Despedida de la Maga

Despedida de la Maga

Sobre "Devenires Prosaicos":

Devenires Prosaicos es un espacio por y para la literatura. Un espacio en el que planeo compartir reflexiones, fragmentos, poemas y cuentos. Deseo entonces dejar aquí escritas algunas pequeñas huellas, mis propios trayectos, mis propios devenires ¡Sed bienvenidos a devenires prosaicos!


viernes, 30 de agosto de 2013

El Caniluz del cielo



Llegue a las 10:27 al parque Lleras. La noche era cálida y el viento parecía transportar en una maleta rastros de música tropical y aire de las montañas. Había varias personas en el parque para ser tan temprano, parecía que no éramos los únicos que teníamos motivos para celebrar. ¿Qué celebrábamos? Siempre se podía encontrar alguna excusa, Migue y Ricardo se encontraban hace rato en el lugar. El viejo Migue me miro con cara de fingido enojo señalando su reloj. Los rock-star como yo siempre se hacen esperar, dije. Migue lanzo un chiflido. Ricardo solo sonrió, el era el mas callado de todos. Me encontraba bastante animado, tenía algo de dinero que había ahorrado en la semana y quería aprovecharlo. Todos queríamos bailar, tomarnos unas polas y encontrar alguna chica que quisiera compartir su cuerpo y la almohada. Era la noche perfecta para ligar. Migue se encontraba muy contento por que su equipo el Atlético Nacional había ganado el último partido. Hablaba emocionado del golazo de tiro libre en el último minuto. Yo, que era hincha del Medellín, le alegue que aquel partido estaba comprado. Le dije que el nacional solo ganaba a punto de fraude y soborno a los árbitros. Miguel se indigno y se dispuso a iniciar una retahíla en su defensa. Pero fue interrumpido por Ricardo, ¡Muchachos miren!

Todos nos mudos sin saber que decir ante aquel espectáculo. Una pelinegra de trasero luminoso paso cerca a nosotros. Era redondo, bien formado y con cierto brillo particular. Aquella mujer parecía una combinación entre Sasha Gray y Natalie Portman, y nosotros tres leones que ven una cebra solitaria en medio de la calurosa estepa africana.  Decidimos seguirla lo más disimuladamente posible y en silencio. Aquella mujer solo podía dirigirse a aquel lugar donde se encontraban todas las ninfas aladas, embriagándose con néctar celestial. Irónicamente, tal vez por una paradoja de esas de la vida, no me equivoque del todo. La mujer entro a una suerte de local llamado “The Heaven”. Parecía ser bastante grande y exclusivo. Era todo de color blanco, sostenido por unas enormes columnas blancas. De adentro salía una música electrónica pegajosa y alegre, que invitaba a cualquiera a contonear sus caderas. Para acceder a él se necesitaba subir unas escaleras y traspasar una puerta blanca y alta que era vigilada por dos gigantes caniluces. A pesar de que intentara recordar, no tenía en mi memoria indicios de haber visto aquel lugar en alguna otra ocasión. Debía ser una discoteca nueva. La mujer llego, hablo con los caniluces quienes parecieron leer su nombre en una lista y la dejaron pasar.

Lamentamos que aquel lugar fuera de entrada VIP. Nos quedamos un rato discutiendo que podíamos hacer. Pronto vimos que más mujeres atractivas entraban en el lugar sin ningún problema. Los dos caniluces con sus abrigos blancos y sus bolillos parecían dos ángeles con espadas que vetaban la entrada a aquel paraíso de nubes y traseros de luz. Migue entonces dijo que tenia una idea y que se había preparado precisamente para esta ocasión. Dijo que solo le siguiéramos la corriente y ya. Así que decidimos improvisar un plan. Migue se fumo su ultimo cigarro, luego se coloco sus Ray-ban negras e intento entrar. Un caniluz se le atravesó en el camino automáticamente. Migue lo miro con desprecio. El caniluz lo miro con tono de sospecha. “Disculpe queremos entrar” dijo Migue con un tono de voz pedante. “¿Nombre?” “¿Cómo nombre? ¡Acaso no sabe quien soy!, ¡Es indignante!” dijo fingiendo indignación “¿Nombre?” Repitió el gorila de abrigo blanco. “¡No tengo por que decirlo! ¡Es usted un atarban! ¡Déjeme entrar o le diré a mi padre!. El caniluz permanecía impávido y estoico. “O me dice su nombre o le pediré que se retire” “¿sabe quien es mi padre? ¡El senador Domínguez! ¿Verdad amigos? Ricardo y yo asentimos. “El mismo, si señor. Ahora déjeme pasar”. El caniluz le escupió en la cara. La saliva se rego por todo el lente negro. “Largo de aquí, niñato hijo de papi, no todos pueden entrar al cielo”. Migue no dijo nada. Solo se retiro en silencio, lo seguimos. Cuando ya estábamos lejos, utilizo todos los posibles calificativos peyorativos, “Caniluz pirobo hijo de puta” “Caniluz de mierda” “Caniluz gonorrea”. Luego de un momento de desahogo, la retahíla se volvió bastante repetitiva.

Para Migue se volvió una cuestión de honor. El quería entrar a toda costa. Se me ocurrió entonces una idea. Debiamos crear una distracción de los caniluces y entrar cuando no miraran. En realidad la primera parte del plan nos resulto bastante fácil. Buscamos al primer mendigo drogado que se nos cruzo por la calle y le prometimos que le daríamos algo de dinero si insultaba y le armaba alguna bronca a los patovicas. Este acepto con gusto. Se acerco entonces a los caniluces y empezó a pedirles dinero. Los caniluces ni lo voltearon a ver. El gamin furioso se alejo un poco y empezó a lanzarles botellas de plastico y pequeñas piedras. Salimos entonces listos para entrar apenas desocuparan la entrada. Uno de ellos sin cambiar su semblante, cogió una de las pequeñas rocas y se la lanzo con fuerza al gamin con excelente puntería. El mendigo cayó como un bolo que acaba de ser derribado en una bolera. Nos miramos sin creer lo que veíamos. Le dio tan duro que el mendigo cayó al suelo entre lamentos y maldiciones. “Fuera de aquí, desecho humano” fue lo único que escuchamos de la boca del caniluz

