Germina se balanceo lentamente en su silla. Miró por la ventana. Al viejo cedro le quedaban pocas hojas y era probable que pronto ordenaran tumbarlo. Cómo casi todo lo que consideraban viejo, todo lo que había nacido y crecido con ella. Pensó en su esposo que había muerto hacía tan pocos años. Pensó en su ausencia, en aquel silencio que impregnaba cada esquina de la casa. Pero que sin embargo se le hacía tan extrañamente necesario. Marru su gato, se le acercó y empezó a frotarse en sus pies. La anciana le acarició la cabeza. Marru era su único amigo y compañero ahora, el único que escuchaba sus penas y con quien conversaba en las noches de insomnio hasta el amanecer. En la radio sonaba aquel conocido tango de Gardel: “Volver con la frente marchita, Las nieves del tiempo platearon mi sien”. Germina no pudo evitar que se le saliera una pequeña lagrima. Luego empezó a cerrar los ojos lentamente, como quedándose dormida. Entonces se escuchó un golpe en la puerta. Había un visitante inesperado. Germina se preguntó quién podría ser, hace rato que no recibía ninguna visita.
Emilio, el cartero, esperaba junto a la puerta. Se preguntó por qué nadie le abría. Una de dos, o no había nadie o era una de esas ancianas medio sordas a las que había que tocarle la puerta muchas veces. Pronto comprobó que era lo segundo. Del otro lado abrió una anciana flaca y de gafas que lo miraba sonriente. Le dijo que le traía una carta. La anciana parecía consternada con la noticia. Recibió la carta emocionada. Luego le dijo al cartero que si quería entrar a tomarse un café con ella. Emilio ya sabía cómo terminaría esa historia, una secuencia de relatos aburridos sobre sus nietos, sus gatos y sus pesares. Prefería todo menos aquello. Así que le dijo a la anciana educadamente que no podía, que debía seguir trabajando. La anciana insistió, pero Emilio volvió a negarse cortésmente. La anciana se entró triste a su casa. Emilio decidió irse de aquel lugar rápidamente antes de que lo arrastrase a su red de telarañas y cafés amargos. Pensó en lo linda que era su novia Camila, en su pelo amarillo ámbar, en sus pequeños ojos que parecían dos canicas que brillaban como las estrellas, que provocaba siempre mirar. Pensó en regalarle un lindo collar con un onyx ahora que venía el aniversario. En su sonrisa cuando la tuviera en su cuello. Pensando en eso tuvo un fuerte choque con otra persona que venía de frente, ambos se cayeron.
El psicólogo se paró y miró con desprecio a ese hombre cartero que se disculpaba. Ya no se podía caminar tranquilamente por la calle. Estos jóvenes de hoy no conocen el respeto y los modales. Se alzó un poco sus gafas y siguió su camino. No le respondió nada a aquel impertinente. Además estaba llegando tarde a consulta. Así que se dirigió rápidamente a su consultorio. Una vez allí hizo entrar a la primera paciente del día. Era aquella mujer de nuevo. Era la tercera vez que venía en la semana. Se lamentó. Era en definitiva un caso perdido. No obstante, no podía negarse a un ingreso extra de dinero. Así que lo intentaría de nuevo para variar. Invitó a la mujer a que hablara sobre lo que le pasaba. La mujer se llamaba María. Empezó un largo e incoherente discurso sobre pájaros endemoniados, paredes de mentiras y una conspiración de las palomas para conquistar el mundo. El psicólogo no entendía un carajo, y le pidió a la mujer que tratara de ser más específica.
María se lo dijo detenidamente, le habló de aquella paloma que se le aparecía en las noches. De su cantico infernal que se escuchaba cómo un eco en su casa y se repetía una y otra vez. Las palomas estaban allí cerca, espiándole. Sabían dónde estaba. Era cuestión de tiempo que vinieran a aniquilarla, pues sabía mucho. Ella sabía lo que se escondía bajo sus ojos dislocados. La picarían en pedacitos como a pochoclo de maíz. El psicólogo la miró desconcertado. Le dijo algo como que su miedo a las palomas tenía que ver con una fuerte represión que tenía del recuerdo de la muerte su padre. María lo recordaba muy bien, aquella tarde, un ataque al corazón luego de comprarle un helado y las palomas a su lado, asediándolo. Sin embargo, los motivos que esbozaba el psicólogo le parecieron absurdos. Ella creía firmemente en lo que decía. Así que se paró, prometió no volver más (como lo había hecho en otras ocasiones) y se retiró con la frente en alto. ¿Por qué nadie le creía? Decidió que lo mejor era encerrarse en su apartamento. Allí estaría a salvo de las palomas asesinas. Cerró la puerta con doble seguro, tumbó la mesa y se escondió detrás de ella. Se armó con los cuchillos de la cocina y esperó. Pasó un minuto. Silencio. Dos minutos. Silencio. Diez minutos. El mismo silencio abrumador. ¿Se habrían ido las palomas? Se levantó tranquila y con calma. Se dispuso a preparase un café. Empezó a llenar la cafetera con agua, cuando de repente escucho un ruido. Miró a ambos lados. No había duda, era un arrullo de paloma. Procedía de otro departamento. Gritó. Salió corriendo sin saber hacia dónde iba. Cualquier lugar era bueno, así fuera el mismo infierno, donde las palomas ardieran y no pudiesen entrar.
