EL BAZAR DE LAS EXPLICACIONES
A pesar del calor, de encontrarme en el fin del
mundo, rodeado de un océano de arena y ventisca, me pareció increíble
encontrarme aquel mercado lleno de vida y beduinos solitarios. Ya me habían
hablado de él, en Damasco, pero lo creía un mito, una historia contada por
ancianas errabundas. Esperaba encontrar allí la respuesta a la pregunta que
atormentaba mis días. Estacioné mi dromedario, que
estaba cansado luego del largo recorrido, y pregunté qué era ese lugar. Uno de
aquellos mercantes, un sujeto barbado y de ojos marrones, me aseguró que era El
bazar de las explicaciones. No le entendí muy bien.
— Es muy
sencillo— explicó—. Aquí habitan gran parte de las explicaciones del mundo,
todas las que alguna vez fueron y las que serán, guardadas en pequeños
pergaminos, reutilizadas una y otra vez y clasificadas sabiamente por temáticas
— Sí eso es
así— pregunté torpemente y buscando generar sorpresa—. Entonces ustedes deben
tener una explicación a la pregunta fundamental: ¿por qué existimos?
— Las tenemos
todas— dijo sin inmutarse—: por una deidad ebria, por el azar de un universo
maldito, por el eructo de un gran elefante en el desierto, ¿cuál quiere?
— La verdadera.
El mercader abrió los ojos de par en par. Luego no
pudo evitar reírse. Se quitó con un movimiento rápido el sudor de su frente y
continuó:
— Me temo que
usted no entiende. Nosotros no vendemos verdades. Ya existe una verdad y está
en el libro del profeta, bendito sea su nombre, las explicaciones no pretenden
ser verdaderas, ni tampoco obedecen a un patrón ético. Son simplemente
explicaciones, miles de ellas, listas para ser usadas en cada ocasión.
— Es absurdo.
— ¿En verdad
piensa eso?— dijo guiñándome el ojo—. ¿Y si le vendiera la explicación adecuada
para explicarle a su mujer porque aquel 12 de octubre se encontraba con la
mujer de vestido rojo? ¿o la explicación de por qué llegó una hora tarde al
trabajo el día de ayer? ¿o la explicación que debe a su hija, la niña pecosa de
ocho años, para aquellas preguntas incomodas sobre sexo? ¿o una explicación
apropiada para zafarse de una aburrida pregunta en una conferencia de algún
molesto pseudo-intelectual? ¿o una explicación de por qué precisamente hoy, 23
de mayo, está usted aquí, en medio del desierto, alejado del mundo?
— Esa la
tengo
— Tal
vez…pero no nos quedemos en estos detalles insustanciales. ¡Mire!
Aquel
beduino me llevó por todo el bazar. No mentía, aquel lugar estaba lleno de
tiendas con muchos pequeños cofres con pergaminos, cada uno de ellos marcado de
acuerdo a criterios temáticos. Más sorprendente aún fue encontrar que las
tiendas tenían varios clientes y que no era el único visitante. Observé
detalladamente los cofres, algunos mercaderes me dejaron ver. Los clientes
preferían ocultar su identidad tras algún trapo o velo, sentían vergüenza, como
si estuvieran en una tienda de artículos eróticos. Me sorprendió ver que muchos
de los compradores los recordaba de la tv o los medios de prensa escritos. Eran
políticos y funcionarios importantes de países lejanos.
— ¿Por qué se
sorprende querido amigo?— dijo el beduino—. El poder se sustenta en juegos de
palabras, en explicaciones, y entre más efectivas, verosímiles y bien
argumentadas mejor. Nosotros tenemos una tienda especializada en explicaciones
bien razonadas. La mejor del país.
Seguimos
recorriendo el bazar y haciendo algunos recorridos en círculo, me sorprendía
ver las diversas temáticas: Política, sexo, religión, metafísica, deportes,
defensas, negocios, astronomía, hasta ovnis estaban allí.
— Ya veo que
han intentado cubrir todos los frentes— dije—. ¿de dónde salen las
explicaciones?
— Somos
artesanos de las palabras, medio poetas, aunque más pragmáticos y menos
idealistas, al igual que el alfarero, nosotros sabemos como trabajarlas. Es un
conocimiento que se ha pasado de generación en generación. El bazar de las
explicaciones existe desde la antigüedad, dicen que el mismo Alejandro el
Grande, compró un par de explicaciones dedicadas a sus soldados, cuando pretendía
llevarla a la India en una campaña suicida.
— Pufff, son
todo patrañas. Probemos: si le pregunto, ¿por qué el cielo no cae sobre
nuestras cabezas?, ¿tendrá una explicación guardada en sus pequeños cofres?
— ¡Claro!
Sígame.
Nos
dirigimos a una de las tiendas, cubierta por una tela rojiza desgastada. Allí
el mercader estuvo un momento inmerso en la búsqueda y luego de unos minutos
nos tendió tres cofrecitos sellados y empolvados.
— ¿Tres?