Luego llegaros dos rubias preciosas y entraron en el local. Migue entonces desespero y grito: “Se acabo”, “O entro o no me llamo” Entonces se fue con fuerza contra los caniluces. Ricardo y yo intentamos detenerlo pero era demasiado tarde. Estos lo agarraron y empezaron a pegarle en el abdomen. Pero lo peor vino después. Uno de ellos le estampo un puñetazo en la cara. El golpe fue contundente y sonó durísimo, como un cristal que se rompe. La sangre empezó a caer por el labio inferior de Migue y mancho el hasta ahora impecable y casto abrigo de los caniluces. Luego lo empujaron y si Ricardo y yo no hubiéramos estado ahí, hubiera rodado por las escaleras. Lo recibimos e intentamos ayudarlo. Al principio le costo recuperarse, se encontraba completamente desubicado. Pero al momento logro incorporarse y tomar consciencia de donde estaba. Le preguntamos si estaba bien. Hizo un gesto con su mano de desprecio. No dijo nada y se fue furioso. Intentamos seguirlo pero iba muy rápido. Alzo la mano, pidió un taxi y se fue sin mediar palabra. Supuse entonces que el golpe en su ego había sido demasiado para poder soportarle. Aquel golpe más que quebrar su cara, había derrumbado uno de sus pilares de mármol,  su potencia de macho líder del grupo. Sus alas de papel no eran suficientes para entrar al cielo.

Podríamos habernos retirado en ese momento. Pero la curiosidad de saber que se encontraba tras aquellas puertas blancas nos pudo mucho más. Ambos nos miramos en silencio, sin saber cómo actuar. Propuse algunos planes locos, disfrazarnos de chicas, sobornar a los caniluces, pedirle a alguien de los que entraba que intercediera por nosotros, de todo. Pero Ricardo solo hacía gestos negativos con su cabeza. Todos los planes parecían llevar al fracaso y al final resultaban bastante inviables. Entonces Ricardo pareció caer en cuenta de algo y se dirigió hacia los caniluces. En un primer momento intente detenerle porque pensé que intentaría golpearse también con ellos. Pero el volvió su rostro calmado y me dijo: “Sólo sígueme”. Lo segui sin muchas esperanzas. Se paro en frente de los caniluces y los miro desafiante directamente a los ojos. Estos no se inmutaron. Parecian dos enormes gárgolas dispuestas a actuar al menor parpadeo. Tuve miedo. Vi un certero golpe en su rostro silencioso, uno que inevitablemente le haría hablar. “¿Nombres?- gruño el caniluz. “Somos Ricardo Jimenez y él es Santiago Galeano”. El caniluz tomo un bolígrafo y los anoto en su hoja. “¿tienen documentos que lo certifican?”. Sacamos nuestras cédulas y se las mostramos. “Suficiente. Bienvenidos al cielo”. Ambos se corrieron y nos dejaron pasar. Yo no lo podía creer.  Todo había sido tan fácil, tan irreal. Entonces lo entendí, toda la clave estaba allí en los nombres. El nombre era la llave y la máscara, que nos vestía de ángeles y al mismo tiempo escondía nuestras colas de diablos por detrás.

Entramos felices y sin poder creerlo. Pensé en llamar a Migue. Pero me di cuenta que el ya había tomado una decisión. Para mi sorpresa el lugar era chico. Ya no sonaba la música electrónica pegajosa. En cambio sonaba un terrible cover de “lucy in the sky with diamonds” de los Beatles. No había tantas personas como pensé. Las tres mujeres atractivas que nos habían llevado a entrar al lugar estaban sentadas juntas tomando un Martini y una cuba libre. Hablaban animadamente. Decidimos sentarnos cerca e intentar disimular un poco. Estudiar un poco el terreno. Se nos acerco el barman y nos dio la carta. Todo estaba costosísimo, a un precio nebuloso e inaccesible. Era un robo descarado. Era triste saber que tanto en el cielo como en la tierra seguíamos siendo esclavos del capital. Me dieron ganas de pedir un vaso de agua. Pero al final pedimos una pequeña cerveza para los dos. Escuchamos a las chicas conversar. Al final nos dimos cuenta que dos de las chicas eran lesbianas y novias y que estaban celebrando el cumpleaños de una de ellas. No duraron mucho en el lugar. Llego un chico alto y flaco de sombrero negro que parecía ser el novio de la otra y las saco de allí. Todo en ese lugar apestaba. Pagamos la cuenta, salimos y terminamos la noche en un bar de la esquina hablando sobre ángeles que no son ángeles y sueños de caniluz.

sábado, 17 de agosto de 2013

El colectivo 132


RUTA: 132 (Púan, Facultad de Filosofía y Letras- Once)

Hora: Viernes 26 de julio, 11:00 pm

Tres pasajeros se montan al colectivo. Uno de ellos dice que quiere pagar 1.50. El conductor  refunfuña. Luego le pregunta a dónde quiere ir. “A Acoyte”. En la pantalla aparece “1.60”. El joven mira con desprecio al conductor, paga  y se sienta en una de las sillas traseras. El segundo es un joven muy abrigado, de gafas. Dice “1.60” y luego se sienta en una de las sillas del centro. A su lado una mujer charla con whats app con su novio. El parasito móvil se alimenta de clicks y caritas sonrientes. La mujer autómata busca en la pantalla un poco de afecto, un beso o una caricia, aquel mensaje de redención que la saque de su rutinario acontecer. Dos mujeres leen en silencio. Una lee “Tokyo Blues” de Murakami y la segunda el “Burlador de Sevilla” de Tirso de Molina. El contraste entre ambos textos no deja de ser muy curioso. No se puede enfrentar un cazador de pájaros con un dragón.

