos dientes burlón al silencio, su único visitante. Es sin dudas un amargado y un hipócrita, conoce todas las verdades del universo, pero finge estupidez crónica, no quiere que los ojos de los demás se centren en él. Estoy muy cansada. Debo reposar. Aquella silla parece un buen lugar. Dormiré un poco.
Dieciséis horas, no puedo conciliar el suelo, ¿cómo sé la hora?, relojes por todos lados, era obvio que sabía cuál era la pauta que marcaban cada una de esas manecillas de metal. Momento y sí…¡eso es!, el reloj, el reloj es hogar, casa, asilo del silencio y el péndulo ¡el tiempo se esconde en un reloj! ¡Claro! Qué tonta que soy por no haberme dado cuenta antes: era su símbolo, así como aquel carpintero vive en la cruz, la paz en una paloma y la madre tierra en los árboles. Todo tiene sentido ahora. Pero, ¿en qué reloj podía estar? El tiempo era petulante, sin duda no escogería cualquier artefacto mecánico para ser su morada: debía ser un reloj gigante, digno de su temporal majestad. Inicié la búsqueda de inmediato, deambule por las calles, templos y estaciones, en busca de las manecillas que abrieran las puertas.
Quince horas…ahh supongo que a esta edad ya he superado mi infancia y ahora, como toda una adulta, soy un poco más prudente y utilizó más el razonamiento y la lógica. Veamos, me encuentro en un lugar enorme, relojes por un lado, relojes por el otro. ¿Qué había aprendido de los humanos hasta ahora? No mucho he de decir. Tal vez podría pensar al hombre como un esclavo constructor de relojes y amante de lo sublime, se apasiona por lo magnifico y fantástico, intenta trascender una realidad que le es esquiva. Es una fantasmagoría, pero ¿no es acaso el amor por lo sublime lo que los lleva a elevarse, a envidiarnos las alas que poseo, en busca de llegar a lo más alto del cielo? Así es. Por tanto, el reloj tiene que estar en un sitio alto. No puede ser de otra forma. ¡Tiene que estar en un lugar donde casi toque con sus manecillas la cúpula celeste!
Catorce horas, sigo desesperada mirando al cielo. Allí debe estar el maldito reloj, ¿por qué todo es tan difícil, qué clase de prueba es esta para una pobre mosca? Veo enormes estatuas, cruces y rascacielos, vuelo hasta el cielo solo para ver monumentos a la estupidez. ¡Humanos idiotas! Se construyen monumentos que son representaciones de sí mismos, ¿tan grandes se creen? ¿Es que de verdad creen que están solos en este universo infinito? ¡No he visto el primer monumento a la diosa mosca! Sin duda no saben admirar nuestra belleza, nuestro cuerpo negro y formado, nuestros ojos que puedes reflejar todas las estrellas del cielo en cada una de sus cavidades, nuestras pequeñas y frágiles alas transparentes que cualquier hada o ángel envidiaría. Mientras tanto sigo aquí, utilizando esas mismas alas, para llegar a lugares que solo pueden calificarse como el monumento al absurdo.
Trece horas, ¡Lo veo al fin!, ¡Allí está!, encima de aquella enorme torre que se alza imponente sobre el resto, con sus manecillas limpias e intactas. ¡Es el gran reloj! ¡la guarida del tiempo!, digna mansión de pasiones, sueños y olvidos, la única estructura que no puede caerse en medio del lento levitar del péndulo. Pues todos: emperadores, reyes, estrellas, monumentos, fortalezas e incluso el pensamiento humano no pueden hacer nada contra su paso irremediable, que ni la mejor muralla puede detener. Pero hoy una sencilla mosca ¡será la que cambie todo el funcionamiento de este universo sin sentido!
