Se
cuenta que Matsuo Bashō, el gran poeta del haiku, a mediados del siglo XVII,
viajaba por todo el Japón, caminaba por sus bosques, ríos y montañas,
conversaba con los granjeros y pescadores, en busca de crear una cartografía de
instantes perdidos. En el siglo XX, un poeta intentó emular este acercamiento a
la belleza, a lo sublime, que habita en lo cotidiano y en la naturaleza. Ese
poeta es el sueco Tomás Tranströmer,
quien nació en Estocolmo en 1931 y tuvo la oportunidad de ganar el esquivo
Premio Nobel de Literatura en 2011. Sus poemas depurados intentan que el lenguaje
recupere su magia arcana, sin abusar de metáforas y símiles, intentando
visibilizar la fuerza estética de las palabras en su estado primordial.
El
viejo poeta sueco, sin duda, caminaba por los campos, puertos y bosques, con
una libreta en su bolsillo. Se acostaba en los claros y se perdía en la vista
de las hojas que, movidas por el viento, parecían tener una canción
impenetrable.
En el centro del bosque hay un claro inesperado
que sólo puede ser descubierto por aquel que se ha perdido.
El claro está rodeado por un bosque que se ahoga
a sí mismo. Ramas negras con las barbas del color ceniciento de la lava. Los
árboles incrustados y comprimidos están totalmente muertos hasta la cima;
algunas ramas sueltas, verdes, tocan la luz. Abajo: sombra que medita sobre
sombra, el pantano que crece.
(…)
En algún sentido, yo ya he estado aquí, pero
ahora debo irme. Me sumerjo en la maleza. Sólo es posible penetrarla dando un
paso hacia adelante y dos hacia el costado, como un caballo de ajedrez. Un
sendero aparece sigiloso ante mí. Estoy de regreso en la red comunicacional.
Sobre el poste cantarín de electricidad hay un
escarabajo al sol. Bajo sus brillantes escudos mantiene las alas plegadas tan
ingeniosamente como un paracaídas empacado por experto
Hay un redescubrimiento de la naturaleza, de sus senderos, de la
vegetación, de sus habitantes. Y de nuevo aparece el asombro ancestral y el
enigma. Se abre un círculo al que sólo algunos acceden, sólo aquellos que se
entregan a una percepción pura del entorno natural pueden tocar parte de su
misterio y su luz oculta. La naturaleza
es para Transtromer un campo infinito de exploración semántica, una galería de
instantes y momentos, y un insecto como un escarabajo deviene paracaídas. La
sombra es solo sombra y la palabra recupera su fuerza primigencia. Los paisajes
hablan por sí solos y parece como si el poeta fuera tan sólo un emisario, un
torpe traductor, de sus cantos secretos.
A su vez, la naturaleza es en sí, el escenario de la vida. La vida el
misterio más grande y por el cual vale la pena celebrar. Una conmemoración
whitmaniana que no olvida su otro costado. La sombra, la muerte, que le acompaña,
y quizás signifique la experiencia más real.
Todavía se puede esquiar bajo el sol
del invierno
entre
sotos, donde aún cuelgan hojas del año pasado.
Parecen
páginas arrancadas de viejas guías telefónicas
los
nombres de los abonados devorados por el frío.
Aún
sigue siendo hermoso sentir el latido del propio corazón.
Pero
a menudo la sombra se siente más verdadera que el cuerpo.
El
samurai parece insignificante
junto
a su armadura de negras escamas de dragón.
La
sombra que se siente más verdadera que el cuerpo es la muerte, pero también es
la vejez, el desgaste, los vestigios que deja la vida misma. Es lo real, más
allá del imperioso reino del olvido, y está allí, con su presencia inquietante.
Las imágenes todas giran en función de la sombra, incluyendo aquellas páginas
arrancadas de viejas guías telefónicas, que a su vez también testigos y
testimonio de un tiempo que no volverá. Incluso en la naturaleza se leen las
huellas tangibles de la muerte, en los árboles, en los arbustos, en los
cadáveres de los pájaros. No es invisibilizada.
El
samurái es un esquiador que se prepara para afrontar las adversidades de la
nieve y su desafío. El acto, ciertamente, implica una épica, que es cotidiana y
que parte de un acto simple. La cotidianidad, las acciones del día a día, tiene
su propia música, su propio calco, que puede ser llevado al plano del lenguaje.
También los recuerdos familiares y los actores son el padre, la madre, el
abuelo, los hermanos. Son actores y realizan una representación sobre un
escenario, que abre su telón, en el teatro de la memoria.
Aquí hay gentes en un paisaje.
Una foto de 1865.
La lancha de vapor ha atracado en el
[muelle del
estrecho.
Cinco figuras. Una
señora con miriñaque claro, como un
[cascabel, como
una flor.
Los hombres
parecen figurantes en una función teatral
[popular.