El colectivo va despacio a pesar de que la avenida Rivadavia a esa hora solo es ocupada por fantasmas, mendigos y borrachos. La ausencia de personas hace más visible la cantidad de basura acumulada en las calles. De una pequeña montaña de desperdicios, un pequeño volante amarillo es transportado por el viento. En sus letras predica: “no tires tu basura en las calles”. Ningún psicoanalista podrá curar el conflicto existencial del pequeño y tímido papel amarillo. El colectivo hace una parada. El primero que se monta es un senegalés. Parece que ha concluido su negocio por hoy. La segunda es una mujer de cabello negro, bufanda roja y ojos tristes que se sienta en la silla contraria a la del hombre de gafas. Este no puede evitar observarla. Aunque curiosamente nadie más se fija en ella. Solo él ha advertido su presencia. Solo el siente una corriente eléctrica que viaja por todo su cuerpo. Solo el siente la estela de nenúfares y templos profanados que deja en cada paso.

El hombre de gafas intenta concentrarse y olvidarse de la mujer. Saca su agenda y empieza a escribir. La mujer que habla por what’s up gruñe como si le hubieran dicho algo molesto. La mujer que lee “Tokyo Blues” estornuda. Se lamenta por perder la concentración, pero pronto vuelve a los laberintos alados de Murakami y se pierde en su interior. El senegalés empieza a silbar. Un cuarto de los pasajeros esta recostado sobre las ventanas. Algunos sueñan con los paisajes barriales de su infancia. Otros sueñan con ver a su equipo nuevamente campeón. Pero solo unos pocos sueñan con un rostro perdido o una mirada de una persona, que se escapa al recuerdo y que ya partió. Tercera parada. La mujer del What’s up se baja bastante molesta del colectivo. Parece que el romance  se ha roto entre globos de texto y promesas de no sufrir. En su puesto se sienta un peruano obeso, que empieza a toser fuertemente. Intenta disimularlo toscamente con su mano. Pero es imposible no escucharle en aquel silencio gris.

El hombre de gafas suspira. Lamenta aquella normalidad que no es conveniente para lo que se propone escribir.  Un “¡Qué normal!” se le escapa de su boca y lanza un resoplido. Tiene una sorpresa al constatar que la mujer de bufanda roja le está observando. No puede evitar sonrojarse cuando se entrecruzan las miradas. Intenta evadirla, pero es demasiado fuerte. Ella tampoco puede evitar sentirse atraída. Lo ha observado todo el tiempo intentando disimularlo. Le atrae su aire inteligente y torpe a la vez. Se ríe por dentro cuando el chico evita su mirada. Ella hace tiempo que es consciente de su poder. El intenta mirarla de nuevo, esperando que ella ya no tenga sus ojos sobre él. Pero es vana su ilusión. Sus miradas se cruzan y ya no pueden separarse de nuevo. Un código secreto formado por parpadeos y silencios toma posición en el aire del ciento treinta y dos. El mensaje es claro: “No sé quién seas, pero te percibo”. Un parpadeo más. “Te percibo y…me gusta”.

La mujer que lee al “burlador de Sevilla” ha guardado el libro y se muerde los labios pensando en su propio don Juan. El peruano enfermo vuelve a toser una vez más y dice algo inentendible. Los demás lo miran molesto, como si violara una regla implícita de no hablar. Unos pocos de los dormilones se han despertado. El senegalés logra sentarse en una se las sillas y empieza a chocar las palmas de sus manos con sus rodillas, entonando alguna melodía arcaica y perdida. El colectivo 132 da un nuevo giro por la zona de moteles baratos. Se empieza a acercar lentamente a Once. El característico olor a pochoclo viejo empieza a entrar por las ventanas. Afuera un mendigo busca entre bolsas, algo de alimento o al menos una historia que le caliente la noche y el adormecer. La mujer de la bufanda roja sabe que pronto será momento de bajar. Tiene algo importante que hacer aquella noche. Le hubiera gustado conocer más al chico, pero otros asuntos ameritan más urgencia en su proceder. El hombre de gafas la mira sin saber cómo actuar. No desea que se vaya. Pero tampoco sabe cómo puede detenerla. Cuando al fin se le ocurre una idea, ella ya está lejos parada junto a la puerta a punto de desaparecer.


Se abrió la puerta en Once. Ella se bajo del colectivo. No pude evitar quedarme pensativo en mi silla mirándola embelesado, como un poeta a su musa. Aquella que inspira sus ensueños y escritos en las veladas nocturnas, cuando el reloj no se quiere ir a dormir. Abrí y cerré los ojos. Ella ha desaparecido. ¿A dónde habrá ido? Supongo que es una pregunta tonta y vana. Ella se ha vuelto imperceptible y tal vez ahora baile desnuda con el viento, lejos, en cualquier parque de Capital o en un monoambiente olvidado del Abasto o de Palermo. Observe detenidamente a mi alrededor. La estela de nenúfares continúa allí. 

domingo, 4 de agosto de 2013

DIARIO DE UN CAZADOR URBANO

DIA:  Martes 17 de abril de 2013
Hora: 5:00 p.m.
LUGAR: Alrededores del cruce entre Pueyrredon con Corrientes, Buenos Aires



Un hombre calvo discute en francés por su teléfono. ¿Con quién hablará? ¿Con alguna amante perdida al otro lado del océano? ¿o  con algún jefe despótico de bigote, boina y calva blanca?. Hay que reconocer, no obstante, que en francés la discusión toma cierto estilo, cierto olor a baguette recién horneado. Su pronunciación juguetona y coqueta me evoca la imagen de un chiste viejo. No puede ser en serio.

Dos palomas huyen de un carro que pasa a toda velocidad. Las palomas deberían montar un sindicato que defendiera sus derecho al libre vuelo y recorrido por las calles en busca de comida.

Un judío barbado de sombrero y gafas camina por la calle con afán. Lleva en su mano derecha una maleta. Es imposible que no resalte en medio de las demás personas. Me pregunto cómo hará una mujer para besarle y no perderse en sus barbas. En su maleta quizás lleve un estudio sobre la Cábala, ese que le permite contar las letras de las publicidades de Mcdonalds Kosher y encontrar a Dios en ellas (o al diablo en la carne no bendecida de Burguer King)

Veo varios restos de basura, papeles viejos, dos vinilos casi nuevos y un colchón. ¿Qué canciones hay en estos discos? ¿Quizás algún hit de los 70s? ¿Alguna recopilación de tangos? ¿o sólo alguna vieja canción de desamor? No puedo evitar que me dé un escalofrío. Espero que mis escritos no entren de esta forma en las puertas del olvido.