Vuelo y me acerco a su morada, estoy adentro, ¿dónde está señor Tiempo? Solo veo tuercas, engranajes y mecanismos de metal, que se mueven al ritmo de una canción monótona y vacía. No lo entiendo, ¿dónde estás? ¡Tiempoooo! Mi tono de voz es demasiado insignificante en comparación con el tronar de las manecillas del reloj: no le llega, no le toca, sus oídos son demasiado finos. Tiempo puede darse el lujo de escuchar todas las voces del mundo e ignorarlas como si fueran solo silbidos que retumban en una pared sin nombre. Pero a medida que mis gritos se elevaban empezaba a pensar que, tal vez, mr. Tiempo tal vez no exista: ha sido un engaño, una vaga ilusión, una creencia tonta, desde el principio. Creer que un símbolo alberga la esencia de su representación, no fue más que un sueño, un leve parpadeo de una estúpida mosca. Pero si no creemos, ¿Qué es lo que a la final le da sentido a nuestra vida?, esto pienso mientras me retiro.
Doce horas, ha transcurrido la mitad de mi vida, aún me queda la otra mitad para encontrar a Mr. Tiempo. ¡Tanto tiempo desperdiciado!, ¿y si no lo encontrará? No, no, no puedo pensar en eso, ¡Lo encontraré! Estoy segura de eso. He dedicado mi corta vida a buscarlo y no me arrepiento, debo hallarlo, solo él me dará de beber de la ambrosía de los inmortales. Pero no tengo ni una sola pista. Estoy como en el principio: sola, desolada y triste, deambulando sin rumbo fijo. ¡la eternidad era, en definitiva, cara e inaccesible! Pero, ¿qué podía dar yo una simple mosca por un don tan inmenso que ni la mayor de las criaturas de este mundo había conquistado? ¿Cuántas vidas habrían perseguido lo que yo ahora quería en vano? No era momento de sentarme a pensar, debía continuar hasta el final.
Once horas, cada segundo se va cada vez más rápido, y mientras revoloteo y revoloteo pienso que ya nada tiene sentido, que ese tal Mr. Tiempo no existe. Todo fue un engaño, pruebo todo tipo de manjares que los humanos dejan a mi disposición: dulces en el suelo, polvo blanco estelar y un extraño líquido que hace que mi cabeza de vueltas, las personas que lo beben se comportan como idiotas. Decidí prescindir de este último. El lugar donde ahora me encuentro está repleto de humanos, de mesas y de seductoras meses. Sin duda todos visitan este espacio decadente para acallar sus penas. Otras moscas como yo parecen disfrutar del lugar, pero no me hablan, parecen concentrarse en su extraño éxtasis, en su sensación de placer absurdo. Se han perdido, ya el mundo y sus contradicciones no les interesa, solo el goce por el goce, una última explosión. Yo también me empiezo a dejar llevar, ¡Qué importa el tiempo!, viviré mis últimas horas aquí echada esperando. No hay más allá.
Diez horas, tengo una extraña sensación de afecto, quiero abrazar el cielo, abrazar el mundo, acobijarlo bajo mis pequeñas alas. Puedo amar, puedo querer, puedo besar. Hay en mí un profundo amor por todo lo que me rodea, desde aquel sujeto que vomita desesperadamente en la esquina hasta aquellas hormigas que esperan impacientes mi muerte para devorarme a su gusto. A todos los amo. Nunca un sentimiento tan puro se había originado en una criatura tan insignificante como yo, ojala pudiera regalarles a todos el tiempo, ojala todo pudiera ser detenido, tan solo un instante, parar la maquinaria un momento, observarnos los unos a los otros, para ser conscientes de nuestra propia inmensidad. Entonces todos seriamos felices, sí…felices...en un pequeño lugar…
Nueve horas, ¡eso es!, el tiempo, el tiempo ¡Pero qué tonta he sido!, ¡es tan obvio! Su morada no puede ser un reloj grande, monumento más a la prepotencia humana y su forma de crear apologías de silencio. Además allí todos le encontraríamos y sería muy fácil cambiar el curso y el mecanismo de una de las fuerzas más poderosas del universo. No, no, tiempo se encontraba en una morada más humilde, más discreta, una que no le interesará a nadie, un abismo, una rasgadura en el objeto más insignificante. El reloj seguía siendo la casa del tiempo, pero no el más grande, sino un pequeño e imperceptible, no quería ser encontrado. ¡Eso es!, no puedo negar que es una búsqueda, una empresa, muy difícil, casi imposible y cada vez los instantes eran menos. Pero, ¡juro que la encontraré!, es momento de empezar mi último desesperado vuelo.