La paloma alzo sus brazos pletórica. Había sido un orgasmo brutal. Felipe la miró curioso. Le preguntó por qué hacía ruidos como paloma cada vez que llegaba al orgasmo. Camila le dijo que no lo sabía, sólo le gustaba, quizás porque así sentía que volaba. Felipe le sonrió, acercó su cara y la besó. Camila se sentía tan feliz allí. Felipe era un excelente polvo, sabía cómo tocarla, como consentirla, daba con todos sus puntos sensibles. En cambio ese idiota de Emilio era un torpe. Sólo lo tenía como novio porque le regalaba cositas. Aunque a veces se cansaba de su sumisión y estupidez. Felipe se paró y dijo que prepararía algo delicioso. Camila lo miró encantada y le dijo que estaba bien. Luego juguetona cubrió su cuerpo desnudo, descansando un poco de tanto placer. Habían sido ya cuatro polvos, aquel hombre eran en verdad un semental. Mientras eso pensaba, en la cocina sonó el celular y Felipe contestó. Era su madre. Le contesto amable pero cortante. Camila creyó escuchar que su madre le insistía en que le hiciera la visita allá en el pueblo donde vivía y Felipe insistía en que iría en cuando tuviera tiempo. Luego le dijo que estaba ocupado, que la llamaría más tarde y colgó. Al rato volvió con una rica ensalada de salmón. Además de buen amante, era un gran cocinero. Camila se sentía dichosa, se acercó y acarició su pecho y luego lo beso.
En algún pueblo del suroeste una mujer colgaba el teléfono. Un anciano con sombrero que la acompañaba le pregunto si su hijo si vendría a visitarla. Olga no contesto. Se sentía triste y abandonada. Había dedicado su vida a cuidar a aquel hijo que ahora la abandonaba. El anciano de sombrero la abrigó. Había empezado a llover. Le dijo que volvieran al refugio de ancianos, pues el clima se pondría feo y podría enfermarse. Olga no respondió. Pero se dejó llevar por Roberto, que era como se llamaba el anciano de sombrero. Empezó a llover, Olga empezó a llorar. Pensó en su hijo. Le había pagados sus estudios, le había comprado una moto, había estado con él cuando había tenido su primer desamor, cuando se había enfermado. En resumidas cuentas, le había entregado su vida para que fuera feliz, y ahora él le abandonaba, la tiraba a un rincón como mueble viejo de sofá. Siguió llorando. Roberto la abrazó y así se quedaron un rato. Luego empezó a cantar una canción. Olga pensó que era una canción muy bonita, pues hablaba de un chico y una chica que se habían perdido en el bosque, se habían montado en un árbol y se habían declarado su amor. Entonces el coro decía algo como: “llévate viento, lejos este recuerdo de amor, nos acariciaste ese día y hoy nos dejas sin tu voz”. Ella entonces también empezó a cantar y se fueron caminando juntos hasta el refugio. Después de todo no era tan malo, Roberto era un caballero y se alegraba de conocerlo en estos tiempos de dolor y soledad.
Cuando llegaron Roberto se despidió educadamente de Olga y subió a su habitación. Abrió la puerta. Se quitó el sombrero y el abrigo, los colgó en un perchero. Luego se sentó en un pequeño escritorio que tenía y sacó un papel. Saco un bolígrafo y lo puso en su boca, mientras pensaba que escribiría a continuación. Luego cuando pareció acertar con un comienzo adecuado comenzó:
“Jardín, 1 de marzo de 2014
Querida Germina,
Disculpe que le escriba esta segunda carta. Pero me temo que no puedo dejar de hacerlo. No puedo esperar su respuesta. Sé que han pasado más de cincuenta años. Pero si se pone a pensar detenidamente es un tiempo tan poco, tan breve, en ese río inmenso que es la vida, que no creo que pueda convertirse en una pared entre nosotros o una apología para el olvido. Cincuenta años en que no he olvidado su sonrisa, en que no he olvidado aquel beso que nos dimos una 30 de junio de 1964 bajo un árbol, cerca de su casa, en el jardín inocentemente, bajo ese atardecer de un naranja tan profundo. Seguramente piensa que yo la abandone. Pero eso no fue verdad. Ya en la anterior carta deje claros mis argumentos y pruebas de como su ex esposo manipulo la información para hacerme quedar mal y me obligo a huir del pueblo bajo amenaza de dejar a mi madre sin trabajo. Después de todo él era hijo de un empresario, de aquel hombre de terrible poder. No sabe lo que sufrí. No sabe lo que la pensé. Lo que aún me duele esa decisión y como se me negó el olvido, de su rostro iluminado, de sus labios carmesíes.
Hoy por hoy no soy nada, como le dije en la anterior carta me dedique toda la vida a vivir como comerciante honrado y manejar una cadena de ropa que hoy por hoy ya no existe, adquirida y comprada por otra empresa textil mucho mayor. Así sólo soy un viejo retirado, que vive su vida recordando viejas épocas, pensando si tal vez en aquel entonces actuó mal. De verdad quiero que sepa que soy sincero cuando le manifiesto mi deseo de verle, sin compromiso, tan sólo una vez más. Me costó mucho averiguar su dirección. Quizás una amiga paloma me la dijo en secreto al oído, cuando tomaba en el parque un rico jugo de lulo, cómo sólo lo saben hacer acá. Le pido tan sólo un minuto de su tiempo, un minuto para que brindemos por las esperanzas perdidas, el amor y la vejez. Un minuto para que bailemos un tango juntos como solíamos hacer cuando nos encontrábamos en la esquina de Lupe, cuando nos escapábamos de nuestros padres y soñábamos con un cielo más azul. Un minuto para que pueda cerrar mis ojos el día de mañana, sabiendo que me ha perdonado y que de alguna forma aún no se ha borrado del todo de su piel la palabra “volver”
Se despide con afectuoso cariño,
Roberto