Una rubia con un culo gigante va caminando al lado de un enano que además es calvo y bizco. La rubia para en un puesto de un negro senegales y le pide al calvo que le compre un reloj. El hombre accede inmediatamente. A esta escena solo le falta un burro que copula con un colibrí

Una anciana pasea dos caniches vestidos, uno de rosa y otro violeta. Últimamente los caniches han dejado una huella extraña en mis escritos. Tal vez en el fondo yo me estoy volviendo igual que el paranoico. Pero esto…esto…es el colmo. Es una cachetada de lo real. Seguro vendrán en la noche y me meterán su sonda en el culo

Un hombre pisa un popo de perro. No se da cuenta. Buenos Aires es un campo minado. No hay trinchera en donde meterse.

Un sujeto de abrigo rojo le grita “Dale pelotudo” a un 132 que casi le atropella. Le grita como si pudiera cambiar algo. Como si el colectivo se fuera a devolver a replicarle o decirle “disculpe señor todo ha sido un accidente”

Una niña con un muñeco de snoopy. ¡Yo tenía uno cuando era chico! Noches de cuentos y ángeles. Días de helados y galletas. El mundo era bastante pequeño en aquel entonces…

En una vitrina un enorme jarrón chino. Pobre el niño que con su balón llegue a quebrarlo. Su madre lo despellejara vivo.

Un hombre tiene una pancarta donde se ofrece a arreglar celulares. El mismo grita un coro donde ofrece sus servicios. ¿Arreglar celulares? ¿Para qué? Ya es mucho tener que cargar con un parasito móvil de esos.  No sería más útil alguien que arregle corazones rotos y sueños destrozados.

Tres mujeres de rasgos aindiados, probablemente peruanas o bolivianas, discuten sobre ropa al frente de un puesto. Me sorprende aun como algunas personas puedes convertir cualquier banalidad en un problema filosófico de alto calibre. “¿Le quedara esta abrigo bien a Pedrito?” Pero, ¿Quién define que le queda bien a quién? Para estas mujeres es como si el problema del ser estuviera escondido en ese pequeño abrigo con rayas amarillas.

Tres mujeres colombianas se toman una foto frente a corrientes. Me pregunto que pasara con esa fotografía. La subirán un día a face. La mostraran como el recuerdo de que estuvieron en Buenos Aires y luego en el futuro la olvidaran. Como todo. Antes las fotografías servían para conservar recuerdos. Hoy el Facebook e Instagram han convertido las fotografías en un exceso barroco y prolijo que cansa. Las fotografías se pierden en un link vacío anotado en una libreta de papel.

Una mujer que fuma un cigarro carga con un montón de cajas vacías. ¿Para que puede desear tantas cajas? No tiene pinta de recicladora. Quizás vaya a construir un muro de cartón para protegerse del exterior, un muro que corte el ruido y el humo. Que le permita construir su mundo en miniatura bajo las cajas. Ese pequeño mundo lleno de colores, espadas y dragones. Que un niño con un peluche de snoopy soñó alguna vez.

Un hombre va por la calle con una libreta escribiendo lo que observa, tiene gafas y un abrigo café. El otro Daniel viene de frente anotando lo que encuentra a su paso. Se sorprende tanto como yo al encontrarme. No hay palabras que puedan comunicar nuestra desolación. Solo el silencio.

jueves, 1 de agosto de 2013

lunes, 29 de julio de 2013

El cocinero de libros


Lo conocí un día que volvía del colegio. Caminaba a través de la calle pendiente rumbo a mi casa con la mochila al hombro. Estaba sola, pero había algunos transeúntes. Nunca me había pasado nada peligroso. La bajada se me hacía lenta y monótona, escuchaba “Resistance” de Muse a todo volumen en mi pequeño mp3. En mi boca el chicle que llevaba ya me parecía insípido. Lo boté en una caneca que estaba en un poste de luz. Y entonces le vi, sentado en una pequeña banca: un hombre anciano, de gafas y sombrero negro. Estaba vestido con un viejo abrigo café y fumaba una especie de pipa de madera. Me miro con curiosidad. “¿Te gusta el chicle?” Me pregunto atrevido. No le respondí. No solía hablar con extraños. Mi madre me había advertido de viejos pervertidos que andaban por ahí caminando, viejos que buscaban muchachas jóvenes con oscuras intenciones. “Pero que descortés” insistió el viejo. “¿Perdón?” pregunte quitándome los audífonos. “¿No le enseñaron a responder a sus mayores jovencita?”.  Me quede como ensimismada, me había tomado por sorpresa. No supe que responder. Otra simplemente hubiese seguido su camino, pero yo no fui capaz.

El viejo echo a reír. Su risa era contagiosa, yo misma no pude evitar sentirme sumergida en su red de carcajadas. “No me hagas caso. El silencio siempre será una respuesta válida”. Por alguna razón sencillamente no podía desconfiar de él, me trasmitía una sensación de tranquilidad y de curiosidad extrema. “Ahora respóndeme” me dijo “¿Te gusta el chicle?”. “No Mucho”, le respondí. “los chicles son buenos si son samseanos, transforman tu boca al instante. Pero hay comidas mejores, veamos…” dijo y se puso un dedo en el mentón. Yo no entendía de que mierdas hablaba. “¿Alguna vez has probado Espaguettis Hamletianos con salsa alephica?” dijo animado mientras inhalaba un poco de su pipa. Pensé mi respuesta. Definitivamente estaba chiflado, no podía ser de otra forma. No hubiera salido con algo tan incoherente si no fuera así. No obstante, parecía bastante serio cuando hizo esta afirmación.  ¿No era Hamlet aquel príncipe de Dinamarca que aparecía en los libros de Shakespeare? No sabía que era alefico. Sin embargo, el viejo había despertado en mí una notoria curiosidad. “No nunca he probado” dije. “¿Te gustaría probar?” dijo rascándose su cabeza. “No lo sé”. “¿o quizás habrás probado sopa de rayuela con un poco de Faustiana?” dijo sonriente. No sé por qué al imaginarme una sopa de rayuela, me imagine una sopa con letricas como las que me daba mama. Este viejo debía ser quizás un cocinero excéntrico.