Ocho horas, todo se esfuma, todo se va, todo desaparece a mi vista como conejos en sus sombreros. Simplemente ya no están allí. Mi vuelo, rápido y exasperado, casi inútil, me obliga a que mis múltiples ojos no logren captar el espacio fragmentado, todo desaparece: los árboles, las nubes, los carros, los humanos, los perros, los gatos, las señoras que regañan a sus niños y los miles de helados que tal vez nunca probaré. ¡Ay, qué triste! Sigo volando, no puedo parar. No es momento de detenerse. Y todo se sigue esfumando bajo la niebla del instante: las personas que intentan tomar el bus porque llegarán tarde a su trabajo, los niños que corren y juegan escondidijos, la mujer que pelea con su esposo en medio de la calle, un hombre que le roba dinero a una olvidadiza anciana, el conductor que maldice con groserías al taxista atravesado y las moscas mis hermanas que buscan un poco de azúcar en medio de la basura. Sí, fuera para bien o para mal, todo se esfumaba. Todo se iba y yo no puedo, por más que intento, encontrar a Mr. Tiempo. No importa lo fuerte que volará, pues su morada tal vez estuviera más lejos que las mismas estrellas.
Siete horas, todos los relojes me parecen demasiado suntuosos y con ornamentos muy atractivos, lo suficiente para que Tiempo no quiera vivir allí. Mis pequeños músculos están cansados, mis antenas ya no perciben nada, todo se ha ido, ¿a dónde? No lo sé. Este es un universo que no tiene ningún sentido, o se escapa como un duende esquivo y pedregoso. La existencia es un absurdo y Tiempo está allí, precisamente, como el borrador que elimina de la hoja lo que sobra, el sin sentido profundo. Mis alas están cansadas, mermo la velocidad y observo, en esta noche que comienza, esta ciudad de luces y colores. Ah, ¡Qué pequeña que soy! Toda esta ciudad es un monumento, una apología a mi insignificancia. De alguna forma todos lo somos, pero quiero soñar, quiero pensar que puedo cambiar las cosas, ¿terquedad? Sí, soy terca, insistente, caprichosa ¿y qué? Lo lograré, ¡juro que lo lograré! ¡o sino que la diosa alacrán nos devoré a todos!
Seis horas, ¡allá está! ¡allá está!, al fin, ¡no puedo creerlo. Lloro de la emoción. En una casa simple, abandonada, casi en ruinas, hay un pequeño reloj colgado en la pared, casi destruido y, a lo lejos, pienso que tal vez ya no esté funcionando. Pero me acerco y me llevo una sorpresa: ¡aún funciona!, creo que lo hace por inercia, por el poder del tiempo que le es congénito. Triste, inmerso en su soledad, parece que ni los mismos habitantes pobres de la casa se dan cuenta de su presencia, de lo que tienen, sin saberlo, en sus manos: un poder para cambiar el mundo. Pero ya es tarde para ellos, seré yo Lucy la mosca la que me encargué de alterar la realidad para construir una mejor, mi utopía, ¡la llave del funcionamiento de todo el universo se encuentra ahora en las patas del más pequeño e insignificante de sus seres!
La pared está derruida y oxidada, hay allí, en su textura, una advertencia invisible. Pero debo llegar a donde se encuentra el reloj. No será fácil. Está llena de telarañas con muchas de mis más ancestrales enemigas, listas a darse un banquete a la menor oportunidad. ¿cómo no caer en sus trampas sedosas, cuando yo misma no soy capaz de ver en el aire sus hilos invasivos que cortan el viento? Pero no podía ceder. No ahora. He decidido arriesgar el todo por el todo. Me lanzo rápidamente, esquivo todas las telarañas, en un vuelo que parece el de un cohete lanzado hacia la luna, buscando un agujero entre las nubes para poder llegar. Las idiotas arañas me miran sorprendidas y atontadas. Sí, señoras, es así, ustedes no tienen las alas que yo tengo, no las de mi espalda, sino las de mi férrea voluntad. Y, ahí está, el reloj de mis sueños, el que había buscado durante cada segundo de mi existencia, el espacio de engranajes era mi trofeo. ¡Ahora todo parecía tan lejano! No puedo recordarlo, aquel momento en que logro salir por debajo de la puerta para explorar todo un mundo infinito. Ahora está al fin frente a mí: ¡La casa del tiempo!