— ¡Claro!,
¿qué explicación quiere? ¿la religiosa, la poética o la científica? ¿la que
daban los antiguos egipcios cuando copulaban Geb y Nut? ¿el hecho de la
existencia de una atmosfera separada del planeta? ¿o simplemente que el cielo
es un eterno enamorado de la tierra e, introvertido, no sabe cómo cortejarla.
No pude
evitar reírme.
— Ya, ya,
pero a mí sólo me interesa una explicación. Solo una y quiero que, si se encuentra
en este bazar, me la pase.
— ¿Cuál?—
preguntó curioso el hombre
— Quiero
saber por qué no tengo un hogar, por qué llevo años y años caminando a través
de bosques, montañas y valles, por qué siempre que intentó establecerme en un
lugar algo sale mal
— Hummm… le
recuerdo que nosotros no vendemos verdades
— No importa.
Servirá para consolarme y además usted mismo dijo que algunas veces, por azar,
surgían verdades.
El mercader
se quedó un momento pensativo rascándose la barbilla. Su silencio me
sorprendió.
— No creo que
en estas tiendas encuentre algo que le satisfaga
Suspiré
resignado. Pero luego continúo:
— Creo que
tengo lo que necesita. Necesito que me siga y, sobre todo, le pido que no le
cuente lo que va a ver a nadie
— Lo prometo—
dije sin dudarlo.
Salimos de
las tiendas. El bazar estaba en una pequeña aldea en medio del desierto, que
tenía un oasis y un pozo de agua que, a duras penas, lograba satisfacer las
necesidades de la corta población. Afuera de sus casas solo se veían hombres,
unas pocas mujeres cubiertas de negro y un solo niño que jugaba con la pelota
contra una pared. Seguí al mercader por fuera de la aldea. El sol estaba en su
cenit y, a pesar de estar protegido, aquel calor me hacía desear lanzarme en el
primer charco que apareciera sobre la arena. Llegamos, luego de un corto camino
empedrado, a lo que parecía ser un pozo, una abertura en la tierra de corta
profundidad, estaba llena de pergaminos y papeles diversos.
— ¿Qué es
esto?
— Es el pozo de las explicaciones perdidas. Aquí
echamos todos nuestros productos fallidos, aquellas explicaciones que nadie
desea
— ¿Y por qué
me trae aquí?
— Por qué la
explicación que usted busca está ahí
— ¿Está usted
loco?
— No, no. No
lo estoy. Hace unos días un joven mercader, un novato del oficio descartó una
explicación sobre el hogar, recuerdo haberla escuchado. Creo que cometió un
error. Pero me aseguró que a nadie le interesaría. Bien, no somos perfectos, a
veces nos equivocamos. Debería intentarlo. Métase al pozo y búsquela
— Es una
locura
— Es su única
oportunidad— dijo mirándome fijamente.
No perdía
nada con intentarlo, quizás sólo algunos minutos de mi tiempo. Así que, animado
por el mercader, me lancé al pozo a buscar la explicación perdida. Me sumergí
en una multiplicidad de pergaminos y papeles escritos. Leía, pero todo me
parecía incoherente, otros eran argumentos pobres, otros sencillamente no
tenían sentido. No encontraba ninguno que se asociará con mi hogar. Estornude
por la acumulación de polvo y arena. El mercader me miraba desde arriba,
curioso, como esperando. Me volví a sumergir, esta vez más profundo. Seguía sin
encontrar algún papel o pergamino que sirviera, era un cerdo sumergido entre
palabras. Justo cuando pensaba esto escuché un sonido, como un chasquido, que
provenía de las profundidades. Empecé a temblar. Algo no andaba bien. Era
momento de retirarme. Intenté volver a subir, logré asomar mi cabeza y uno de
mis brazos. Pero algo me sujetó la pierna y no me dejaba ascender. El mercader
me sonreía.
— ¡Qué pasa!—
le exigí —Ayúdeme
— Ya lo he hecho
— ¿De qué habla? ¡Le exijo que me saque de aquí!
— Usted
quería un hogar, se lo he dado. Aquí no tenemos verdades, eso lo sabe, pero si
nos compadecemos de nuestros clientes
— ¡Esto no es
ningún hogar!
— Nosotros los artesanos de palabras sabemos que
hogar es una palabra, una construcción como cualquiera. Su problema es que no
ha querido poner el primer ladrillo. Se niega a aceptar esa posibilidad. Sus
piernas lo llevan a evitarlo. Yo le ofrezco la forma en que esas piernas no
caminen más y al fin encuentre lo que añora
— ¡Déjeme
salir! ¡Pagará por esto!
— Salude a la
mascota del Bazar, ¡La señorita Alcalá!
La señorita
Alcalá resultó ser una serpiente de enormes proporciones, asomó su rostro por
encima de papeles y pergaminos y escuché con horror el sonido zigzagueante de
su lengua. No podría escapar de ninguna manera. Mientras la sierpe me engullía
comprendí con horror a qué se refería aquel hombre, mi nuevo hogar sería el
estómago de la serpiente: una prisión de escamas. Me dejé llevar, acepté la
situación resignado. No era comida. Era un nuevo habitante de aquel pueblo.
Y es aquí,
desde donde, sin explicación, en un acto inútil, escribo estas líneas.