“Ven conmigo y te enseñare algunos de estos manjares” dijo inhalando de nuevo. Aunque la tentación y la curiosidad eran grandes, supe comportarme como es debido. “Mis padres no me dejan irme con extraños” dije desviando la mirada, pues no podía aguantar observarle a los ojos por mucho tiempo. El viejo me miro un momento pensativo. Luego pareció dar con una idea. “¿Tienes su número? Dame su número de celular hablo con ellos y así podrás venir conmigo”. Se lo di. El llamo por su celular y estuvo hablando un rato con mi padre. No escuche muy bien de que hablaban, pero parecían estar enfrascados en una conversación importante. ¿Sería conocido de mi papá? Nunca lo había visto en mi vida. El viejo me paso su celular. Era la voz de mi padre. “Ve con él hija, creo que tiene algo muy interesante para enseñarte. Hablamos cuando llegues a casa”. Suspire. Mire al viejo y este me guiño el ojo. Le dije que le seguiría.

El  asintió y me señalo con su dedo un camino que empezaba a la derecha de la calle. Luego se dirigió hacia allí sin dirigirme palabra alguna. Motivada por la curiosidad y el permiso de mi padre, quien normalmente era poco persuasivo con esta clase de cosas, lo seguí por el camino. Caminamos un rato en silencio. El viejo no hablaba, solo le daba inhaladas a su pipa. Luego de cuatro o cinco se cansó y la guardo. Empezó entonces a tararear una melodía pegajosa de una canción desconocida. Yo no podía dejar de mirarle. Como si esperara que en algún momento volara o se esfumara del lugar. El camino pasó en un momento de ser una calle a ser un sendero de rocas. Estábamos saliendo un poco de lo que consideraba la civilización e internándonos en una de las tantas montañas y lomas de mi ciudad. Me asuste un poco, pero el viejo seguía confiado. El camino seguía recto con algunas pocas desviaciones. Poco a poco dejaban de verse pequeñas casas, con enormes perros melenudos, para pasar a un camino más salvaje con la sola compañía de algunos insectos y pájaros atrevidos.

No pude evitar preguntarle al viejo si vivía muy lejos. Me dijo que no, que ya faltaba poco. Luego me pregunto que si me gustaba el cole. Le dije que me aburría mucho. El viejo se lamentó. Luego indagó si me gustaba leer. Le dije que había leído poco. Me pregunto por mi libro favorito. Le dije que el principito de Saint Exupery, mi madre solía leérmelo con frecuencia cuando era más pequeña. El viejo hizo un comentario extraño acerca de lo ricas que eran las albóndigas principescas y de la vez que había encontrado un elefante en su sombrero. De nuevo no entendí a que se refería. El camino parecía empezar a descender un poco, a través de un camino rodeado de arbustos y zarzales, para finalizar en una pequeña casa en forma de torta con una chimenea. Parecía salida de algún cuento.  Supuse que era la casa del viejo. Al llegar un menino maulló y se acercó. El viejo se agacho y lo consintió. El gato puso una cara de notable felicidad.

El gato se llamaba Kafka y era gordo y peludo. Pronto me di cuenta que esa no era la única particularidad en la casa del viejo. La puerta de entrada estaba algo desbarajustada en comparación con su marco. Al entrar, había un laberinto de libros unos sobre otros. Algunos de ellos cubiertos con bastante polvo. El piso estaba lleno de hojas sueltas, algunas rotas y corroídas. Se me hizo difícil pasar. Lo más extraño era el olor, no era olor a viejo sino a restaurant fino, lo cual hizo que mi pequeña panza sonara en tono de aprobación. En la pared había un cuadro colgado. No recordaba haberlo visto. Era un hombre obeso con vestimenta renacentista leyendo un libro. Abajo del cuadro decía: Le philosophe lisant –Chardin. No sabía mucho francés así que no sabía a qué se refería. La cocina era bastante amplia y contrastaba poco con el resto de la casa, estaba llena también de papeles y utensilios de cocina fuera de lugar. En el centro se encontraba una mesa larga, limpia y con dos platos blancos vacíos. Irónicamente el único sitio organizado en toda la casa. Al lado hacia la izquierda, había una pequeña puerta cerrada que parecía ser el baño. Había en una esquina una pequeña vitrola para poner LPS, me pareció reconocer los nombres de Schubert, Piazzola y Queen.  La cama era algo pequeña y estaba mal tendida. Algunos papeles enmarañados y enroscados se acumulaban a su alrededor. Suspire. Era un caos. Su casa era como un laberinto sin puertas ni forma, un laberinto de libros y olores fuertes, un contraste de polvo y sabor. 

Una hoja de papel voló sobre mi rostro. Leí: “Pero yo no le vi la cara, sólo su sombra que atravesaba el local. Una sombra sin metáforas, vacía de imágenes, una sombra que solo era una sombra y que con eso tenía más que suficiente” (Bolaño). “¿Te gusta” me dijo el viejo “Si. Pienso que una sombra en realidad es solo eso. Una sombra. No le encuentro nada particular. Aunque ciertamente es una imagen que me llena de desesperanza”. El viejo me miro un momento pensativo, luego dijo: “La esperanza o la imagen de la esperanza pequeña mía es algo que debes cocinar tú, la sombra es sombra porque tú quieres verla como tal ponle un poco de condimento y color, sírvela en un plato de estrellas y dime si sigue siendo lo mismo”. Lo mire sin saber que decir. El viejo me sonrió. “Siéntate y ponte cómoda” dijo y luego se dirigió a la cocina. Tomo algunos utensilios y empezó a cocinar. ¿Qué era eso que cocinaba? No alcanzaba a ver bien. Me acerque un poco y lo espié. No pareció importarle. El hombre se había colocado un gorro de chef y con su cuchillo cortaba algo. ¿Que era? Me acerque un poco más. ¡Estaba cortando libros! ¡Aquel hombre cocinaba libros! Al principio me costó conectar ideas pero entonces lo entendía todo. Aquella invitación. Aquellas extrañas recetas que parecían venidas de otro planeta o realidad. Lo primero que se me ocurrió es que estaba loco y que debía salir de allí. Pero, ¿Cómo podía cocinar con libros? La curiosidad me venció de nuevo. El hombre sostenía a su alrededor tres libros y lo que parecían ser unos sobres de spaguettis. Los abrió. Los metió en una olla grande y allí le pico algunas hojas de un libro. Este parecía ser el Hamlet de Shakespeare. Mientras en otra mezclaba el contenido de otro de los libros con tomate y cebolla. Decía “El Aleph” y su autor era Jorge Luis Borges. Mire incrédula, frotándome los ojos sin entender que estaba pasando.