Entro con cuidado, hago una leve reverencia, así muestro el sumo respeto que merece este recinto: sus grasientas estancias y sus tuercas, símbolos de su divinidad, de un dios que está en continuo movimiento. ¿Dónde estás tiempo?, al final del reloj hay un agujero del cual sale una luz resplandeciente. Entro ansiosa y…le veo. Allí está. Aquel viejo, supremo señor del mundo, inmerso en una habitación casi en ruinas, de paredes derruidas y sucias. El viejo está sentado en una silla con su larga barba y un periódico en la mano, pensativo, y, para mi sorpresa, con muchas moscas alrededor. ¿Será verdad que no era yo la única que quería la inmortalidad? Quizás la idea de que ese pensamiento me permitía ser única y diferente, no era más que una ilusión. Hay demasiadas moscas en este mundo imperfecto. Si tan solo un breve aleteo me permitiera lograr crear una explosión, una diferencia, un zig zag alternativo.
Pero, no era momento para deprimirse. Rápidamente me dirijo hacia donde él está. Le hablo lo más alto que puedo, le explico mis sueños, mis metas, con lágrimas en los ojos. Espero cautivarlo, interrumpir su asidua lectura del acontecer del mundo, actividad en la que se regocija como un cocinero maligno que revisa los efectos de su tarta envenenada.
Le digo que es el momento en que el tiempo debe detenerse, se necesita un cambio en el funcionamiento del mundo. ¡No debes hacer caso a mis compañeras! ¡Solo a mí!, yo soy la única que tengo aquel mensaje, aquella que tiene la capacidad suficiente para planear una nueva creación donde moscas y humanos vivan en paz, como hermanos de la vida. ¡Es hora de acabar con el absurdo de nuestra existencia dominada por manecillas y engranajes! ¡Tú tienes el poder! ¡Toma consciencia y se parte de la construcción de un nuevo mundo!
Aquel viejo me mira primero con curiosidad, como se mira a un recién nacido o a una rana fucsia que emerge del estanque, y en sus ojos sentí las fuerzas de todos los elementos. Es como si el más grande de los dioses jugara con la más pequeña criatura de la tierra. La segunda mirada es más impactante, es la mirada de un niño a su juguete, porque eso éramos para el tiempo: simples juguetes para su diversión. Parece que va a decir algo, pero se arrepiente y calla unos segundos, lo miro buscando una respuesta. Entonces irrumpe, como un estallido, un grito tan fuerte que mis pequeños oídos se sacuden.
— ¡FUERA DE AQUÍ PUTAS MOSCAS! ¡NO DEJAN LEER!
Siento un fuerte golpe en ese instante, me ha golpeado con su periódico. Mi estómago se revuelva y mis tripas se salen. Estoy agonizando. Un dolor inmenso. Pronto dejaré este mundo. Qué insensata había sido, había desperdiciado las últimas seis horas de mi vida, tal vez simplemente debí disfrutar, un poco, este pequeño viaje, ¡Maldita obsesión!
¡Qué insensata!
¡Qué insen…
viernes, 4 de septiembre de 2015
Artefacto de Papel
Hoy se me acercó mi sobrino Marco con un sacapiojos, de esos mismos que uno solía hacer, en sus épocas de colegio, cuando estaba aburrido en clase. Me dijo que escogiera un número: opté por el nueve, número imperfecto que desafiaba al movimiento metódico del artificio-fábrica de insultos y adjetivaciones.