Todos son guapos,
vacilantes, van camino de ser borrados.
Desembarcan un
instante. Son borrados.
Claramente la écfrasis de la fotografía describe el perfil
de cada uno de los miembros del grupo familiar. El miriñaque denota antigüedad,
ecos decimonónicos y una imagen diferente de la mujer, que también tiene una
musicalidad que le pertenece: la del movimiento del cascabel. Los hombres no importan
tanto, son actores en el escenario. Es una escena familiar, de unas vacaciones,
de un compartir, de un momento íntimo y cercano que probablemente tenga
profundas evocaciones.
Pero lo realmente interesante es el cierre, de nuevo
aparece la sombra de la muerte. Pero la verdadera tragedia de la finitud humana
no es el final de la existencia, sino el inevitable, y ciertamente inquietante,
olvido. El olvido lo afecta todo: los instantes son fugaces, serán borrados,
desaparecerán. Parecería que la verdad que nos revela Transtromer es que en el
fondo estamos compuestos de instantes, de momentos, de segundos. Bien lo dijo
Borges: “El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho”. En el fondo el poeta
sueco es un cazador de instantes, un contemplador. Y su escritura poética lo
refleja. Se comprueba en el poema “A
TRAVÉS DEL BOSQUE”
Los
débiles gigantes están allí atrapados,
apiñados,
para que nada pueda caer.
El
abedul quebrado allí se pudre
en
posición erecta, como un dogma.
Desde
el Fondo del bosque subo yo.
Relumbra
entre los troncos.
Llueve
sobre mis tejados.
Yo
soy un canal de desagüe de impresiones.”
El
poeta se llama a sí mismo un desagüe de impresiones, sobre él está
constantemente lloviendo. Es bombardeado por visiones que no es capaz de consignar
del todo y algunas de ellas se traducen en poemas. De nuevo los árboles y la
naturaleza en el centro, los gigantes son los grandes árboles y su presencia
sublime, su largo transcurrir en el tiempo. El poeta no puede evitar quedar
maravillado, impresionado ante el espectáculo del bosque, de la vida que
evoluciona sin él.
Pero
la vida no es estática, existe la naturaleza muerta. El bosque se transforma y
también muere. Los árboles también pueden ser borrados. El abedul es el
símbolo, sin embargo, de una última resistencia. Permanece de pie, desafiante,
pudriéndose. Y a su vez, el fantástico símil, es asumido por el poeta como un
dogma. Los grandes dogmas al igual que el árbol resisten y no pueden ser
fácilmente borrados, a pesar de su corrupción interna. La lluvia, a su vez,
corrompe los dogmas y los transforma, deja ver sus grietas. Y a su vez nos
cambia, nuestros tejados también son afectados. Nosotros también somos parte de
ese mismo ineludible devenir.
Y
quizás allí está el punto central de la poesía de Transtromer, nadie como él
fue capaz de delinear imágenes, con palabras sencillas, que capturen
impresiones del doloroso devenir. Nadie como él es un cazador de la pérdida, un
pintor de los instantes que no volverán. Como si la poesía pudiera en un acto
desesperado capturar imágenes de lo que fuimos (y de lo que seremos) en una
suerte de cartografía sonora a través de puntos que intentan esbozar un rostro
o un pueblo que no existe. Quizás con ningún otro poeta he tenido la terrible
sensación de que, en un parpadeo, me he perdido de un acontecimiento
maravilloso que se fue para siempre. Y no puedo negar que, en cierto modo, es
una certeza dolorosa.
Por
otro lado, su proyecto es también delinear algo de esa multiplicidad consciente
que nos conforma, una constelación de recuerdos, impresiones, sentires y ligeros
aleteos. Al final somos un rizoma, lo que importa no son las ramas, sino las
raíces. Y no podemos controlar por donde crecen las diferentes ramificaciones.
El devenir nos lleva a lugares insospechados, y no sabemos del todo donde
germinará nuestro pequeño estallido. Nuestra vida es de por sí es una increíble
posibilidad y los colores que ella toma no siempre nos son conocidos. Hay sin
embargo algo de belleza en ese azar, ese desconocimiento, ese asombro, ante
esas nuevas paredes que nuestras raíces alcanzan. Hay una música silenciosa que
Transtromer logró capturar en una botella, como el niño que atrapa una
luciérnaga en un frasco de mermelada.
Al
final todos también somos seres arbóreos con ramificaciones y raíces, el rizoma
se esparce por el tablero ignoto de la vida. El poeta es claro en su poema
“algunos minutos”
El
pequeño abeto del pantano alza su copa: un trapo oscuro.
Pero
lo que uno ve no es nada
frente
a las raíces, las dilatadas, las que reptan ocultas, el
inmortal o semimortal
sistema
de raices.
Yo
tú ella también nos hemos ramificado.
Más
allá de lo deseado.
Fuera
de Metrópolis.
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