“Adelante, acércate más” Me dijo el viejo. “¿Está usted loco?” Le pregunte. “Tal vez. Pero las mejores ideas nacen de mentes no sanas, ¿Sabías eso?”. Luego saco otro de los libros que parecía pertenecer al Marqués de Sade. “Ah” dijo “esto le da un poco de sabroso picante” y le pico unas pocas páginas. A Sade si lo conocía, de solo recordarlo no podía evitar sonrojarme. Lo había leído una vez con unas amigas en secreto en la biblio del cole. El viejo siguió cocinando como si nada. Mientras tarareaba una alegre canción que hablaba de barcos, chefs y amores portuarios. Luego le echo un condimento desconocido de un tarrito. Yo aún no me decidía que hacer. Si salir corriendo o esperar a ver con que sorpresa podría salirme aquel viejo chiflado. Al final saco el agua de las pastas y lo mezclo todo, le agrego también un poco de queso parmesano. Tomos los dos platos de la mesa y sirvió. Saco una botella de vino que acaricio con cariño y sirvió dos copas. Luego me invito a sentarme y a disfrutar de su manjar libresco y exótico.

Ni loca como eso, pensé. Debe tener polvo de cucarachas e insectos. Hice una negativa con mi rostro. “Vamos solo prueba. Si no te gusta lo dejas”. Lo mire con detenimiento. No, no podía comer eso. “Por mi” dijo guiñándome el ojo. Me di cuenta que el viejo insistiría una y otra vez. Que aquella invitación se reducía a esto. Tome pues mi tenedor y mi cuchara, agarre unos cuantos tallarines y me los metí en la boca. El sabor que sentí entonces es algo que me quedara grabado para siempre. El plato era terriblemente delicioso. Su sabor de multiplicaba en mi boca, seguía rutas diversas. Mi lengua moría de placer asesinada por sus tallarines principescos. Su salsa me hacía recorrer todos los sabores ricos que alguna vez había probado en uno solo: helado, crema de maní, torta, chocolate, carne, pescado, morrón, hamburguesa, queso, pizza, salsa y podría seguir. ¡Curiosamente no molestaba, ni chocaban el uno con el otro!.

“Esta delicioso” dije “Es usted un genio”. El viejo me sonrió y comía muy satisfecho. “Vaya, Es un honor que una jovencilla tan linda y pila como tu aprecie mi comida” dijo sonriente. El gato se acercó coqueto con el objetivo de obtener algo de aquel plato. “No, Kafka, esto no es para ti. Hace poco te serví comida en tu plato” El gato maulló en protesta “No, no, aún estoy de duelo por la lata de atun macondiana que te comiste la semana pasada”. Me reí con su comentario. Comí animadamente. El viejo me pregunto de mis amigos. Le respondí más desenvuelta. Le dije que tenía pocos y le reafirme que el colegio me aburría terriblemente. Luego me pregunto por mis sueños. Le dije que quería ser odontóloga algún día como mi padre. Bromee con el hecho de que si pudiera recomendaría una dieta a base de libros como la que él preparaba. El viejo rio. Le dije que además me gustaría viajar por el mundo, conocer Paris y quizás un bello francés que me leyera poemas al lado del Sena. Me sorprendió lo rápido que estaba entrando en confianza con aquel desconocido. Me di cuenta que hasta ahora no sabía nada más de él. Decidí arriesgarme y le pregunte quien era, de donde venía y como había aprendido ese arte. La sonrisa del viejo decayó. Me miro triste. “¿Yo? Vivo hace mucho tiempo solo en este lugar con Kafka”. “No hablara en serio”, le dije, “Usted debe haber tenido muchas novias o amantes, cualquier mujer caería desmayada con su cocina”. El viejo sonrió. “Bueno, ¿quién sabe? Aunque si recuerdo una. Una que tenía ojos pequeños como dos rubíes y una sonrisa que aún tengo grabada en el lienzo de mi memoria”. “¿Qué paso con ella?” pregunte. El viejo suspiro y dijo: “Murió”. Lamente haber hecho esa pregunta. “No te preocupes”- dijo el viejo. “No me molestas, aunque debo reconocer que eres una jovencita bastante preguntona y curiosa”. Agache la cabeza. “Haces más preguntas que un niño en una Iglesia”. Me volví a reír. “Eso es bueno. Significa que aún no has perdido el espíritu indagador y crítico que cada vez es más escaso en estos días”.

Luego se paró. Se acercó a la vitrola y coloco un viejo vinilo. Empezó a sonar una melodía alegre y movida. No reconocía que clase de música era, así que decidí preguntarle. “Es una milonga” dijo y luego me tendió su mano. “¿Me concede esta pieza señorita?” “Pero si no se bailar” argumente. “No se necesita aprender para hacerlo. Bailar no es algo que se aprende, es algo que nace del cuerpo y se reproduce en las piernas, como un vértigo, como un rayo, sin límites, ni condición”. “Bueno, si lo pone de esa manera”. Me pare y empezamos a bailar. Era una música atractiva, fascinante. Al principio nos movíamos despacio.  Poco a poco me deje llevar de la música y me deje guiar un poco por el viejo. Aquel hombre parecía en verdad muy feliz con aquello. Como si tuviera un momento pequeño de alegría en mucho tiempo, un momento de paz. Yo también me sentí feliz. Aceleramos el ritmo. Bailamos y bailamos. Dimos vueltas como trompos. Nos abrazamos y aquella música antigua y desconocida se apodero de mí. Fue un baile divertido y extraño. Nostálgico y Bello como una vieja estampa de otra época. Simplemente enigmático e indescriptible.