Luego de girar nueve veces, un poco acelerado, el rudimentario mecanismo de papel, se quedómirándome pensativo un momento, como si intentará recordar que debía hacer a continuación. Finalmente, abrió sus ojos de par en par y me dijo: "Tío, escoge un color".
El papel con apenas algunos rayones rizomáticos de varios colores ofrecía ocho posibles elecciones, ocho posibilidades de recibir un calificativo apropiado. Escogí el rojo. Mi sobrino se puso presto a abrir el fragmento y leer el contenido interno del color del fuego, los dragones chinos y el aji.
Me preparé para el juego. Conocía sus reglas muy bien. Esperaba recibir un : "eres tan feo que tu mamá no te quiere" "tienes cara de orangután" "Tus pies huelen a pecueca" o alguna referencia escatológica de las que prevalecen en los infantes. Así era el juego, una burla, un modo de decirle al otro: "No te tomo en serio, después de todo, la vida es un juego y yo lo sé".
Marco leyó: "Eres un reloj que no sabe contar las horas"
En un primer momento no supe como reaccionar, me quedé absorto ante la revelación del enigma. No me lo esperaba. No supe que decir. Luego empece a tomar consciencia de lo que había pasado. Me encontraba ante un acto poético, uno de los más sublimes, si se me permite este adjetivo desgastado por algunos poetas decimonónicos.
¿Qué era, después de todo, un reloj que no sabía contar las horas? es una cosa que ha perdido su función, la acción práctica que le define, la "cosidad de la cosa" (como pensaba Heidegger). ¿A qué puede dedicarse un reloj que no sabe contar las horas? supongo que le toca jubilarse, comprar un predio en el Retiro, si vivió lo suficiente, o retirarse a pedir limosna, tuercas y engranajes a los otros relojes, quienes lo mirarán con asco y pavor. Algo permanece en las dos situaciones: el reloj observará el horizonte infinito sumergido en la melancolía. De su rostro ya no fluirán lágrimas, sino números desteñidos y un instante eterno: la última hora que marcó. El tedio le obligará a ahorcarse con sus propias manecillas.
Es ciertamente una visión terrible.
¿Qué es un poeta que no sabe escribir poesía?
¿Qué es un soldado que no sabe disparar?
¿Qué es un carpintero que no sabe trabajar la madera?
¿Qué es un sol que no genera ni luz ni calor?
¿Qué es un payaso que no sabe sacar sonrisas?
¿Qué es un demiurgo que no sabe crear?
Y entonces debo reconocerlo:
Hoy, Marco, pequeño mío. Me has ganado. No lo sabes. Pero hoy fuiste inmenso. Lograste sacudirme un poco con tu artefacto de papel.
Abismo Lunar
Y entonces miraba perdidamente aquel punto sonoro. Intentaba descifrar el acertijo que me presentaban aquellos labios, dos pequeñas puertas de cristal que se abrían y cerraban en un torpe concilio de palabras, un discurso que hablaba de un “nosotros” pero que quería decir “yo”. Cuando la voz se apagaba solo quedaba el horizonte de su rostro: pequeñas dunas y montañas por donde habían fluido alguna vez corrientes de luz. Pero estas ya no estaban, el suelo se había secado y fragmentado, la esperanza se diluía por las grietas de la decepción. El silencio imperaba, como un dictador somnoliento, ordenaba a la voz obedecer su régimen, le hacía caminar lejos, por los senderos del eco, para perderse en una búsqueda sin fin. Pero él, aquel hombre, seguía allí parado, un poco terco, nadie más podía llevar a cabo su misión. Y esa era una verdad temblorosa, una verdad que desestabilizaba la columna central: nadie más podía quitarse la manzana de la superficie de su rostro, nadie más podía encontrar una cuerda que amarrara los dos lados del abismo lunar. Nadie más podía convertirse en funambulista, intentar cruzar al otro lado, aceptar el riesgo de caer y hundirse, entregarse de lleno a la ausencia, a una criatura que devora gatos, recuerdos y almohadas, a una oscuridad que se expande como un torbellino bajo las cuevas subterráneas de la piel.
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