Hubiera querido seguir así el resto de la noche que apenas comenzaba. Pero llego el momento de irme. Por qué se hacía tarde. Salimos de la casa y Kafka maulló como en tono de despedida. Le acaricie la cabeza. El viejo me acompaño hasta el lugar donde debía tomar el bus. Nos fuimos todo el recorrido conversando. Yo le hacía muchas preguntas. Le pregunte de que planeta venia. Me respondió: “Mira yo vengo de aquel planeta donde las personas ya no  se comunican de frente sino con parásitos móviles. Vengo del planeta donde una cruz vale más que un abrazo y un beso menos que un billete de papel.  Vengo de ESE planeta donde los políticos se parecen a changos que se creen pájaros y bailarinas semidesnudas muestran su trasero en la tv”. No pude evitar reírme con aquello. “Creo que conozco ese planeta” dije. “Tal vez no. Te sorprenderías lo que aún nos queda por conocer”. Así llegamos a la parada del bus. Me despedí con tristeza del viejo y le agradecí el gesto de invitarme de todo corazón. Para mi había sido una tarde mágica. El viejo hechicero me dijo que en agradecimiento solo quería una sonrisa. Así que le di la mejor. Mientras me subía al bus, el viejo se quitó su sombrero e hizo una reverencia. Me recosté contra la ventana y me puse a recordar la comida y el baile. Me sorprendí a mí misma riéndome, cuando recordé algunos gestos del anciano. Me di cuenta que quería volver a ese lugar.

Cuando llegue a casa intente hablar con mi padre sobre el viejo. Respondió como frases ambiguas y evasivas. Dijo estar cansado y se fue a dormir. Me fui entonces a la cama y me dormí pensando en libros que se echan al fuego y se convierten en tallarines deliciosos. En libros que comen cerebros humanos en venganza por su sufrir. En libros que juegan en pequeñas cuerdas a saltar y evadir el tiempo. En libros que quiero leer antes de morir. Al otro día, me desperté y fui al colegio. Deseaba que la tarde terminara rápido para volver. Me la pase haciendo pequeños aviones y dibujando rayas en mi cuaderno, esperando la oportunidad de volverlo a ver. ¿Estaba enamorada?, absurdo. Era un viejo. Nada de eso. Era como la sensación que sientes cuando ves a tu abuelo luego de mucho tiempo, una sensación a girasoles blancos que nacen en un campo pardo, de un color brillante que se perdió, pero que aún sigue allí.  Tocaron al fin la campana de salida y salí presurosa sin despedirme. Esperando encontrarle una vez más. Corrí hacia la banca donde estaba el día anterior. No estaba allí. Me imagine que estaba en su casa. Así que me metí por el camino que había recorrido y corrí hasta su casa. Lo recordaba como si lo hubiera soñado, se me hacía vago y no recordaba algunas partes. Pero me era extrañamente familiar y al final pude guiarme sin problema. Llegue al lugar y me lleve una triste sorpresa. Me frote los ojos, era imposible creer lo que veía. La casa…No estaba ¡No había casa en forma de torta! ¿Dónde se había ido? No era posible. ¿Y si había sido un sueño? No. No era un sueño. Mi padre había hablado con él. Lo recordaba muy bien. No era un sueño me repetí. Pero, ¿Dónde estaba la casa? ¿Dónde estaba Kafka? ¿Dónde estaba el viejo hechicero? Se había evaporado. No quedaba ninguna huella. Ningún rastro de su sonrisa coqueta y su confortante voz.

Mire a mí alrededor por si había tomado el camino equivocado. Pero no era posible. Era ese el lugar donde estaba la casa en forma de torta, no lo había soñado. Mire triste. Pero no tenía nada más que hacer en ese lugar, así que me retire. Me fui a mi casa en el colectivo pensando en silencio. Recosté mi cabeza sobre la ventana. Empezó a llover. En vano pensaba que podía haber pasado y como una casa se evaporaba de un día para el otro. Sencillamente no había explicación. No pude evitar que se le salieran las lágrimas. Había creído encontrar en el viejo un buen amigo. Uno único. No pude evitar llorar. Me sentía frustrada, sola. Puse mi cabecita en mis brazos y me quede dormida. Así llegue a la casa. Espere a la noche a que regresara padre. Esta vez le indague con más fuerza sobre el viejo. Mi padre suspiro y me miro triste, al fin se decidió a hablar. Me conto que el solo había visto al anciano una sola vez en su vida, cuando tenía más o menos mi edad. Que había sido una experiencia única. Que le sorprendió escuchar su voz en el celular, de darse cuenta que aún vivía. Pero que no sabía dónde habitaba. Cuando él lo había visto en otra época, lo había encontrado en un lugar diferente de la ciudad. En la misma casa en forma de torta y con el mismo gato. Yo le dije que eso no era posible. El me miro y me dijo que él tampoco lo entendía. No pude evitar contener las lágrimas. Me consoló y me dio un abrazo. Me dijo que la vida seguía y luego se fue a dormir.

No pude dormir esa noche. Soñé con un monstruo hecho de oscuridad que comía libros, gatos y tortas. Fue horrible. Me desperté al otro día y fui al cole. El día se me hizo monótono y gris. Mis amigas intentaban conversarme. Pero poco dialogo les daba. Luego de insistir un rato y ver que yo contestaba seco y con monosílabos, se rindieron. Decidí buscar un espacio donde pudiera estar sola, donde me dejaran en paz, al menos por hoy. No quería ver a nadie. Llorando me puse a dibujar. Intente dibujar al viejo. No fui capaz. Ninguno de los dibujos me parecía lo suficientemente bueno. Siempre que llevaba más o menos el dibujo en la mitad. Rasgaba la hoja y la tiraba en una caneca cercana. Era su sonrisa lo que más me costaba dibujar. Al momento de estar allí, llego una pareja de novios y se hizo cerca. Empezaron a besarse y a decirse cosas cursis que entraban en el cliché. Me aburrí de aquella escena de mal gusto y decidí buscar otro lugar. Pero no sabía a donde ir, no sabía dónde perderme. No sabía dónde podría curar esta ausencia que hoy me lastimaba como un hueco en el estómago, como una pequeña mariposa que volaba lejos y se dirigía a las montañas, desplazándose con el viento hasta desaparecer.

Decidí entrar a la biblioteca. Allí solo había una estudiante obesa que solían molestar en clase. Estaba leyendo “las aventuras de Hunckleberry Finn” de Mark Twain. Me miro asustada. Como si temiera que me fuera a acercar a ella. No lo hice. Me senté en una mesa aparte. Decidí buscar algo que tuviera que ver con el Aleph. Con aquel delicioso plato que había probado.  Encontré el libro que el viejo había cocinado: El Aleph, de Jorge Luis Borges. El tal Borges resultó ser un escritor argentino de cierto reconocimiento. Leí atentamente su libro. Tenía varios cuentos. Todos bastante fantásticos y en algunos casos, no encontraba la palabra para describirlos, delirantes creo que es la más acertada. El aleph en específico, trataba de un sujeto que tenía una especie de orbe o cosa en su sótano muy especial. “Un punto que contiene todos los puntos del universo” decía el texto. Un sabor que contiene todos los sabores. Ahora entendía aquello de la salsa alephica. Yo la había sentido. Pollo, carne, pescado, pasta, lentejas, frijoles, cebolla, ajo, morrón, pimienta, tomillo, tomate, chicle, helado. Una salsa con todos los sabores en uno y uno en todos los sabores. Todo estaba allí. Yo lo había probado, lo había sentido en mi paladar.

Entonces comprendí. Comprendí lo que el viejo había querido decirme. La razón por la cual se me había aparecido en la tarde del día anterior. Ese era el mensaje. Al final el sabor seguía allí en cada libro, en cada página. El ojo era a la vez una lengua que saboreaba las letras y cada historia. Eran sabores que podían despertar todos nuestros sentidos. Generar una explosión de placer. Comprendí también que un libro que no se saboreaba era un libro vacío, que no servía. Por ello, la gente no leía, porque no sabía encontrar los sabores. No sabía alimentar su cerebro de magia y poesía. Su paladar no estaba acostumbrado. Era un gusto adquirido, un placer por construir. Extrañaba al viejo, pero comprendí cuál era su intención. Quizás fue sólo un ángel, una aparición, un hechicero venido de otras épocas, que capturo el instante en una olla y lo sirvió en un plato de tallarines con carne de papel. El me había iniciado en aquel camino, no había retorno, no podía volver. Así que tome el libro de Borges y lo abrí en una página al azar. Saque mi lengua, me saboree los labios y empecé a leer.

sábado, 27 de julio de 2013

Marumbá





Marumba, Marumbá, preguntan quién soy
Marumba, Marumbá, un solo nombre y una canción
Soy el disparo que cegó la vida Pablo en una mañana de diciembre
Soy el espíritu que recibió a la Storni cuando se lanzó a las profundidades del mar
Soy la lluvia que Cortázar creía que te calaba los huesos
Soy la verdad que no se ha escrito y nunca llegara
Soy el Daemon que le hablaba a Socrates en sus noches de pesadillas
Soy un revolucionario en los setentas, que muere en la selva en un charco de sangre y suciedad
Soy un travesti dominicano de Once que te guiña el ojo coqueto y atrevido
Soy tus ojos que se estrellan levemente con un beso y una caricia de mi voz.
Soy el futbolista brasileño que metió un golazo de tiro libre en Italia noventa
Soy el otro nombre de Asterión cuya casa es un laberinto y su meta la redención
Soy un caniche alienígena que se mea en tu puerta burlonamente
Soy el olvido y el abismo, el enigma del adiós
Soy la musa que con sus senos puntiagudos inspira a Baudelaire y su mirada ebria
Soy el angel caido que cambio el cielo por putas y juegos de azar
Soy un volantero del abasto, repartiendo volantes a confeccionistas bolivianos
Soy el último suspiro antes de que se pierdan los ventiun gramos que conforman el alma y su frágil eternidad
Soy un muñeco vudú haitiano que representa a Trujillo con cientos de alfileres
Soy la amante rubia que le robo el significante fálico a Lacan
Soy un gordo que colapsa con una bicmac de carne de cartón en Mcdonalds
Soy el vodka, eterna cura y amigo de noches de despecho y soledad
Soy un judío que en una cámara de gas recuerda una canción de cuna
Soy una arepa servida al desayuno con mantequilla, quesito y sal
Soy aquel otro Daniel que me responde en el techo en mis veladas taciturnas
Soy la fotografía con telarañas en la repisa de una sala burguesa de una casa abandonada
Soy la sombra con muchas patas de Kafka en una noche de invierno
Soy Peralta quien monta a la muerte en un aguacatillo, condenándola al olvido, la lluvia y el deshonor.
Soy la flauta de Ian Anderson convocando los espíritus de los leprechaums y a Dioniso
Soy Dracula cuando se encontró ante la belleza verdadera y tuvo su último dilema moral
Soy una colilla de porro fumado lentamente en una noche de juerga
Soy el orgasmo que llega en la última penetración, donde explotan las estrellas y se pierde la subjetividad.
Soy la bailarina que mueve su culo en un programa de Tinelli o Don Francisco
Soy un niño que pregunta a su madre por el sexo, la muerte y la verdad
Soy una herida en el mar, allá en el umbral de lo profundo
Ese Umbral del mar, que es marumbral,
Y que en idioma lunfardo y paisa
Se convierte lentamente
En un eco y una voz profunda,
De nombre marumbá.


Pobres Poetas